Sé que toda entrevista que se precie debe incluir una entradilla, pero a uno le dan ganas de ponerse posmoderno y de mandar al diablo el canon cuando el entrevistado es alguien tan famoso como Juan Manuel de Prada (Barakaldo, 1970). Podría mencionar sus galardones literarios, sus doce novelas, sus muchísimos ensayos, sus mejores artículos e incluso sus cada vez más esporádicas, ay, intervenciones televisivas. Y, sin embargo, mi enumeración resultaría insuficiente, porque cómo reducir a Juan Manuel de Prada a sus premios, novelas, ensayos, y también excesiva, porque el lector ya lo conoce sobradamente. Así pues, sólo diré que acaba de publicar un nuevo libro, Una enmienda a la totalidad: el pensamiento tradicional contra las ideologías modernas (Bibliotheca Homo Legens), y que es el entrevistado que todo entrevistador desea: lejos de él los circunloquios, los ambages y los eufemismos de los que otros infestan sus discursos y cerca, muy cerca, esa franqueza con la que debe pronunciarse toda palabra que merece la pena. Vozpópuli tuvo oportunidad de entrevistarle en persona.
Pregunta: ¿Qué pretende con Una enmienda a la totalidad? ¿Cuál es el objetivo del libro?
Respuesta: En el libro reúno una serie de reflexiones sobre grandes cuestiones políticas de fondo, desligadas de la estricta actualidad. Lo que busco con él es presentar el pensamiento tradicional como alternativa al pensamiento ideológico.
P: ¿Qué es el pensamiento tradicional?
Es una forma de pensamiento que existe desde los grandes maestros griegos ―fundamentalmente Aristóteles― y que luego se injerta en el mundo cristiano. Tiene que ver con eso que se ha dado en llamar 'filosofía perenne', y quizá se vertebre en torno a la idea de que la fe debe encarnarse en las realidades naturales. Aunque haya tenido una serie de plasmaciones históricas, es una línea de pensamiento a la que uno puede adherirse con independencia de las circunstancias históricas en las que viva.
P: ¿Y con independencia de su fe?
R: Creo que sí. Es algo a lo que te puede conducir la propia razón natural.
P: ¿Cómo llegó usted a él, al pensamiento tradicional?
R: En el prólogo del libro cuento que me influyó mucho la lectura de Leonardo Castellani.
P: ¿Castellani?
R: Un sacerdote y escritor argentino al que descubrí gracias a un amigo librepensador, un abogado importante de Buenos Aires que luego se convertiría en asesor principal ―monje negro, como dicen en Argentina― de Macri. Hace años, estando en su casa, me recomendó la lectura de Castellani, a quien consideraba uno de los mejores escritores argentinos del siglo XX, a la altura de Borges o de cualquier otro. Pasé la mayor parte de mi estancia en Argentina en la biblioteca de este amigo mío, leyendo a Castellani, que me cautivó. Este episodio, además, me ha hecho reflexionar sobre la providencia y sobre los extrañísimos instrumentos de los que se sirve para llevar a cabo sus planes.
P: ¡Incluso de un liberal!
R: Sí, de un hombre absolutamente descreído. Y también un amigo excepcional, ¿eh? Uno que me acompañó en momentos difíciles de mi vida.
P: ¿Qué le gustó de Castellani?
R: Primero, que es un gran escritor. Pero, sobre todo, para mí fue mi impactante ver cómo… ¿Me dejas hacer un inciso?
P: Claro.
Tomemos el ejemplo de Chesterton. A medida que va envejeciendo, ya católico, Chesterton se convierte en un escritor menos influyente, menos leído en el mundo inglés, pero a cambio es cada vez más aceptado en el seno de la Iglesia. No ocurre lo mismo con Castellani, que cada vez es más repudiado por la Iglesia oficial, hasta el punto de ser expulsado de la Compañía de Jesús. La segunda parte de su vida es especialmente difícil: demonizado por el mundo católico, vive de la caridad de sus amigos. Esto me sorprendió mucho, porque su obra era estrictamente ortodoxa.
