Rosalía y C. Tangana son dos de las estrellas musicales más relevantes del panorama nacional. Ambos cuentan con un impacto cultural similar en lo que a España se refiere, aunque Rosalía cuente con bastante más proyección internacional. No obstante, parecen dos referentes —uno femenino, otro masculino— análogos en muchos sentidos. Y entre los comunes denominadores de ambos artistas hay uno que salta a la vista: son referentes de lo que podríamos llamar un macarrismo estético. Vemos en los últimos tiempos que muchos músicos, estilistas y medios promueven un macarrismo posmoderno del que Rosalía y C. Tangana son los más relevantes representantes. Huelga decir que uno de los rasgos propios de lo posmoderno consiste en manipular y modificar la representación sin transformar los hechos. La posmodernidad nos sugiere que los hechos permanezcan los mismos —algo que no altera el statu quo precisamente, sino que beneficia al poder—, mientras hemos de centrar nuestros esfuerzos en alterar nuestras representaciones o imágenes mentales de esos hechos.
La ideología nos invita hoy a negar la importancia —o, incluso, la existencia— del referente; el referente siendo el hecho material. Esto ocurre con la financiarización de la economía, más interesada en el aspecto especulativo o especular de la economía; en la autoayuda, donde se nos impone pensar en positivo o modificar nuestras ideas antes que alterar nuestras relaciones materiales; en la teoría queer, donde la genitalidad y la biología son ocultadas bajo la alfombra o negadas (y el que no niegue los hechos biológicos será ‘tránsfobo’); en la representación digital que hace de la imagen en redes algo que ha de preceder a la vida real; o en el arte no figurativo, que desprecia las formas de la realidad tangible, haciendo preponderar las imágenes intelectuales del artista. Bueno, pues este mismo enfoque posmoderno prima en el caso de Rosalía y C. Tangana, como entre tantos artistas actuales. En ellos la cosa no va de vivir la calle, sino de apropiarse los rasgos estéticos de esas mismas calles. No se trata de ser personas marginales —ni siquiera quieren ser tomadas por tales— sino que juegan a parecerlo. Adoptan los estilismos lumpen (representación), pero rechazan la experiencia lumpen (referente).
Rosalía y C. Tangana no son marginales, pero se disfrazan de tales, juegan con los símbolos vinculados a la marca lumpen. Muchos posmodernos, por su parte, dirán que la autenticidad no existe, pero pongamos un ejemplo: ¿Qué es más real? ¿Un tipo que se viste de macarra y atraca una farmacia en un video musical, con actores, estilistas y maquilladores o un tipo que atraca una farmacia de veras y corre el riesgo de matar a alguien o ser tiroteado por la policía? Otro ejemplo: ¿qué es más auténtico? ¿La visión que tiene del cáncer un renombrado oncólogo o la de mi sobrino de cinco años? La autenticidad pura no existirá, pero, evidentemente, sí existen cosas más reales y auténticas que otras; lo cual no implica que sean mejores o peores.
Rosalía callejera
Cuando hablo de ‘apropiación’, no lo hago desde el simulacro contestatario woke, que aspira a hablar por los oprimidos del mundo. Tales ‘activistas’ consideran que los rasgos identitarios de los oprimidos son apropiados por gentes privilegiadas, pero pasan por alto dos cosas: la primera es que la ‘apropiación’ es esencial a toda cultura, siempre mestiza (no existiría la cultura si unos grupos humanos no tomasen prestados elementos culturales de otros y viviríamos en una parálisis civilizatoria). La segunda es que dicha ‘apropiación’ ocurre siempre en dos direcciones, algo que los justicieros sociales adinerados de Estados Unidos parecen haber pasado por alto: pensemos que, en el caso de España, marcas como Pedro Gómez o Chevignon, fueron originalmente signos distintivos del pijo, luego ‘apropiados’ por bakalas y raperos de barrio de los años noventa. Curiosamente, hoy son pijos y modernos de clase media quienes usan de nuevo estas marcas para recrearse en los símbolos de la calle. Como vemos, hay una dialéctica de clase que domina las estéticas de moda entre los jóvenes: primero el plumífero Pedro Gómez fue cosa de pijos, luego se asoció a los macarras de barrio (que aspiraban a apropiarse bienes de consumo caros para agregar valor a su identidad) y hoy son los modernos cool, no precisamente lúmpenes, quienes compran este tipo de abrigos para parecer callejeros.
