Nunca pensé que diría esto de la persona que visitó el Apple Store de Puerta del Sol con Tim Cook para promocionar el lanzamiento del HomePod, momentos antes, además, de que este se reuniera con Pedro Sánchez con el objetivo de atraer inversiones tecnológicas extranjeras. Pero lo cierto es que Rosalía Vila Tobella, la acompañante de Cook en aquella mañana de 2018 y entonces reclamo publicitario para el colonialismo digital, tiene ideas mucho más revolucionarias que buena parte de la izquierda española en lo que respecta al uso de la tecnología. Puede que ello evidencie el materialismo histórico que los marxistas siempre han reivindicado. O simplemente que la artista, por el mismo hecho de serlo, lleve en su seno el fantasma del que hablaban Marx y Engels en el Manifiesto comunista.
En una entrevista reciente publicada en Billboard, ante la pregunta “¿Es Motomami lo más libre que has sentido?”, la primera artista en recibir el premio a la productora del año en los galardones Women in Music, de la reconocida revista especializada en información sobre la industria musical, respondía lo siguiente:
Sí. Cien por cien. Siempre estaba pensando: "¿Cómo puedo ser más libre?" El miedo, lo contrario de la libertad, es el mayor enemigo de la persona creativa. Necesitaba encontrar la razón por la que hago esto. «¿De qué va el mundo? ¿De qué va la vida?» Todas esas cosas importan, y es por lo que hago música.
Rosalía, que trata de motivar a una nueva generación de innovadores del mismo modo en que Silicon Valley convenció a una plétora de ingenieros para que desarrollaran aplicaciones tecnológicas capaces de ‘solucionar’ cualquier problema del mundo, desde el hambre hasta la desigualdad, continuaba su argumento así:
"Intento no tener una idea concreta de cómo debe sonar una canción. En lugar de eso, escojo conceptos, o ilusiones, de cómo me gustaría que sonara. Pero nunca una idea rígida. Eso no es orgánico, ni productivo. Producir también requiere estar constantemente probando ideas".
Probablemente, el marxismo soviético crítico y antiestalinista desarrollado por teóricos poco conocidos en Occidente (como Evald Ilienkov y Mikhail Lifshitz entre otros) estaría de acuerdo con muchas de las afirmaciones de Rosalía. En la revista trimestral Alternativas, publicada regularmente desde hace más de diecisiete años, se puede leer afirmaciones como que las condiciones previas para la nueva sociedad (llámenlo "comunismo") van mucho más allá del proceso de socialización de la producción y el desarrollo de la clase trabajadora.
Para este corriente, los requisitos pasaban por desplegar la creatividad social de las personas de formas harto diversas (desde las innovaciones de un activista, un liberado sindical, un maestro, o cualquiera de las acciones procedentes de las organizaciones democráticas de masas, pasando por aquellas que promuevan las transformación revolucionaria de la sociedad). Pero también les parecía relevante la acumulación y el dominio por parte de los trabajadores de la riqueza cultural humana, sin la cual la actividad creativa en general y la creatividad social en particular serían imposibles. Pensaban en el sujeto proletario como un artista que puede imaginar sistemas distintos al capitalismo y hacer uso del ingenio para crear los mecanismos de coordinación social necesarios para gestionarlo.
De un modo similar, para Rosalía, la organización de la producción va mucho más allá de la mera planificación, incluso de una suerte de comunismo de lujo plenamente automatizado: las tecnologías de producción musical que utiliza tienen como fin la unión de realidades distintas, de mundos de diversa índole, que somete a la posibilidad de cambio en todo momento, a la discusión sobre las distintas oposiciones posibles. Ella hace confluir las tecnologías con la creatividad y la imaginación, como diría Stafford Beer, el cibernético británico encargado de desplegar el primer experimento de socialismo cibernético en Chile, creando cierto orden musical. Usando la metáfora de Van Morrison en otra entrevista reciente, consigue que “la creatividad se imponga al caos.”