P: ¿Y a qué esa demonización, entonces?
R: Por una parte, no era un escritor tan luminoso como Chesterton y, por otra, Dios le había bendecido con la capacidad de analizar los problemas políticos, económicos, sociales a la luz de su fe. Creo que ése fue el motivo de su repudio y, sin duda, fue ése el motivo por el que a mí me cautivó. Castellani cambió mi percepción de las cosas, de las realidades naturales, de los grandes problemas, de los conflictos de nuestro tiempo. Me consagré durante un tiempo a la tarea de difundirlo entre el lector español, pero no funcionó: Castellani es dinamita para el hombre descreído.
P: Y también para el creyente contemporáneo, ¿no? Porque, si bien profesa una fe concreta, ésta está desligada de su modo de entender la política y la economía.
R: Efectivamente. Es un escritor muy corrosivo para eso que yo llamo catolicismo pompier.
La fe católica debe iluminar todos los ámbitos: la política y la economía no están al margen de la religión, ¡claro que no!
P: ¿Qué es el catolicismo pompier? ¿Lo profesaba usted antes de leer a Castellani?
R: El catolicismo pompier es un catolicismo aprisionado en una celda. El que lo profesa estructura su vida en casillas: una casilla que es la religión, otra casilla que es la economía, otra que es la política, otra que es la cultura… En el compartimento de la religión, uno tiene su altarcito, hace sus prácticas religiosas y es muy beato. Pero, como todo se queda en ese compartimento, luego puede ser liberal en lo económico, lo que sea en lo político, lo que sea en lo cultural. Esto engendra, claro, un catolicismo inane.
P: ¿Por qué?
R: Porque la fe católica debe encarnarse en las realidades naturales, iluminar todos los ámbitos de la realidad. La política y la economía no están al margen de la religión, ¡claro que no!
P: Sin embargo, lo que triunfa en España es precisamente este catolicismo pompier.
R: Y qué desgracia. Como es precisamente este católico inane quien medra al abrigo de las instituciones eclesiásticas o paraeclesiásticas, el mundo católico está afligido por una incontenible gangrena. Porque, claro, al final, los intelectuales católicos son gente que mama de estas tetas, gente capada e incapacitada para prestar cualquier clase de servicio auténtico, de batalla, de confrontación con el mundo moderno y sus ideologías. El resultado es un catolicismo mundano, indistinguible del sistema.
De Prada y el catolicismo al uso
P: Y usted, viendo la posibilidad de ser un católico al uso, teniendo esas perspectivas de éxito, renuncia a ellas. ¿Es una vocación?
R: En realidad, tampoco puedo quejarme. Gané muchos mis premios en mi juventud, y tampoco querría ganar más; todos me parecen absurdos. A medida que me hago mayor, voy omitiendo más y más galardones en mis notas biográficas. Dada la patulea que los ha ganado antes y después, me avergüenzo de ellos. Además, yo no tenía otra opción. Siempre lo digo: Castellani me desveló la idea de que la fe nos obliga a ver el mundo de una manera distinta, de que los católicos no podemos alinearnos con ninguna ideología, ni siquiera para ganar premios.
P: ¿Tampoco con el conservadurismo?
R: No, en absoluto. En muchos aspectos el pensamiento católico, o el pensamiento tradicional, es lo contrario. Lo decía Chesterton: la misión de los progresistas es cometer errores y la de los conservadores es evitar que los errores sean corregidos. El hombre tradicional reacciona contra aquello que el conservador quiere conservar.
P: En el prólogo de Una enmienda a la totalidad utiliza una imagen muy vívida para expresar el este antagonismo.
R: El conservadurismo conserva la carcasa; el pensamiento tradicional el meollo. El conservador trata de acorazarse vanamente frente al mundo, olvidando el pequeño detalle de que el mundo está infiltrado en su coraza. No termina de asumir que las ideas tienen un desarrollo lógico, unas consecuencias. Cree que puede enderezar unos principios torcidos, los liberales, y esto es sencillamente falso.
