Preocupado por la ética de cierta estética que desborda lo meramente formal, el músico Nick Cave, después de asistir a una presentación de Madre e hijo en Nueva York escribe: "A lo que asistimos durante ese tiempo es a una cosa de una tal belleza, de una tal tristeza, que llorar, para mí, fue la única respuesta adecuada" [1]. Sokurov trabajó en la televisión desde 1969, como ayudante de realización, compartiendo con la cultura eslava una tradición perceptiva y una tecnología de primera fila. Tarkovsky, Elem Klimov (Ven y mira, 1985), Sergei Loznitsa (Polustanok, 2000), Andrey Zvyagintsev (El regreso, 2003), por no hablar de Dovzhenko y los clásicos de las vanguardias anteriores, son algunos ejemplos de esta potencia en el campo poético y narrativo de la imagen. Tal vez no acabemos de entender, de la música a la ciencia, lo que es la cultura rusa desde hace mucho tiempo, antes, durante y después del comunismo. Seguimos imaginando un país encharcado en la violencia, la corrupción, el despotismo, la impunidad de las mafias y la tiranía de las desigualdades sociales. Es difícil negar todo eso, como en otros tantos países, pero nuestra percepción del conjunto ruso está contaminada por una vieja rivalidad, anterior a la guerra fría y al conflicto en Ucrania.
De cualquier modo, si una televisión refleja siempre a su audiencia, el buen cine rompe el espejo de ese mecanismo reflejo. Estética aparte, ya el carácter problemático de El arca rusa (2002) tiene que ver, además de una estructura formal agotadora –un solo plano secuencia de 96 minutos-, con una incómoda reivindicación de la historia rusa, incluido el zarismo, como algo no mimético de los valores occidentales, ni europeos ni estadounidenses. Y que alguien nos recuerde la potencia cultural de otro mundo, ahí al lado, es difícilmente soportable para nosotros. Tal vez sea la tradición de la imagen rusa, heredera de los iconos, del constructivismo y el suprematismo; también la prohibición del "formalismo", por parte del régimen soviético, lo que facilita en Sokurov una continua vuelta al desorden de la percepción, de una sensibilidad hospitalaria con lo indefinible. Lo que no tiene concepto sólo puede tener imagen, más una palabra poética que se entrega a la tensión de la forma. En Madre e hijo, en la maravillosa Taurus (2000), encontramos la rareza de una percepción que palpita libre de modelos de encuadre, lejos de la opinión profesional y la habitual la criba del saber. Las imágenes de Sokurov, como las de Malick, demuestran la importancia de ser casi ciego en la cultura contemporánea, inmune a los rituales de poder. Se trata, incluso en San Petersburgo, de vivir muy aislado para poder ver de otro modo y mantenerse en "un laberinto en el cual se está viajando siempre" [2].
Para este tipo de videntes se trata de sostener una percepción que perfora lo visual, la realidad subtitulada que nos rodea. Poner la alta definición al servicio de una elemental saturación real, problematizar la nitidez con una cercanía táctil. ¿Es otra cosa, ya a primera vista, Madre e hijo? Explicando la asombrosa perforación de nuestro nihilismo visual y cultural, Cave comenta: "Es un film sobre la muerte, sobre el Amor y sobre la Gracia. El amor, entre la madre y su hijo, trasciende la forma común del amor en aquello que es purificado por la inminencia de la muerte" [3]. Se trata entonces de las imágenes que sólo puede tener alguien que está en el último minuto, un momento naciente que siempre se parece algo al primer omento del universo. En todo caso, el ojo y el oído se sitúan en una cercanía con el esplendor mortal que es escasa en la cultura occidental.
El resultado es que este tipo de creadores invaden directamente el sistema nervioso, sin el tedio de una historia que seguir, de ninguna información que registrar. El muestrario en claroscuro de lo percibido es llevado a concepto, directamente desde el encuentro. De ahí esa cualidad hipnótica de Madre e hijo, pero también de Hubert Robert, una vida afortunada (1996). Trabajando nuestra ancestral disponibilidad para el hechizo, Sokurov nos propone escapar de la violencia del mundo moderno con la violencia de la sensación, del acontecimiento sensitivo. Se trata de la verdad de lo que irrumpe, quebrantando los esquemas generales, para que la vida vuelva a reiniciarse. Para lo cual es necesario despegarse de la cronología que guía y subtitula la percepción habitual para volver a sentir como si el día estuviera empezando, aunque sean las siete de la tarde. Esto explica que en algunas obras cinematográficas cada encuadre parpadee con un espesor inmovilizado que, a la vez, sugiera muchos otros planos. Sin darnos respiro, gravita en tales imágenes una intensidad que nos obliga una y otra vez a recordar anteriores escenas y revisarlas. En tal punto el programa de Sokurov podría ser éste: desesperadamente, por los medios que sean, liberar a la sensación de la opinión, ese dictado de una visibilidad subtitulada por la información.
