A estas alturas, habrán leído ustedes distintas moralinas acerca del Mundial: la ridiculez de Gianni Infantino declarándose “homosexual súbito”, mientras recordaba sus buenos malos tiempos en los que tenía pelo, aunque fuera rojo. El bochorno repentino que nos produce la competición, cuando hace años que estaba fijada la fecha del evento. Que tal bochorno no se produjera con el Mundial de Rusia o los Olímpicos de China. Admiración hacia los jugadores de Irán, que bajaron sus cabezas al sonar el himno, en protesta por la horrible represión política que están sufriendo sus compatriotas. Valentía que contrastó oprobiosamente con la de los jugadores de equipos europeos que declararon que sus capitanes ondearían arcoíris en sus brazaletes, para retractarse en último momento por culpa de la FIFA. ¿Es curioso, no? En Estados Unidos muchos profesionales -entre ellos profesores e investigadores- han sido despedidos de sus puestos por cuestionar el repentino furor transexual, pero allí en Qatar nadie se mueve un milímetro. En España eres facha si denuncias el peligro que implica la integración acrítica de inmigrantes ilegales de origen musulmán, y en Qatar callamos ante el trato evidente y denigrante que reciben mujeres, gais e impíos.
Sobre todo esto, como comentaba, habrán oído hablar ya. Para mí lo relevante es la cuestión latente de fondo, que es la que nos negamos a aceptar o, peor, en la que no solemos reparar. Para ilustrarla resulta muy útil el discurso de Morgan Freeman en la ceremonia inaugural del Mundial, quien apelaba a la unidad y señalaba que son muchas más las cosas que unen a las naciones y las comunidades que las que las separan. En esos dos conceptos, nación y comunidad, está el quid de la cuestión, pues en ellos radica la clave para distinguir otros conceptos resbaladizos como el de multiculturalismo, pluralismo o relativismo. Estas ideas son uno de los puntos
neurálgicos desde los que enfocar la crisis de la democracia liberal que padecemos, y en la que parece que nos hemos quedado atascados, sin saber muy bien cómo gestionarlo.
El multiculturalismo estricto es posible únicamente en dos contextos: en países con distintas cosmovisiones, cada uno con sus leyes y normas. En un mismo país, sólo con un único gobierno que integrara distintos mini-estados, uno para cada tipo de comunidad, y en el que cada uno rigiera su propia ley. Estas dos opciones son las que se plantean en el discurso de Freeman. No sólo por hablar de países y comunidades, sino porque es la única forma de hacer convivir de forma integral a personas con cosmovisiones muy distintas, sin que ninguna tenga que renunciar a ella. ¿Cómo juntar, si no, a quienes creen en la inferioridad de la mujer frente al hombre, a los que defienden el matrimonio homosexual o a los que están en contra del aborto?
Es aquí cuando se entiende que el multiculturalismo no es otra cosa que relativismo moral y que, cuando se habla sólo de naciones, es inevitable que se eche mano de éste. Es ahí donde entra la famosa realpolitik, la diplomacia y, en suma, decidir cuándo queremos ponernos estupendos y no tener ningún trato con estados por motivos morales de peso y cuándo no. Desengáñese quien crea que realmente las causas son de origen ético: estamos en guerra contra Rusia, pero ningún problema con China o con teocracias musulmanas. Ojo, no lo critico. En todo caso me molesta que a los ciudadanos se nos quiera vender humanidad y ética en distintas tomas de decisión como si fuéramos tontos. Quizá es que lo somos, pero eso es tema para otro artículo.
Qatar y la estafa multicultural
Una vez definido el multiculturalismo como lo que es (relativismo como vía para la convivencia pacífica) queda preguntarse por el pluralismo que, con sus límites, no sólo es inevitable sino que además es necesario, al menos en las democracias liberales en las que presuntamente vivimos. Escojo la palabra “presuntamente” no con ánimo de ser pesimista o exagerada, sino porque estamos olvidando el A, B, C de aquello en que consiste una democracia liberal. Por un lado, en este tipo de sistemas el choque de ideas radicalmente contrapuestas se discute con argumentos racionales, y no a golpe de decreto y apelando a la indignación y al emotivismo más visceral. En segundo lugar, el límite de la discusión viene marcado por el Estado de derecho cuyas normas jurídicas están basadas, generalmente, en los derechos humanos. Y estos últimos tienen varios problemas de raíz que la mayoría suele ignorar. En primer lugar, que esos derechos nos los dimos porque sí.
Los asuntos candentes del ser humano (transexualidad, aborto, eutanasia, matrimonio...) no son realmente abordados con argumentos, sino como simples armas morales arrojadizas
Es famosa la anécdota relatada por Jacques Maritain acerca de una de las reuniones de la UNESCO, donde se discutía acerca de los derechos del hombre y en la que alguien se sorprendió de que personas de ideologías tan diferentes estuvieran de acuerdo en la formulación de una serie de derechos. Según Maritain, la clave estaba en que la afirmación de derechos es posible siempre y cuando no se pregunte el porqué. Es en esto último donde comienzan las discrepancias y disputas. El problema que tenemos ahora es que no tenemos esa cierta unidad a la hora de entender qué es un ser humano, en qué radica su dignidad y su esencia y, por tanto, sus derechos esenciales.
En tiempos de Maritain aún manteníamos, de forma más o menos consciente, cierto tipo de noción del ser humano y las directrices morales en las que les conviene moverse, sin necesidad de explicitarlas. El liberalismo que alimenta la democracia liberal adoleció de este mismo problema de base: dar por supuestas las coordenadas antropológicas en las que Occidente se movió durante siglos. No pensaron que éstas pudieran cambiar de raíz, que es lo que justamente nos ocurre ahora. Y tampoco temieron que las nuevas visiones que pudieran crearse del ser humano renunciaran a fundamentarse en argumentos que, por racionales, pudieran ser compartidos (o refutados) precisamente por remitirse a lo racional y no a lo sentimental.
El fin de la historia lo conocen: el posmodernismo, la sociedad líquida, el emotivismo impiden que la esencia de la democracia liberal -la argumentación sosegada sobre los asuntos más relevantes y que nos conciernen a todos- pueda producirse en los términos en los que fue creada. Al final, los asuntos relevantes y candentes acerca del ser humano (transexualidad, aborto, eutanasia, matrimonio) no son realmente abordados con argumentos, sino como simples armas morales arrojadizas que sólo pueden solventarse a golpe de urna. Los míos contra los tuyos: una legislatura, una cosmovisión. Quizá aquellos versos de Machado son sólo un espejismo, fulgores de humanidad que pueden darse sólo en conversaciones más o menos íntimas. Recordémoslos, pues en muchas ocasiones nos tocan más el corazón unos buenos versos que una prolongada argumentación como la que les he soltado:
Tu verdad no, la Verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela.