Cary Grant tenía todo, pero le faltaba una cosa: saber quién era. Las dudas sobre su identidad le acompañaron toda la vida, como bien refleja la serie ‘Archie’. "¿Soy Cary Grant o Archibald Alexander Leach?", se pregunta al final de sus días. Cary Grant era la estrella de cine. El nombre inventado que dio lugar a un seductor de fama internacional, casado cinco veces, habitual del catre de Marilyn Monroe, Sophia Loren y tantas otras.
Pero Grant era también Archibald Alezander Leach, el chico de Bristol al que su padre abandonó después de ingresar a su madre en un psiquiátrico. El mismo padre que le dijo que su mamá había muerto para enterarse tres décadas después de que seguía viva. Al descubrirlo, fue a visitarla al psiquiátrico. Tiempo después la sacó de allí, le compró una casa y la visitó a menudo. Su madre era el único ser que le había dado cariño, y ya en su edad adulta, siendo una estrella, intentó recuperarlo. Archie luchó por agradar a su madre, de la misma manera que agradaba al público, y nunca estuvo seguro de si lo consiguió.
La historia de Cary Grant es más trágica de lo que su bello rostro podía anticipar. Es la viva imagen de uno de los grandes anhelos de cualquier ser humano: conocerse a uno mismo. Los antiguos griegos lo tuvieron claro desde el principio. Incluso los siete sabios de Grecia, que vivieron siglos antes de Platón y Sócrates y antes incluso que los filósofos presocráticos ya tenían como consigna vital el nosce te ipsum: conócete a ti mismo.
Una consigna que estuvo cientos de años marcada en el frontispicio del Templo de Delfos, el lugar donde dijeron a Sócrates que no había hombre más sabio que él en la faz de la tierra. La identidad es un galimatías que nos acompaña hasta la tumba. El tiempo pasa e incluso cuando creemos por fin haber dado con la clave, ocurre algo que nos desnuda otra vez frente al espejo.
Es una labor tan ardua el conocerse que hay filósofos como Antonio Escohotado que recomiendan huir de esa tendencia. Solía decir que la clave para vivir está en olvidarse de uno mismo y mirar fuera, más allá, solo así nos daremos cuenta de la insignificancia de nuestras miserias. Una receta aristotélica de difícil aplicación.
Aunque vivamos en tiempos marcados por el ‘yo’ y la identidad, la gente sabe menos que nunca quién es. Antiguamente, esta pregunta se resolvía de manera más sencilla. Basta hablar con la gente de la guerra y la posguerra. En aquellas épocas de miseria, cuando la gente habitaba tanto en los pueblos como en las ciudades, cada cual tenía asignado un rol, y lo asumía sin mayores pretensiones: el panadero, el herrero, el tonto del pueblo, el borrachín…
La modernidad, la prosperidad y las redes sociales han complicado todo el escenario. Ya no somos uno, sino cientos, y que cambian con el día a día. Ahora no somos, queremos ser, en una carrera interminable tratando de atrapar un destino escurridizo que se disuelve al tacto.
La identidad la conforman cientos de aristas. Cary Grant era el tipo guapo y bien vestido que se las llevaba a todas, pero también un señor maniático que cenaba tumbado en la cama y consumía LSD ante la vigilancia de un psicoterapeuta.
Nuestro rostro funciona como la máscara del personaje que mejor se adapta a una situación concreta y solo nos mostramos como somos con aquellos que han conseguido eliminar esa barrera. E incluso con ellos terminamos fluctuando sin querer. Porque no es lo mismo el niño, que el adolescente, que el adulto o el anciano.
Saberse no es un asunto de narcisismo, es coger el timón en lugar de dejar que el barco siga a la deriva, en una existencia sin rumbo. Es admitir que aunque seamos Cary Grant, en el fondo también somos Archibald Leach buscando a nuestra madre, persiguiéndola por un beso, porque los besos mueven el mundo.