Con nuestra Ilustración occidental, un poco añeja, es difícil estar a la altura de este barrido casi atemporal por el mundo, un travelling que nos parecerá excesivamente místico
La inmanencia natural está en Sokurov más cerca del milagro que de la ley, latiendo en una trascendencia terrenal que no puede tener descanso. Es innegable un carácter elegíaco de estas narraciones, como si todo estuviera en peligro y, al mismo tiempo, "salvado" por la proximidad misma de esa pérdida. Se canta lo que se pierde, es cierto, pero en Madre e hijo se ha perdido el universo entero antes de poder recuperarlo en un día transfigurado que es hermano de la noche. Imitando a la naturaleza, el arte es lo único que conserva; pero dejando ser, dejando caer a las cosas en su fatalidad. El exterior natural permanece –ahí radica "la esperanza"-, porque tiene en su constante tragedia la cifra de una posible resurrección. Su sustancia es el accidente, la fragilidad convertida en monumento. De ahí que hasta los árboles en Madre e hijo brillen con una luz irreal. Así como la hierba, los rostros y las nubes, tan cercanos a la percepción de Tarkovsky y de muchos pintores. Con nuestra Ilustración occidental, un poco añeja, es difícil estar a la altura de este barrido casi atemporal por el mundo, un travelling que nos parecerá excesivamente místico.
Impresionan en Madre e hijo esos cielos inquietos, que apenas conocen descanso, a la manera de Kaspar D. Friedrich. Cielos en crisis, como si también en ellos pesara una hora incierta del día. A la cinta de Sokurov le acompaña un constante rumor de lluvia. Pero no llueve, como si la tierra misma padeciera nuestra patética indecisión. En el verde de las praderas salpicado de abedules, bajo un fondo sonoro de cuervos y tormenta, resalta la silueta de árboles solitarios bajo una luz amarilla, como en una estampa china. Podríamos decir que en Madre e hijo no ocurre nada, pues apenas hay acción. Sólo la espera y el diálogo discontinuo, el llanto entrecortado, el paseo luminoso de la madre en brazos del hijo. Únicamente pasión, el acontecimiento de un tiempo en estado puro donde, a cada paso, todo resuena. "Creación maravillosa", dice el hijo ayudando a morir a su madre: pero ella, y la naturaleza, no deja de gemir como un animal en trance. La tierra entera parece llena de estancias, como una vieja casa que cruje. Cielos de tormenta, en parto perpetuo, sugieren que el tiempo mismo es el que sufre al pasar de un estadio a otro, de un momento a otro, de una escena a otra.
No exactamente por su tema, ni por su perfección técnica, sino por lo que ocurre cuando no pasa nada, Madre e hijo es una de las películas más hermosas que podemos ver en mucho tiempo. Con el matiz minucioso de un cuento, se recorre en ella el desamparo del hombre ante la muerte. También la soledad de los que se aman, en el borde del estruendo mundano y entregados a los sonidos de la tierra. Pero todo esto en un escenario de belleza natural sobrecogedora, que recuerda el aspecto del mundo en el mediodía de un último día. El hijo dice: "¿Te has quedado dormida? Cuéntame algo". Y más tarde: "Nos reuniremos, ahí, ¿de acuerdo? Donde acordamos. Espérame. Ten paciencia, querida mía". ¿Una espiritualidad de los sentidos? Lo sobrenatural carga el espesor de cada ser, su milagro sin semejanza. Duda metódica inicial, ya en la percepción: "La vida del hombre es como la hierba", se dijo en otro tiempo.
