“Cuando empezamos esta integral éramos un cuarteto; ahora somos otro diferente”. Éstas fueron las palabras del primer violinista del Cuarteto Gerhard, Lluis Castán al finalizar el último concierto dedicado a los Cuartetos de Shostakovich que a lo largo de tres ediciones de la Quincena Musical han abordado en el Museo Chillida-Leku. Para ellos y para los melómanos, se cierra un ciclo, casi una peregrinación musical en un marco muy especial y -creo yo- absolutamente idóneo que, probablemente, también ha contribuido a reforzar la intensidad de sus prestaciones y la comunión con los asistentes.
Culminar esta integral con los dos últimos cuartetos del ruso el año en que se conmemora el centenario del nacimiento del artista donostiarra, redobla esa sensación de labor terminada, de misión bien cumplida y nos lleva inevitablemente a reflexionar sobre los puntos comunes entre el músico y el escultor e incluso sobre algunas diferencias que, como en esas aparentes paradojas de Chillida, no hacen sino acercar sus horizontes.
Pocos creadores hay más marcados por su contexto político que Shostakovich. Su relación con el régimen soviético fue modificándose desde la ilusión de su juventud, alimentada por la apertura de una primera época en que las vanguardias eran toleradas como propaganda, pasando por un periodo de ostracismo, represión y vigilancia al que le relegó el totalitarismo stalinista a partir de 1936, para terminar uniéndose al partido en 1960, acto que ha sido juzgado de diversas maneras en función de la ideología de quien analizara los datos. En cualquier caso, su libertad de acción era realmente pequeña. Como es bien conocido, Shostakovich tuvo que componer mucha música por encargo y a mayor gloria del régimen. Pero lo que también es una evidencia es que compuso una gran cantidad de partituras “para el cajón”, es decir, sabiendo que no se estrenarían y que se convirtieron en una suerte de diario musical donde, a partir de sus vivencias y sensaciones íntimas, creaba un mundo enteramente libre. Sus cuartetos forman precisamente parte de este corpus y si bien el primer contacto con esta tipo de formación data de 1931, su primera composición completa para cuarteto de cuerda nace en 1938, en un momento de gran represión estética para sus composiciones públicas.
Los dos últimos cuartetos datan de 1973 y 1974 respectivamente, cuando Shostakovich se halla enormemente debilitado por la enfermedad. En el primero de ellos, el compositor abandona el lenguaje dodecafónico empleado en el n.º 12 y también un sistema experimental de escritura con fusión de estilos y recursos que caracteriza al nº 13, para escribir una obra que mira al pasado desde su tiempo, que instala un clima casi “dieciochesco” y galante desde una estética plenamente actual. En el Cuarteto nº 15 no hay lugar para mirar atrás: Shostakovich mira a la muerte a los ojos y toma el pulso al futuro, a su futuro, componiendo una estremecedora obra en seis movimientos lentos, que nos hacen pensar en un trasunto nihilista de Las siete palabras de Cristo en la Cruz de Haydn.
En esos años, Chillida se encuentra trabajando en la que quizá sea su obra más paradigmática: El peine del viento. Al fondo de la bahía de la Concha, en ese lugar en el que el espacio se hace audible gracias al viento y al mar, consigue erigir en 1977 esta escultura que en realidad son tres: presente, pasado y futuro, un futuro que no habla de muerte, sino de horizonte infinito. Soñaba desde veinticinco años atrás con colocar una escultura en ese punto, a modo de arpa del viento, de resonador de vibraciones múltiples que incluso debía comportar un órgano marino, formado por siete tubos afinados cada uno de ellos con una nota diferente. Como nos cuenta Nausica Sánchez, la Responsable de Investigación del Museo Chillida-Leku, fue el compositor Luis de Pablo quien le disuadiría, pensando en la incompatibilidad del nivel sonoro con el descanso vecinal.
