Cultura

¿Tiene sentido ser conservador hoy?

Hoy se cierne sobre los conservadores un desafío paradójico: si desean que en el futuro haya algo que conservar, tendrán que reunir el coraje suficiente para hacerse transitoriamente revolucionarios

Hace unos días CEU-CEFAS organizó un congreso sobre el conservadurismo (ellos lo llaman «conservatismo» por razones muy bien fundamentadas que ahora, no obstante, no vienen al caso). Allí se concitaron filósofos, intelectuales, poetas y escritores como Gregorio Luri, Ana Iris Simón, Enrique García-Máiquez, Ricardo Calleja, Carlos Marín-Blázquez o Higinio Marín para hablar, entre otras cosas, sobre el estado del conservadurismo en España y preguntarse, también, si es una alternativa válida para las sociedades contemporáneas.

Antes de divagar, mi conciencia me exige una confesión. Cuando alguien se define como conservador, yo enarco la ceja. Es casi un acto reflejo. Tengo muy presente aquella idea chestertoniana según la cual el conservador es tan sólo, ejem, quien conserva el progreso del progresista. Conservador es, al final, el custodio de la revolución, alguien que vela por ella con menor entusiasmo, pero con idéntico celo que el progresista. En esta definición encaja perfectamente el PP de Mariano Rajoy, que preservó con desconcertante delicadeza todas las leyes impulsadas años antes por Zapatero. Muchos dedujimos de aquella experiencia que el dilema entre conservadores y progresistas es más bien falso, que entre ellos no hay conflicto, sino una estricta complementariedad. El conservador se me aparecía entonces como el mediocentro del progreso: le da un tempo, una pausa, para que no se acelere más de lo aceptable.

Pero uno de los propósitos del congreso del CEU era enseñarnos a los asistentes más recelosos que, si bien hay conservadores que hacen justicia a la caricatura, no todos son caricaturescos. El conservadurismo no consistiría en la conservación acrítica, indiscriminada, del statu quo, sino en la conservación de cuanto de bueno hay en él; no en la preservación del progreso, sino, más bien, como dijo el profesor Elio Gallego, en un constante retorno al origen.

¿Qué es el conservadurismo?

En su intervención, el poeta Enrique García-Máiquez dejó hablar a los grandes teóricos del movimiento. Citó a Russell Kirk, para quien «el conservadurismo es la negación de la ideología» porque «desconfía de los grandes sistemas de pensamiento y prefiere las fórmulas pragmáticas y acostumbradas»; a Peter Viereck, que se refiere al conservadurismo como «un temperamento implícito» y, por tanto, como una «filosofía menos distinta o clara que los otros ismos famosos»; e incluso a san John Henry Newman, quien define al conservador como aquél que profesa «lealtad a las personas y no a las abstracciones».

La ventaja del conservadurismo, a veces también su condena, radica, por tanto, en que no es ideológico. No trata de esculpir la realidad a imagen y semejanza de su sistema; esculpe su sistema a imagen y semejanza de la realidad. El filósofo Higinio Marín, que clausuró el curso, fue elocuente en este sentido: «el Estado sin estatalismo; la nación sin nacionalismo; el pasado sin la nostalgia fetichizante; el futuro sin utopismo».

Sólo siendo metafísico puede el conservador eludir la tentación de ser pacato

Como dice Scruton, el conservadurismo, en tanto que fundamentado en uno de los más universales impulsos humanos ―el de retener cuanto de bueno hay a nuestro alrededor―, es la visión política de la gente normal, de la gente que quiere preservar el modo de vida que ha heredado. Es la política de las personas que, en palabras de Michael Oakeshott, «prefieren lo familiar a lo desconocido; lo actual a lo posible; lo limitado a lo ilimitado; lo próximo a lo distante; lo suficiente a lo superabundante; lo conveniente a lo perfecto; y la risa presente a la felicidad utópica».

Conservadurismo metafísico

Alguien podría replicarle a Oakeshott que para alcanzar lo conveniente es necesario pensar lo perfecto y que para obtener lo suficiente es indispensable buscar lo superabundante. Comparto la objeción, pero me centraré en otro asunto. ¿Qué ocurre cuando lo familiar es también inhumano, cuando en la risa presente entrevemos una desesperanza, cuando el modo de vida que hemos heredado resulta, sin embargo, indigno de preservarse? Si nos atenemos a la definición del filósofo inglés, habremos de concluir que el conservadurismo es una propuesta válida, mucho, para tiempos virtuosos y manifiestamente inválida para aquéllos que, como el nuestro y tantos otros, retozan felices en la desesperación y en la inmundicia.

En este sentido, el filósofo Ricardo Calleja propone un conservadurismo metafísico. Si bien no pudo explayarse al respecto en su intervención, sí consiguió esbozar sus contornos. Antes de preservar lo familiar, el conservador debe reflexionar sobre lo natural; antes de proteger lo particular, debe considerar lo universal. ¿A qué está llamado el hombre en tanto que hombre? ¿Cuáles son las formas políticas y sociales más convenientes para la consecución de su fin? De ese modo, el conservador no conservará lo familiar por ser familiar, sino por ser bueno. Aunque anteponga instintivamente la experiencia al experimento, aceptará que una experiencia opresiva invita menos a la preservación que a la aventura, menos a la mesura que a la audacia. Parece que sólo siendo metafísico puede el conservador eludir la tentación de ser pacato.

Es en este punto cuando la frase antes citada de Newman cobra todo su sentido. Por lealtad a sus hijos, amigos, prójimo, el conservador habrá de entregarse a la tarea de preservar lo bueno, ciertamente, pero sin descuidar la de sublevarse contra lo malo; podrá recelar de todo cambio, por supuesto, pero las circunstancias le forzarán acto seguido a aceptar su urgencia. Hoy se cierne sobre él un paradójico desafío: si desea que en el futuro haya algo que conservar, tendrá que reunir el coraje suficiente para hacerse transitoriamente revolucionario.

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