Cultura

Los padres de la historia de la literatura que nadie querría tener

Reales o de ficción, personajes o autores. Desde el padre alcohólico de Huckleberry Finn hasta el del Nobel Mario Vargas Llosa. Entre medias: Herman Kafka, Fitzgerald, Dickens... 

  • Hemingway junto a sus hijos. Greg, el menor de ellos tuvo una de las relaciones más complejas con él.

Toda paternidad entraña una grieta. Ninguna relación de trasferencia de vida ha conseguido escapar de la fractura. Dar amor y recibirlo puede llegar a ser el mayor de los desastres. A veces porque sobra y el río del exceso arrasa; en otras porque falta el riego y aprieta el fuego, hasta deforestar el corazón. Padres, madres e hijos intervienen por igual en esa carnicería, aunque en esta ocasión, por tratarse de la efeméride de los primeros, el repaso literario compete a los progenitores. Aquí, un arbitrario paseo por algunos de los padres más conflictivos de la historia de la literatura... ya estén del lado de la ficción o de quien la escribe.

Hubo padres cuya crueldad fue infinita, dentro y fuera de los libros. Los hubo violentos y alcohólicos, como el de Huckleberry Finn o tiránicos como en el Falkner de Mary Shelley...

Hubo padres cuya crueldad fue infinita, dentro y fuera de los libros. Los hubo violentos y alcohólicos, como el de Huckleberry Finn o tiránicos como en el Falkner de Mary Shelley;  también de carne, hueso y abrasadora frialdad, como Herman Kafka, aquel comerciante textil a quien le bastó su inflexibilidad para arrancar la cabeza de su hijo como si de Cronos se tratara; alguien a quien nada le pareció jamás lo suficientemente bueno y que consiguió con su desprecio que su hijo, Franz Kafka, dividiera en dos la literatura al describirse como él lo había hecho sentir: como insecto o un hombre que se defiende sin saber de qué se le acusa.

Hubo padres cuyo eterno síndrome de Peter Pan, su infinita capacidad de autodestrucción, apartó a sus hijos de su lado. Le ocurrió a Scott Fitzgerald...

Hubo padres cuyo eterno síndrome de Peter Pan, su infinita capacidad de autodestrucción, apartó a sus hijos de su lado. Le ocurrió a Scott Fitzgerald, autor de El Gran Gatsby, aqueja do por  un severo alcoholismo que arrasó todo a su paso. Hace poco, Alpha Decay tradujo al español las cartas que le dedicó a su hija  Scottina, acompañadas de un prólogo, y en cuyo prólogo ella escribe:  "Escuchen ahora atentamente a mi padre. Porque da buenos consejos y estoy segura de que, si no hubiera sido mi padre, a quien tanto amé como odié, ahora sería la mujer más cultivada, atractiva, exitosa e inmaculada sobre la faz de la Tierra". En esas líneas admite no haberlo escuchado acaso porque "solo había una manera de sobrevivir a su tragedia –se refiere la de su padre- , y era ignorarla".

El hijo menor de Greg Hemingway murió en la cárcel como Gloria. Se había sometido a una operación de cambio de sexo a mediados de los 90.

Ernst Hemingway, uno de los escritores del siglo XX que más genialidad y testosterona derrochó, tuvo dos hijos: Patrick y Gregory Hemingway. El segundo de ellos, Gregory o Greg, nació en Kansas en 1931 y murió en 2001, en Miami, tras sufrir un infarto mientras cumplía condena en una cárcel de mujeres. En ese entonces ya no respondía al nombre de Greg Hemingway, sino Gloria, identidad que había adoptado como suya tras una operación de cambio de sexo a mediados de los 90. Acaso para resolver la convulsa historia de dolor y rechazo que había en la historia de Greg, su hijo, John Hemingway, escribió un trágico libro al respecto y que fue publicado por Planeta en España: Los Hemingway, una familia singular.

John, que había nacido casi un año antes de que de que su abuelo Ernest Hemingway  se quitara la vida una escopeta de caza de dos cañones, apenas tiene recuerdos de él,  pero sí de la larga sombra que se cernió sobre su padre, Gregory Hemingway el segundo hijo que Ernest tuvo con Pauline Pfeiffer, la segunda de las cuatro esposas del Premio Nobel. "Mi abuelo no era un hombre brutal, ni mucho menos cruel, él, como mi padre, era un ser extraordinariamente sensible, el mejor escritor y novelista de Norteamérica, y sin embargo, también un ser débil y enfermo, capaz de llevarse a todos por delante", dice. No deja de ser curiosa tanta brutalidad y aversión, justamente en un personaje al que todos conocían como (big) Papa.

