¿Por qué el mundo odia a los ricos? La pregunta suena fuerte, pero no pierde actualidad cada vez que el cine y la televisión se inundan de propuestas que buscan sátiras ácidas y crueles sobre las clases altas, los ricos y los privilegiados. Quizás porque el espectador busca cierta justicia divina, porque quiere encontrar las grietas en las vidas de quienes lo tienen todo o simplemente desea comprobar también en la ficción que el dinero no da la felicidad.
Sea como sea, la mirada al clasismo interesa y recientemente ha llegado a la plataforma Amazon Prime Saltburn, la enésima propuesta del "eat the rich", una burla provocadora, muy divertida y también algo superficial que se suma a la larga lista de películas o series que ridiculizan al rico: desde la oscarizada Parásitos a la Palma de Oro El triángulo de la tristeza, pasando por series como White Lotus.
En esta ocasión, la directora Emerald Fennell (que debutó en 2020 con Una mujer prometedora) presenta una fábula en la que un joven rico y privilegiado conoce a otro con una historia familiar llena de desgracias. Ambos estudian en la universidad de Oxford, pero mientras que el primero, Felix, cuenta con todas las comodidades imaginables, el segundo, Oliver, sobrevive con una beca que no le permite ni invitar a cervezas a sus compañeros, mucho menos ofrecer rayas en el baño.
Para ayudarle a sobrellevar un verano que pinta bastante triste, el ricachón invita a su nuevo amigo a pasar un verano de ensueño en su castillo: piscina, cenas con esmoquin, fiestas de lujo, desayuno con buffet y la oportunidad de vivir unos meses a cuerpo de rey junto a sus padres, sus hermanos y un primo que disfruta de la misma vida y que, como ellos, nunca da las gracias porque cree merecerse todo aquello de lo que disfruta (criados incluidos).
Saltburn recurre al humor negro para abordar la fascinación que despiertan entre los ricos las historias truculentas y tristes del resto de la humanidad. Cuanto más desgraciados parecen, más exóticos pueden resultar a ojos de quienes más tienen, una mirada crítica al clasismo en la actualidad, ese que tiñe de aparente empatía lo que solo es objeto de entretenimiento, más cercano al disfrute que a la compasión.
Si en su primera película, Una mujer prometedora, la actriz y directora se servía de la venganza desde el principio como hilo argumental, en esta ocasión teje una historia ambientada en los primeros 2000 (la música de MGMT o Arcade Fire se encargan de recordarlo) que mantiene atadas las intenciones vampíricas de un joven críptico, callado y bicho raro cuando vive un verano de ensueño con una familia de ricos a quienes parece que les quedan pocas estridencias por explorar.
Aquí está, para esta redactora de Vozpópuli, una de las observaciones más lúcidas de Saltburn: mostrar cómo la abundancia sin límites ni control y esa ausencia de preocupaciones mantiene a esta familia perteneciente a la alta sociedad bajo los efectos constantes de narcóticos, incapaz de darse cuenta de las amenazas de los depredadores que les rodean, como el mismo protagonista reconoce en un momento del filme.
Saltburn: provocadora pero previsible
Ese joven pobre y desgraciado está interpretado por el brillante Barry Keoghan, que apareció en un registro diferente en la aclamada Almas en pena de Inisherin y que en esta ocasión interpreta a Oliver, un joven inteligente pero con pocas habilidades sociales, que busca la manera de dejar de ser el "becado que se viste con la ropa que compra en Oxfam" -tal y como le describe un personaje-.
Así, se convierte en el mejor amigo de Felix, tan adinerado y despreocupado como inocente, a quien interpreta Jacob Elordi, conocido por su papel en la serie Euphoria o y por dar vida a Elvis en Priscilla, de Sofia Coppola. El reparto, excelente de principio a fin, se completa con Rosamund Pike, Richard E. Grant o Carey Mulligan, entre otros.
Saltburn es divertida, intrigante, tremendamente sexy, irónica y muy provocadora, pero no mete el dedo en la llaga más allá de la superficie, como probablemente le gustaría al espectador, que por momentos puede pensar que toda la puesta en escena, tan sugerente y atractiva, es perfecta para un anuncio de perfumes de marca cara pero que no sacia el interés en una historia en la que a medida que avanza se prima más el estilo que la sustancia.
La nueva película de Fennell funciona como un thriller muy seductor en muchos momentos, que llega directa a entretener, pero que también peca de previsible, al tiempo que no desaprovecha la oportunidad para subrayar con el amarillo más luminoso una trama que el espectador, más inteligente de lo que la directora parece sospechar, ya ha averiguado por sí solo, incluso si se ha quedado adormilado algunos minutos. En cualquier caso, pasa el corte con suficientes méritos para ser disfrutada, y con uno de los mejores elencos que se recuerdan en una película.