"Temo a la muerte", dice ella. Pero no hay nadie en el cielo y así los estertores de una anciana se mezclan con un cielo que delira en un brillo irreal. Ella no quiere que llegue la primavera. No tiene nada que ponerse, absolutamente nada. Su gabardina apesta. La primavera, sin embargo, ya está ahí, en la claridad límbica de los campos. Y esta luz hace más cruel la partida. Como en los cuadros de De Chirico o Hopper, parece que la angustia del hombre es más irredimible en medio de un aire radiante, pues entonces no tenemos ni la disculpa del invierno ni el amparo de unas sombras que nos permitan un respiro.
Rostros expresionistas a la manera de Velázquez, inexpresivos al modo de Kafka. Y siempre, también en la magnética Fausto (2011), la pintura de los clásicos intentando captar esos seres humanos que deambulan en casas arruinadas, en ciudades desconocidas, en campos sin nombre. El amor, como la bondad misma, es lo más peligroso del mundo, recuerda Madre e hijo, pues nos enlaza con lo incorpóreo que habita en los cuerpos, con el halo de su imperfección. Hay en este largometraje un exceso de dulzura, en todas direcciones, por el cual los dos seres hermanos no pueden ni habitar la tierra plenamente ni tampoco dejarla sin una desgarradura. Sin culpa alguna, cometen así todos los errores, aunque las víctimas no sean aquí necesarias ni sirvan a causa alguna.
De mañana Ella y Él se dan cuenta de que han soñado lo mismo, con unos músculos que siguen vencidos por el sueño durante el resto del día. La vida de sus cuerpos se mezcla con el sueño real que les rodea. Todo ello entre escorzos de madre e hijo, ángulos traídos de la pintura –Mantegna, El Greco- que refuerzan la impresión de unos seres situados entre la noche y la vigilia. El sueño, también el de esos alucinantes campos en flor, se presenta como una metáfora de la muerte. Una muerte anterior, en la que ya se está, que viene suavemente hacia nosotros, como si fuéramos sus hijos.
Hay en la belleza de estas imágenes un erotismo de lo ausente que acaba posándose sobre los cuerpos. Recordemos por ejemplo esas "crisis de ausencia" del protagonista de Padre e hijo (2003), cuando sin embargo la radiografía del tórax no revela nada. La muerte no es en Sokurov un hecho terminal, sino la dificultad de ser que llena cada día. Imposibilidad que, para poder vivir y morir como hombres, hay que abrazar. Por eso el hijo peina a su madre como si fuera una niña, la saca a pasear en brazos por radiantes veredas desiertas, envuelta en una manta que no deja de recordar al Santo Sudario. El que era Hijo ha de hacer de Padre. El que sea Padre, pronto será otra vez Hijo en esta rueda de las estaciones. Ancianos y jóvenes están hermanados por descender ambos de algo que está entre nosotros, pero no es nuestro.
Ella está enferma. Pero de nada que se sepa, de nada que se pueda curar. De vivir tal vez, como la protagonista de India song de Duras. El hijo llega incluso a darle un líquido en una botellita, como si fuera una niña, como si su dolencia no fuera nada. "Nuestra película –dice Sokurov-, al contrario que La Piedad, pone a María en brazos de Cristo. No es una simple metáfora... Casi nadie tiene, hoy día, unos brazos donde poder descansar, donde caerse" [4].
Este director de cine piensa por medio de la percepción. Está empujado, comprometido por el sentir, no por teorías o conceptos. Si se tratase de conceptos, habrían sido creados en un encuentro desnudo con lo real. Y nadie debería imaginar que esa es una forma menos precisa del pensamiento. El cineasta ruso parece decirnos que para restablecer la piedad en este mundo implacable, es preciso renovar un pacto con el diablo de la alteridad, con aquello por lo cual antes se quemaba a las brujas. Como si fuera preciso creer que el vértigo, incluso lo monstruoso, también necesita de nuestras preces. Es posible que, cerca de algunos clásicos rusos, Sokurov piense que hay cierta clase de bestialidad común, sin imputación posible, que sólo se aplaca queriéndola.
