Cultura

¿Ha sido el monoteísmo una desgracia para la humanidad?

¿Reivindicar el paganismo en pleno siglo XXI, cuando ya no queda nada sagrado por profanar y la ciencia, además, nos ha revelado que el mundo es tan sólo lo que parece ser?

  • Detalle de la creación de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel.

Ya he comentado alguna vez en este foro que estoy misteriosamente condenado a la inoportunidad. Descubro a escritores, grupos de música, pintores que merecen mucho la pena en el preciso momento en el que ya han pasado de moda, en ese momento en el que ya no despiertan entusiasmo y sí, más bien, un sentimiento que está entre la indiferencia y el tedio. Esto mismo me ha ocurrido con Julian Barnes, un novelista bendecido con una aguda sensibilidad filosófica y una admirable facultad para crear personajes complejos, poliédricos como la vida misma, bien distintos a esos otros esquemáticos, arquetípicos, de cartón piedra, que proliferan en la literatura contemporánea.

Después de haber leído a esprint casi todo lo de Barnes, llegué a Elizabeth Finch, su última obra, con ciertas expectativas. Y puede decirse que las colmó, a pesar de esa cuestionable por adormecedora segunda parte. Me sumo entusiasmado a los elogios de John Self en 'The Times': «Seguiré recordando a Elizabeth Finch cuando la mayor parte de los personajes que he conocido este año se han borrado de mi mente sin dejar rastro». 

Pero yo no quiero analizar literariamente la novela, tarea que ya han acometido personas más doctas que yo. Prefiero detenerme en una de las ideas, tan sugestiva como extemporánea, que defiende su protagonista. Según ella, el cristianismo, en tanto que monoteísta, supuso una desgracia para la humanidad, que habría agradecido la pervivencia de un paganismo que implicaba pluralidad y tolerancia: 

"―Monoteísmo ―dijo Elizabeth Finch―. Monomanía. Monogamia. Monotonía. No hay nada bueno que empiece así (…) Los antiguos dioses de Grecia y Roma eran dioses de luz y de gozo; los hombres y las mujeres comprendían que no había más vida que esta, que era aquí donde había que hallar la luz y el gozo, antes de que la nada nos envuelva. Esos nuevos cristianos, en cambio, obedecían a un Dios de la oscuridad, del dolor y de la servidumbre; un Dios que afirmaba que la luz y el gozo solo existían después de la muerte, en ese cielo de Su creación".

¿Reivindicar el paganismo?

Quizá la tesis de Barnes ―perdón, de Finch― resulte desconcertante. ¿Reivindicar el paganismo en pleno siglo XXI, cuando ya no queda nada sagrado por profanar y la ciencia, además, nos ha revelado que el mundo es tan sólo lo que parece ser? Erraríamos, sin embargo, si concluyéramos que estamos ante la extravagante tesis de un hombre insensato. Barnes, que coincide en esto con muchos filósofos modernos, sabe muy bien por qué lo dice. La diferencia esencial entre el monoteísmo y el politeísmo no es, como cabría suponer, que el primero afirme la existencia de un solo Dios y el segundo, en cambio, de un puñado de dioses. Los romanos no creían en Júpiter como nosotros creemos en Cristo. Los nórdicos no creían en Thor como nosotros creemos en el Espíritu Santo. Como señala Ratzinger en Introducción al cristianismo, «en la filosofía antigua hubo ateos filosóficos (Epicuro, Lucrecio, etc.) y también filósofos monoteístas (Platón, Aristóteles, Plotino), pero todos eran politeístas desde el punto de vista religioso». La diferencia fundamental estriba, por tanto, en que uno es un credo y el otro un mito, en que el monoteísmo está abierto a la inmensidad del orbe y el politeísmo, por el contrario, confinado en la estrechez de un pueblo. 

Tal vez ahora podamos comprendamos mejor la idea de Barnes. El monoteísmo, en tanto que poseedor de una verdad valiosa para todos los hombres, procurará extenderla por doquier. El envés de la universalidad sería la imposición. A la feliz idea de un único Dios le seguiría la infeliz realidad de la cruzada. A la razonable creencia en un Dios verdadero le seguiría el cruento drama de las persecuciones en su nombre. Allá donde había coexistencia pacífica, el monoteísmo provocará conflicto; allí donde había tolerancia, imperará la intransigencia. 

El monoteísmo, en tanto que poseedor de una verdad valiosa para todos los hombres, procurará extenderla por doquier

Pero el lector más atento habrá entrevisto aquí la sombra de una idealización. La civilización grecolatina era por momentos muy incivilizada. El infierno en la tierra ha existido; se llamó Cartago. Los paganos perpetraban dentro las crueldades que tal vez se ahorraban fuera. ¿Y qué decir del cristianismo? ¿Acaso la universalidad degenera necesariamente en opresión? ¿Acaso sólo significó estancamiento y oscuridad? Dejemos que responda G.K. Chesterton: «El nuevo universo presentaba una característica que es preciso entender desde el primer momento: era más grande que el antiguo (…) Santo Tomás podía entender las partes más lógicas de Aristóteles, pero es dudoso que Aristóteles hubiera podido entender las partes más místicas de santo Tomás».

La religión ya no sólo era costumbre, sino sobre todo credo; ya no sólo mítica, sino también verdadera; ya no sólo popular, sino también razonable. El monoteísmo cristiano tendió un puente entre el poeta y el filósofo, entre el mito y el logos, entre la imaginación y la inteligencia. Partía de la razonable premisa de que lo que es verdad en Israel debe serlo también en Roma y de que la existencia de un solo Dios implica la inexistencia de muchos dioses. Sólo una mirada muy torcida puede percibir como retroceso semejante avance.

 

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