El que da vida a Mickey Mouse cada día en Disneyland París no vive dentro del castillo, ni en ninguna de las calles del complejo turístico. Tampoco lo hacen los limpiadores, los tenderos, los cocineros, camareros, actores y bailarines del Reino Mágico. Un parque temático está para que el cliente pase un día en un mundo diferente al suyo y viva experiencias inimaginables en su vida corriente. El problema surge cuando una ciudad al completo se convierte en un parque de atracciones y sus habitantes se ven forzados a abandonar sus casas y solo regresan a la ciudad en cuestión para interpretar un papel.
Quizás Venecia sea el mejor y más cercano ejemplo de una ciudad escenario que está muriendo de éxito. Venecia vive y muere por el turismo, se alimenta de él en un grado que el empacho está a punto de hacerle reventar. Desde hace unos años, entre las anécdotas de cualquiera que vuelva de la ciudad italiana se cuelan comentarios sobre la cantidad de turistas, los cruceros y la pérdida de población autóctona de la ciudad. Un contador regresivo en una de las calles del centro, que actualiza el número de habitantes, es el mejor electrocardiograma. La Serenissima se está quedando sin habitantes, y la caída de 50.000 fue una alerta que abrió todos los medios italianos. Los palacetes son ya tan escenario como el de la casita del Pato Donald y las fachadas de muchos de sus edificios se caen a pedazos porque los propietarios hace tiempo que decidieron no volver. La instalación de tornos, ¡tornos en una ciudad!, para controlar el acceso de turistas es el mejor ejemplo de un modelo sobresaturado.
El turismo masivo también ha matado parte del encanto del viaje tradicional y ahora viajamos con las coordenadas GPS exactas del punto más instagrameable para obtener la mismísima foto que nuestro amigo o influencer de cabecera. Como parte de esta estandarización crece otro ‘turismo de experiencias’ que no se limita a ver el monumento y paisaje de moda, sino que vende emociones a precio de oro en lugares remotos. En este tipo de viajes se centra La turista (Reservoir Books), un thriller de la coreana Yun Ko-eun que acaba de ser traducido al español y que cuenta la historia de Yona, una trabajadora de una agencia de viajes que organiza expediciones a lugares en los que se acaba de producir una catástrofe.
Yun traza una distopía que señala al sistema turístico en su conjunto como exponente del capitalismo tardío
“La última tendencia en los viajes de catástrofes era no limitarse a contemplar el desastre, sino combinarlo con alguna otra actividad. Algunos viajes combinaban turismo con trabajo voluntario o con programas de supervivencia”. La novela nos introduce en uno de estos viajes con continuas puñaladas a estos modelos de turismo sin escrúpulos: “Quienes hacían turismo en zonas de desastres reaccionaban mostrando el siguiente orden de sentimientos: primero, conmoción; segundo, compasión, pena o incomodidad; tercero, agradecimiento por la vida que tenían, y cuarto, responsabilidad y sentido moral, a la vez que el sentimiento de superioridad por estar vivos. Aunque el nivel de emoción experimentada dependía de cada persona, lo que en definitiva comprobaban a través de la aventura que emprendían era el horror que provocaban los desastres y el alivio de estar vivos. En otras palabras: sentían el consuelo egoísta de seguir sanos y salvos a pesar de haber contemplado de cerca una tragedia”.
Yun traza una distopía que señala al sistema turístico en su conjunto como exponente del capitalismo tardío. Compañías que buscan la rentabilidad extrema sin ninguna cortapisa moral y poblaciones locales que o forman parte del circo o son expulsadas. “Tres años atrás, un pescador quiso salir al mar, como era habitual, pero volvió a su casa hundido. Le denegaron el paso a la costa porque se había inaugurado el complejo turístico y solo los turistas podían disfrutar de la zona. De un día para otro, un niño pequeño que solía llorar a lágrima viva fue ‘seleccionado’ para que lo llevaran al set de las casas lacustres. El niño no hacía más que sollozar todo el día y los turistas le sacaban fotos. Sin embargo, al crecer, ya no estaba por la labor. Como era de esperar, lo echaron del lugar.”
La turista también muestra el falso dilema de aquellos que se oponen a limitar dichos desmanes en poblaciones que van directas al abismo: “¿Acaso no es lo mismo morirse en una catástrofe que morirse de hambre con los brazos cruzados? En la situación en la que nos encontramos es preferible la catástrofe. Desde que firmamos el contrato con Jungle y construimos el complejo turístico, en Mui hemos amoldado nuestra vida diaria a los roles que nos asignaron. Gracias a eso, parte de la mano de obra joven que se había ido de la isla ha vuelto. Si ahora nos quitan esos roles, es como quitarnos la vida”.
La novela no termina de ser redonda, algunos pasajes quedan algo desdibujados y la caricatura deforma demasiado algunos rasgos. Pero sus menos de 200 páginas ofrecen un entretenido relato ideal para leer en una de esas playas paradisíacas desde la que estará leyendo este texto.