Rosalía, reina del puzle pop
Beer, quien fuera amigo de Brian Eno, uno de los primeros músicos en entender el potencial de la creatividad aplicada a la tecnología y que –como David Bowie– estuvo enormemente influenciado por el cibernético, creó en los años setenta una sofisticada sala de operaciones en el Palacio de la Moneda (no había papeles, bolis, ni internet, solo botones y un punto de para apoyar cigarros y vasos de whiskey mientras la información sobre la producción se visualizaba en pantalla bastante artesanas tecnológicamente). Beer lo hizo en el marco del Proyecto Synco, que trataba de organizar la producción del país de una manera similar a como opera Rosalía en su estudio. Durante largas sesiones de 15 horas o más, la artista usa todas los softwares de producción a su alcance para ganar control creativo, buscando los sonidos, arreglos y estructuras adecuados para cada canción.
Como afirman dos investigadores de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) en un trabajo pionero, la creación de Rosalía es como un puzle en el que las múltiples piezas adquieren sentido visual y sonoro en la pantalla de edición del software Pro Tools. Son procesos tecnológicos de producción, en este caso sonora, donde además existe cierta interdisciplinariedad: un productor musical trabaja con un ingeniero de sonido (en este caso, El Guincho hace de compositor, arreglista, diseñador sonoro, técnico de grabación de Rosalía) para dar forma a cada tema. Ocurre igual que en Chile, donde los científicos interactuaban con los trabajadores para optimizar las fábricas y entregarles el control.
El problema, como es evidente, es que las tecnologías musicales actúan como mediadoras entre la personalidad individual del artista y los intereses comerciales de las grandes compañías. Ese colectivo creativo que trabaja con Rosalía, a lo sumo, promueve un concepto de autenticidad subsumido por el mercado que no tiene ninguna potencia revolucionaria. La manera en que el logo de ‘motomami’ viene a sustituir la publicidad de Spotify en el partido del Barça contra el Madrid supone el último ejemplo. Esto es, su proceso compositivo tecnologiza la creación creativa y supuestamente la democratiza, aunque en realidad solo cimenta lógicas como las de competencia (triunfa una artista local, que se hace global gracias esa identidad, subdesarrollando la creatividad de muchas personas) y la centraliza a través de los filtros de adaptación de las plataformas digitales.
Pese a todo, como decía un periodista de ciencia del diario Ara, existen algunos rastros sobre cómo pensar en alternativas si uno se fija en las huellas de Rosalía, quien en su praxis ha cargado contra el ‘big data’ y los algoritmos de creación musical. No asumiendo la receta mayoritaria de recopilar datos para después diseñar mercancías, mayoritaria desde Netflix hasta Spotify, Motomami es un 5 % datos y un 95 % creatividad humana”. De este modo, Rosalía ha conseguido hacer algo que la izquierda ni siquiera ha pensado, lo cual a la postre es la única forma de salir de los imaginarios neoliberales que imponen el “no hay alternativas” enunciado por Thatcher y fetichizado de distintas formas por filósofos como Žižek, Fisher o Jameson.
Podemos culparla por vendernos la moto del DIY (do it yourself), que” ha llegado al panorama de la creación musical aportando una romántica sensación de autenticidad”, como dice el doctorando de la Complutense Daniel Gómez-Sánchez, o incluso por ser una adalid de la industria cultural, empleando los términos de la Escuela de Frankfurt. Pero de algún modo ha mostrado, como demostró Cher cuando politizó el autotune, que la técnica puede abrir un campo para la creatividad. Entonces, ¿por qué no se moviliza para ponerla al servicio de instituciones distintas del mercado?
Izquierda y parálisis tecnológica
La izquierda no dispone de una teoría para desbloquear “la actividad de masas en su punto más alto de creatividad”, como Marx definió a la Comuna de París. No hay nadie pensando en cómo programar la tecnología del modo en que Rosalía codifica la música flamenca, haciéndola inherente a los ciclos de melodía, armonía y ritmo, pero para encontrar soluciones económicas –la abolición de la propiedad privada– a este coyuntura y, al mismo tiempo, liberar las relaciones humanas creativas.