La música siempre está presente en la vida y la obra de Chillida. La música como organización sonora, ya sea producto de los sonidos naturales o incluso de los ruidos de la materia con la que trabaja, como los golpes sobre el hierro y sus vibraciones, ya sea la construcción artística que para él es inseparable de otras disciplinas, como la arquitectura. Y en ese sentido su modelo e inspiración es Bach. Como para Shostakovich. En los últimos años de la vida del escultor en su estudio sólo sonaba Bach y a él le dedicó numerosos homenajes desde su producción temprana, como Contrapunto, de 1953. Lo mismo que Shostakovich lo homenajeó expresamente en sus Veinticuatro Preludios y Fugas y de forma implícita en tantas y tantas obras en las que se inspiró del contrapunto del alemán.
El Museo Chillida-Leku está situado en un paisaje amable, de suaves colinas, con varios caminos ascendentes que llevan al caserío Zabalaga. El visitante es recibido por toda una serie de esculturas más o menos monumentales que jalonan los senderos o nos apartan de ellos. Nos podemos adentrar por el prado y acercarnos, o contemplarlas desde diferentes perspectivas: “Siempre nunca diferente pero nunca siempre igual”, como dijo en el Saludo para Bach. Podemos componer nuestras propias variaciones. Tocar las esculturas y disfrutar del contacto con la materia. Todo parece una invitación a sentirnos cómodos en un entorno apacible y acogedor en el que el anfitrión nos deja actuar como en nuestra propia casa. Y adentrarnos en ese precioso caserío rehabilitado con materiales naturales para que las esculturas reflejen la luz, la dejen atravesarlas, entren en diálogo y nosotros con ellas. El silencio suena en torno a las esculturas y el espacio se hace vibración sonora.
Los conciertos adquieren una dimensión única en este lugar e incluso me atrevería a decir que quedan revestidos de un halo especial: los músicos tocan entre esculturas, el sonido ocupa cada rincón y se cuela por esos huecos y cavidades de las obras. Y tanto los intérpretes como el público siente las vibraciones de cada nota de manera particularmente intensa.
En este marco, los Gerhard ofrecieron un concierto memorable. La habitual profundidad de sus interpretaciones se había revestido de la madurez que les ha proporcionado estudiar todos los cuartetos de Shostakovich. Y a estas alturas saben tocar como pocos en ese lugar: disfrutan de cada resonancia, saben hacer durar cada silencio lo que merece ser escuchado y estoy segura de que casi sienten a las esculturas como miembros de su grupo. Ese homenaje que Shostakovich rinde a los dos únicos supervivientes del Cuarteto Beethoven en el momento de la composición de la obra, el primer violín Dmitry Tsiganov y el violonchelo Sergei Shirinski en ese larguísimo dúo del segundo movimiento del Cuarteto nº 14 nos fue transmitido con una atmósfera de especial emoción e intensidad por Lluis Castán y Jesús Miralles. Un final de una belleza sobrecogedora y que supieron interpretar con el punto justo de contención en la expresión nos preparó para ese testamento que es el Cuarteto nº 15. Imposible no pensar en la resonancia del hierro desde la Elegía inicial, con esas notas sin vibrato, y también en esa Serenade terrible, en la que cada instrumento va pronunciando una nota con un crescendo casi insoportable hasta llevar el sonido al extremo, lo mismo que nuestros nervios. Una nota tenida del violonchelo aguanta todo el edificio para que el violín se retuerza y grite entre las vigas de madera. Sólo en el Nocturno tenemos un poco de descanso, un poco de paz y de equilibrio, antes de lanzarnos a la Marcha fúnebre que compuso para sí mismo, en la que la soledad del violonchelo no es sino un trasunto de su propia soledad ante la muerte. El Epílogo es un compendio de temas anteriores, como un montón de imágenes del pasado que se agolparan en los últimos momentos de vida. Los instrumentos se debaten contra el silencio una y otra vez para, finalmente, acatarlo.
Un viaje iniciático el que han vivido los componentes del Cuarteto Gerhard -y su público- a lo largo de estos tres años y que no hubiera sido lo mismo si en otro escenario distinto. Ellos han hecho sonar la música de Shostakovich y Chillida la ha hecho resonar.