P: ¿Qué opone el pensamiento tradicional a esos principios liberales?
En primer lugar, una visión del hombre distinta. El liberalismo considera que la naturaleza humana puede ser reconfigurada a voluntad, que no es estable. El pensamiento tradicional, en cambio, la concibe como un dato, como algo dado, como algo que existe y que es inmutable. La naturaleza del hombre de las cavernas y la nuestra, hombres del siglo XXI, es la misma. Nada puede cambiarla.
P: ¿En segundo lugar?
R: Íntimamente relacionada con el concepto de naturaleza, está la libertad. Para el pensamiento tradicional, la libertad está ligada a la verdad humana, a ese dato que acabo de mencionar. El hombre es más libre cuanto más se adecua a su naturaleza. Para el pensamiento liberal, en cambio, es pura autodeterminación: la capacidad para transformar lo que eres y, transformándote a ti mismo, transformar también el mundo. Es el libre desarrollo la personalidad, la posibilidad de configurar tu biografía según tu propio deseo.
P: Escuchándole, uno repara en que, frente al dilema de las izquierdas y las derechas, la verdadera dicotomía es la que enfrenta al pensamiento liberal y al tradicional.
R: Sin duda, sin duda. El enfrentamiento entre izquierdistas y derechistas se plantea como una lucha cósmica, como la gran batalla, cuando no deja de ser una refriega intestina patética, una de borrachos que salen del burdel a las cinco de la mañana y se disputan el mérito de haberse beneficiado antes a la puta. Como ambos están borrachos, ninguno sabe quién se la folló a las once y quién a las doce. Izquierdistas y derechistas se pelean por cosas grotescas. Es una reyerta intestina. Insensibles a la realidad, piensan que están luchando por una cosmovisión, pero no dejan de ser pobres diablos que viven encerrados en un cuarto oscuro y no lo saben. Aunque se peleen como si fuesen titanes, no son más que pobres diablos.
Progresistas y conservadores participan de una visión errónea de la naturaleza humana: la liberal
P: He ahí el motivo, también, de que usted les resulte ajeno tanto a los unos como a los otros.
Lo que ocurre es que han trasladado el debate a un grado subalterno. Derechistas e izquierdistas son los habitantes de la caverna en el mito platónico. Carecen de un conocimiento directo de la realidad y piensan que esa trifulca que protagonizan es la única posible. Trifulca que, por cierto, siempre tendrá el mismo ganador.
P: ¿Sí? ¿Por qué?
R: Porque ambos bandos participan de una visión errónea de la naturaleza humana: la liberal. El progresismo tiene la victoria asegurada porque es más consecuente que el conservadurismo con las premisas iniciales. Si la cuestión es progresar, ¿por qué detenernos en un punto? El conservador dice: "Venga, hasta aquí. Progresamos hasta aquí". ¡Qué absurdidad!
P: Con todo, con la gente entregada a esta refriega intestina, ¿hay razones para la esperanza?
R: Desde el punto de vista del creyente, por supuesto. La esperanza cristiana es esa virtud que te hace trascender las penurias de tu vida y fija tu mirada en un horizonte sobrenatural.
P: ¿Y desde el punto de vista del no creyente?
Considero que también. La naturaleza humana, en sí misma, da motivos para la esperanza. Los ingenieros sociales piensan que nuestra naturaleza puede reconfigurarse como se reconfiguran las piezas de un mecano. No es así. La pretensión de alterar la naturaleza es quimérica, y precisamente por eso creo que las ideologías que se han impuesto van generando una insatisfacción muy profunda en la gente. De momento, las élites acallan el descontento con derechos de bragueta, espejismos ideológicos y causas falaces pero todavía apetecibles para la masa.
P: No obstante…
El trampantojo se mantendrá en pie durante un tiempo, pero está condenado a muerte. ¿Cómo extirpar del hombre lo que constituye el núcleo de su humanidad? Es como pretender convertir el granito en una sustancia maleable. En este sentido, sí, soy una persona esperanzada.