La cosa consiste en vivir una ‘autenticidad higienizada’, carente de peligro, una simulación de lo auténtico
Tanto Rosalía como C. Tangana parecen fascinados por la vida callejera, pero siempre desde una distancia prudencial; son macarras estéticos. La cosa consiste en vivir una ‘autenticidad higienizada’, carente de peligro, una simulación de lo auténtico. En referencia a este fenómeno, se dice y se sabe que Michael Jackson contaba en su mansión de Neverland con un falso supermercado en el que trabajaban actores a modo de cajeros y reponedores para que el rey del pop experimentase lo que se siente al ir a hacer la compra como una persona normal. En su caso, dicha ficción o simulacro no era una trampa tendida por otros, sino un espacio diseñado para el autoengaño de aquél que se siente descolocado en el mundo real, pero siente la necesidad de ser partícipe de su ‘normalidad’. Este fenómeno no es exclusivo, sin embargo, de celebridades enloquecidas, sino que es omnipresente en el consumo de masas.
Un ejemplo de ello es la gentrificación y el turismo que practican extranjeros adinerados en barrios de Madrid o Barcelona como Lavapiés, Malasaña, el Raval o Poble Sec (o en comunidades “cool” de cualquier otra gran ciudad del mundo). En dichos casos, el turista en cuestión aspira a una experiencia ‘real’ de la ciudad en zonas pintorescas y representativas que, en realidad, han sido reconvertidas en parques temáticos o en teatros de la ‘autenticidad’ para el goce de los elementos no autóctonos (estos pueden incluir también nuevos vecinos nacionales con recursos económicos que aspiran a habitar distritos ‘reales’). Lo mismo ocurre, también, con el consumo de identidades callejeras vinculadas a la estética trash (macarrismo estético), como pueden ser a día de hoy los traperos (tribu urbana asociada a la música trap). En muchos casos, se trata de personas de clase media o clase media alta que se ‘disfrazan’ adoptando códigos y constelaciones estéticas propias de la marginalidad. Cuando hoy me encuentro con un macarra ya no doy por hecho su background socioeconómico, sino que me pregunto: ¿será un tipo duro o un estilista?
Traperos de pastel
Dichas conductas expresan la necesidad de experimentar la vida ‘real’ a través de simulacros en entornos esterilizados que no puedan representar peligro o daño alguno para aquél que los consume; algo que, precisamente, contradice cualquier atisbo de realidad. Dice Ernesto Castro, el filósofo del trap, que uno de los referentes de juventud de muchas de las llamadas trap queens, —las cantantes femeninas de trap— es Yo soy la Juani (2006), una peli de Bigas Luna sobre una chica de extrarradio que aspira a ser actriz dejando el barrio atrás. Digamos que a cantantes como Rosalía les fascina jugar a ser la Juani. Pero jugar como el que va a un parque acuático y se encuentra con unas cataratas tropicales, eso sí, sin bichos, sin tierra, sin frío…donde pueda dar tres pasos para tomarse un refresco o una cerveza con bocata. Lo novedoso, y profundamente posmoderno, es que estas nuevas identidades cool son consumidas tongue in cheek (irónicamente), con plena conciencia de ser simulacros.
Hoy, cada vez más, se interpreta este u otro rol frívolamente, en broma. El sujeto que hace unos años iba de hípster o indie, por ejemplo, se identificaba con su identidad de consumo. Es decir, que de veras creía ser hípster ‘en sí’, lo mismo que el rapero o el heavy (y no hablemos ya de los rockers, quienes dominaron la escena de las tribus urbanas en la España e los ochenta). En España, por ejemplo, los raperos de ‘mentira’ son llamados de ‘pastel’, ‘toys’ o ‘toyacos’; frente a los raperos ‘reales’. En estos términos, recuerdo hace años a un músico decir en una entrevista radiofónica que decía haber vivido en Londres donde ‘había llevado un estilo de vida indie’. Hoy, con lo trash, asociado al trap, como consumo de identidades de extrarradio, muchas personas de clase media tan solo juegan, con plena conciencia de no ser aquello que quieren representar. El 'yo' (como ‘cosa en sí’) y la identidad consumida (representación) están cada vez más desligadas, algo típicamente posmoderno. La representación flota en el aire, sin aparente enganche con la base material.
Ya Cervantes idealizaba la vida libre de los gitanos y muchos burgueses franceses querían cambiar su estilo de vida para imitarles
Es cierto que casi todos los grandes fenómenos estéticos de la cultura pop reciente surgen en zonas marginales. Pensemos en la música blues, el jazz, el rock, el funk, el hip hop, el flamenco o incluso la música house, que surge en Chicago con Djs como Frankie Knuckles, para un público gay compuesto por afroamericanos y latinos, mayormente. Digamos que el mundo de lo marginal cuenta con verdadera crudeza y en estos ecosistemas resulta necesaria una herramienta que compense frente al sufrimiento de una vida mísera: la creación artística. Por otro lado, tenemos la existencia tradicionalmente ‘burguesa’, de clase media y alta, que siente un hartazgo frente a la rutina, las convenciones y la insipidez de las costumbres que procura el estilo de vida convencional.