Mario Vargas Llosa tiene de su padre la misma imagen que describe en las páginas de El pez en el agua: un hombre de sonrisa falsa, fría y distante

Mario Vargas Llosa tiene de su padre la misma imagen que describe en las páginas de El pez en el agua: un hombre de sonrrisa falsa, fría y distante que le saludó con desprecio en el lobby de un hotel. La relación entre el Nobel peruano y su padre es tan mala que durante años Vargas Llosa pensó que estaba muerto. AL menos esa fue la historia que le contaron en su casa para esconder su ausencia. La reaparición de éste fue lo peor que pudo ocurrirle. "Tuve una relación desastrosa con mi padre, y los años que viví con él, entre los once y los dieciséis, fueron una verdadera pesadilla. Por eso siempre envidié a mis amigos y compañeros de infancia y adolescencia, que se llevaban bien con sus progenitores y mantenían con ellos, más que una relación jerárquica de autoridad y subordinación, de cariño y complicidad", escribió Vargas Llosa sobre el tema en 2012.

La figura del padre ha desatado conflictos en los que el daño viene dado no necesariamente por una intención de herir sino por la incapacidad para comunicarse

La figura del padre ha desatado conflictos en los que el daño viene dado no necesariamente por una intención sino por la incapacidad para comunicarse, uno  e los muchos conflictos que sedimentan entre un padre y un hijo y que ensanchan el memorial de agravios entre unos y otros. Raymond Carver volvió sobre la figura de su padre (un carpintero alcohólico) en algunos relatos de su obra. Por ejemplo, en El padre, un cuento  incluido en ¿Quieres hacer el favor de callarte? Se trata de  una fría y devastadora narración en la que, con muy pocos elementos, Carver consigue transmitir el amor muerto y estancado de quienes parecen haber sido desenchufados de su parentesco.

Carver nunca llegó a impugnar la figura de su padre o a ajustar cuentas con él...  incluso reconstruye su biografía como un acto de desagravio en La vida de mi padre. Autores como Guillermo Sacconmano, Marcos Giralt Torrente o Héctor Abad Facciolince también han retomado la figura de sus padres con una intención más compleja que revanchista. Libros de una complejidad acristalada, que parece que va romper, cuando en realidad brilla. Philip Roth también dedicó una hermosa y compleja novela a su padre, Patrimonio, y  Paul Auster  hizo lo propio en su novela La invención de la soledad. Lo curioso es que casi todos estos autores abordan al padre una vez que éste ha muerto, como para subrayar la relación entre escritura y orfandad. Ese hueso que rompe en los corazones de quienes están vivos. 

El padre ausente de Dickens recorre toda su literatura, desde Cuento de Navidad hasta Grandes esperanzas...

Hay novelas donde las ficciones del padre atraviesan y se anuncian como terremotos, aunque no se les mencione. Ocurre, por ejemplo, en toda la literatura de Charles Dickens: él fue el niño explotado, trabajó durante años en minas. Su padre, ausente por una sentencia de prisión, de alguna manera lo condenó a un sufrimiento que labró en Dickens una enorme sensibilidad y conciencia de clase. Por eso el escritor  tira de la experiencia vivida para escarmentar a sus personajes, desde el avaro Scrooge de Canción de Navidad  hasta el huérfano Pip de Grandes esperanzas.

Herman Melville -habría que decir, el inmenso Herman Melville y hacer una reverencia- nació en una familia de buena cuna y sin embargo vivió desaforado, tal y como lo hacen los muertos de hambre. Su padre, Allan Melville, murió cuando él contaba 13 años. Las deudas acosaban a su familia. Muy joven se enroló en un ballenero, acaso para buscarse los garbanzos. Y encontró a Moby Dick. ¿Habría sido la sensibilidad de Virginia Woolf la misma sin Sir Leslie Stephen? ¿Cómo no evocar al padre simple para explicar todavía más? "Me llamo Natalia Ginzburg. Mi padre, Beppino, ama la ciencia y la naturaleza. Lidia, mi madre, disfruta en cambio con el placer de narrar (...) Algún día moriré. También escribiré libros. Quizá, incluso, plante el cerezo de aquella primavera triste de Pavese". También en las tierras simples florecen los más bellos árboles. 

Una rara y oscura dinámica se teje entre los padres e hijos que conocieron el dolor: ya sea porque lo infringieron o porque recibieron y decidieron, acaso, convertirse en replicadores del veneno inicial. Es la herencia implícita, la gasolina de un gran infierno, de ese agusanado amor familiar que pasa de mano en mano, como una cabeza cortada o una cuenta por saldar. 

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