Llegados a este punto, corremos el riesgo de focalizarnos de manera unidimensional en la fábrica, como hacen muchos entre las filas marxistas cuando se oponen ingenuamente al final de las grandes narrativas o metarrativas que anunció Lyotard. Es cierto que existe una ‘fábrica’ de artistas. Se llama Clase Foundry, se aloja en YouTube, una plataforma de Google, y valora –o valoriza– la filosofía del “hazlo tú mismo”, captando parte del talento que está disperso en la mar de vídeos de Internet para potenciarlo con campañas y globalizarlo así gracias a herramientas que optimizan el canal, generan estrategias de marketing musical, producen videos musicales u otro contenido. Ahora bien, ¿por qué no se reconoce el punto proletario de la creatividad que revela completamente el fetichismo de la mercancía para democratizar esta fábrica realmente y entregar el control a los trabajadores del siglo XXI para que construyan las plataformas que consideren necesarias?
Del mismo modo, también podemos errar el tiro si nos fijamos solo en el ámbito del consumo. Aunque sea cierto, como afirman varias investigadoras de la UPV/EHU, que Rosalía ha realizado una estrategia promocional innovadora, con el concierto de lanzamiento de Motomami, emitido el 17 de marzo de 2022, y adoptado las prácticas, recursos visuales y formas de producción propias de los TikTokers, fomentando así un diálogo continuo con sus seguidores, compartiendo partes del proceso creativo (mostrando, sin socializar), incluso comentando sus propios memes. De nuevo, entonces por qué no existen mecanismos de feedback distintos a los del mercado, que fomentan la creación de identidades de marca de artista, de divas modernas, de embajadoras (de lo local a lo global), y en su lugar se democratiza (ahora sí, realmente) la noción de artista revolucionario (que mezcla tradición y modernidad), para crear la obra de arte total en el producto de masas colectivizado.
Precisamente de eso nos hablaba Raymond Williams en un apartado de La larga revolución denominado “El cerebro de cada uno de nosotros crea literalmente su propio mundo”. Ahí el teórico cultural afirmaba que la creatividad individual (todo lo que vemos y hacemos, la estructura general de nuestras relaciones) es parte del proceso que crea instituciones a través de las cuales se comparten los significados valorados por la comunidad. “Esa es la verdadera significación de nuestra definición moderna de la cultura, aquella que insiste en la comunidad”, decía. Es más allá de la figura de una artista que encabeza una vanguardia creativa, como Rosalía, del mismo modo en que Silicon Valley encabeza la vanguardia tecnológica, desde donde podemos pensar en una vanguardia inclusiva donde la creatividad colectiva genere instituciones donde el mercado no tenga la primacía central.
Para ello, la izquierda debe pensar en desbloquear esas habilidades digitales de las que hace gala la productora en una situación como de monopolio, aquellas que le permiten crear un rompedor repertorio donde fusiona jazz y reguetón ("Saoko"), así como un bolero tradicional ("Delirio de grandeza"), para democratizar la libertad creativa y dar rienda suelta un proceso donde cada cual canaliza los sonidos y experiencias que han dado forma a su vida para alcanzar el beneficio colectivo. Solo entonces, volviendo a citar a Williams, “estamos en condiciones de conciliar los significados de la cultura como 'actividad creativa' y 'todo un modo de vida'” para entender nuestras sociedades digitales avanzadas.
Como radiografía Raya Dunayevska en un libro publicado en los setenta, este era uno de los grandes proyectos que debemos recordar del Marx joven y del adulto. Mismamente en los Grundrisse podemos sentir la presencia de una visión magníficamente unificadora de cómo sería el futuro después de la superación de la producción mecánica orientada a la plusvalía. “¿Qué, si no la elaboración absoluta de sus disposiciones creativas… [desembocará en] la evolución de todos los poderes humanos como tales, no mediados por ningún fin previamente establecido en sí mismo”.
Debe emerger un sujeto creativo, regido por un principio creador, para poner fin a la división entre el trabajo mental y el manual. Las nuevas tecnologías, casi de una forma similar a la manera en que Rosalía opera en su estudio, deben cobrar vida como instituciones democráticas y colectivas para que las masas, preparadas para la lucha de “asaltar los cielos”, estallen creativamente como lo hicieron en la Comuna de París. Como trato de argumentar en Utopías digitales (Verso), esta es la única alternativa para esa generación o sustrato social llamada millennial. De lo contrario, no me cabe duda, nos veremos combatiendo en guerrillas climáticas y digitales.
Rapunzel
Vaya empanada de artículo.....impresionante. Le hace usted el diseño y contenido de los cursos de resiliencia a la mujer del presidente?. Anonadada me he quedado.