Ya Cervantes idealizaba la vida libre de los gitanos, y muchos burgueses franceses que querían cambiar de estilo de vida venían a llamarse bohemios puesto que imitaban a los gitanos, que supuestamente provenían de una región de la Europa centro-oriental conocida como Bohemia. Los marginados son necesariamente distinguidos, puesto que no pertenecen a la gran sociedad. Para la persona de clase media los marginados representan la autenticidad y el peligro, elementos que han sido domeñados y reprimidos por la sociedad convencional, que ha pasado a ser segura, al tiempo que aburrida y mediocre.
Simulacros sociales
No obstante, la diferencia entre el hípster y los nuevos macarras estéticos es que el hípster se creía real, mientras artistas como C. Tangana o Rosalía, atravesados de posmodernidad, desconectan su identidad de todo referente material. No quieren engañar a nadie, tan solo se divierten, no son quinquis ‘reales’; ellos lo saben y tú lo sabes. Pero no siempre fue el barrio lo que más molaba, no siempre carecieron de credibilidad las personas por venir de familias bien. Antes de que las tribus urbanas estuviesen sólidamente establecidas en las grandes urbes españolas, la aspiración de muchos era ser pijo. Como ocurre todavía a día de hoy en ciertas provincias —como vestigio de un mundo no globalizado—, lo importante no era ser ‘guay’ o alternativo, sino contar con un estatus económico. Esto obedece a una lógica interna a la comunidad en la que las identidades globales son lo de menos y lo fundamental consiste en ser o parecer una persona importante —por su estatus económico— en la jerarquía local.
Al tiempo que crece la desigualdad y aumenta la precariedad, se imbuye a las clases medias de aporofilia estética.
En poblaciones pequeñas, las personas relevantes son las que pertenecen a familias adineradas, los caciques. Antaño, molaba más ser pijo que consumir identidades globalizadas como puede ser el rapero, el heavy, el rocker, el popero, el hípster o el trapero. Antes de la tiranía de los nuevos medios de comunicación, era más relevante lo local que lo global. Era a finales de los ochenta cuando la gente de barrios obreros se disfrazaba de pija, con sus llaveros de Mafalda, polos Lacoste y zapatos castellanos. Hablo de la época en que ser ‘barriobajero’ era un verdadero estigma. Curiosamente, hoy hemos pasado de dicha tesis histórico-estética, a su antítesis: ser barriobajero es cool. Hoy vemos pijas en chándal por doquier, con cortes de pelo mullet (un corte históricamente asociado a las clases pobres: ya fuesen los gitanos, la white trash estadounidense o los niños macarras del norte de Europa), riñoneras, oros, y una infinidad de artículos estéticos tradicionalmente marginales.
Hay toda una estética de lo cool que domina la actualidad y es encarnada en España por dos figuras que sobresalen de modo eminente: Rosalía y C. Tangana. Y, ¿qué es lo estético? En palabras de Terry Eagleton, “no es aquí otra cosa que un nombre para el inconsciente político: es simplemente el modo en que la armonía social se registra en nuestros sentidos y causa impresión en nuestras sensibilidades. Lo bello es simplemente un orden político vivido en el cuerpo”. Es decir, que lo estético contiene, de algún modo, un mensaje político subliminal. Y, ¿cuál es el mensaje que estas estéticas barriobajeras promueven? Muy sencillo: ser pobre mola. Y, ¿a quién le interesa que la pobreza mole? Pues a las élites económicas y los poderosos del mundo, no precisamente a los pobres. Al tiempo que crece la desigualdad económica y aumenta la precariedad entre las antiguas clases medias, se imbuye a estas de un discurso propobreza, prolumpen, según el cual, lo que mola es ser un quinqui. Y es aquí cuando introduzco un concepto que me parece fundamental: la aporofilia estética.
En 1990 la catedrática de Ética y Filosofía Política Adela Cortina acuñó el término aporofobia para mejor comprender subcategorías de la xenofobia, hoy vemos que es el amor estético a la pobreza el que resulta cool y atrayente en el seno de la cultura juvenil. Y, como ya deberíamos saber a estas alturas, el amor estético por algo representa el cebo ideológico que nos sugiere amar algo no solo estéticamente, sino también materialmente. Traduzcamos explícitamente el discurso estético-ideológico de las grandes figuras pop ya mencionadas; descodifiquemos su recado inconsciente, pongámonos las gafas mágicas que llevaba el protagonista de la película de John Carpenter en Ellos viven (1988): “Ser pobre mola, abraza tu precariedad, no te quejes frente a tu pobreza, ámala; tú pobreza te hará libre, te hará cool”.