Igual que otros trabajos de Sokurov, Madre e hijo manifiesta un interés absoluto por el saber religioso, por lo que la religión tiene de conocimiento, de ciencia imposible del ser único que desciende. Al mismo tiempo, como se insinúa en Moloch, la religión frenaría los planes totalitarios del hombre, de un poder estatal que siempre es temible. Se trata en todo caso de una religión que, como en el Dostoievsky de Páginas escondidas (1993), no nos ahorra nada, pues reconforta solamente después de la perdición, con una inversión del mal desde dentro. La religión, también la cristiana –con cuyo núcleo tiene el propio Nietzsche una relación harto ambigua- no ha dejado de generar un ateísmo febril que se pliega constantemente al perfil de lo real, que busca y escudriña el espectro de lo terrenal. De cualquier manera, en ninguna película de Sokurov la muerte es algo que esté al otro lado, al final de un proceso, tras el espejo del día. Por el contrario, es lo que se abre como espacio del hombre, en medio de una naturaleza alucinógena que exige una tecnología puntera.
En Madre e hijo los protagonistas son también el viento, los chillidos lejanos de aves, las notas de música perdida, los ecos de tormenta. Siempre sombras de otras cosas, sones de otras partes. En cada momento, todos los momentos; en cada lugar, todos los lugares. Como si el hombre habitara un desierto enormemente poblado, un piano antiguo que resuena a cada paso del tiempo. El sonido es el alma de las imágenes, dice Sokurov, quien concibe un cine donde se pudiese apagar la imagen para quedar sólo el fonograma, como la radio de la película. De los viejos días de radio de la cultura rusa de los años sesenta –teatro, ópera, trabajos sobre Wagner- proviene en Sokurov esa densidad de las bandas sonoras, un encuadre sónico donde zumba un cruce continuo de frecuencias de onda. De ahí y de la idea de que el oído, frente a la imagen, "todavía no está gangrenado por la mediocridad ambiente". Pero la música y lo sonoro no debe dominar a la imagen, a diferencia de lo que tal vez pensaría Cage. Son mundos distintos que están en permanente tensión, coexistiendo, y que sólo de vez en cuando se funden en un dueto [5].
Guerra contra el realismo óptico
Por esta misma razón, Sokurov mantiene una guerra sin cuartel contra el realismo óptico, dominado por el enfoque y el ordenamiento "extremadamente simple y breve" de lo visible. Realismo dominado por la perspectiva y la jerarquía cartesianas, por el antropomorfismo, la organización visual de los efectos y la vigilancia. Paul Virilio se ha ocupado con frecuencia de este mecanismo de coacción perceptivo. De lo óptico –dirán Virilio y Baudrillard- a lo panóptico del control sólo hay una diferencia de grado. Para rozar una mirada háptica, donde el sexto sentido, el sonido e incluso el tacto, vayan por delante de la vista, Sokurov ha llegado a diseñar técnicamente objetivos que rompen la impresión visual habitual. Desde luego en Madre e hijo –se ha especulado hasta el infinito sobre la tecnología de las lentes- y también en La piedra (1992), la película sobre Chéjov.
Los escenarios están empañados por el afecto, pues en Sokurov el cuerpo de cada cosa es siempre metáfora de otra, una encarnación de algo perdido. En El procedimiento silencio, Virilio se ha extendido ampliamente en la complicidad del arte radical contemporáneo y los medios de formación de masas, con su "percepción a sangre fría" y esa habitual fascinación por el cuerpo narcisista que sufre, atormentado en una cámara más o menos automática. En Sokurov, no obstante, el cuerpo del hombre no es nunca privado, sino siempre una envoltura de algo ausente, encarnación de algo que no es de este mundo. Al modo de las figuras flamígeras de El Greco, tan admirado por Sokurov, también aquí el hombre oscila como una llama, como si no estuvieran del todo presente, a punto de ascender o recién descendido de otro mundo. De manera que la espiritualidad de estas narraciones, su religión intuitiva, se coaliga con un materialismo espectral, ondulatorio. Una trascendencia puramente enigmática se encarna en los cuerpos, tensando su presencia.
La tesis implícita de Sokurov es que la literatura moderna, de Flaubert –Salva y protege (1989)- a Bernard Shaw, ha sido construida con esa tela, ese pliegue del tiempo sobre sí mismo. No se trata tanto de otra variación del sentimentalismo como de una suerte de dureza optimista. Si es sentimentalismo, no es fácil ni lacrimógeno. Si al poco de nacer el hombre es bastante viejo para morir, como dice Heidegger citando a Böhme, también es cierto que mucho después de haber nacido el hombre sigue siendo un niño ante la muerte. Éste es el estado de Ella para su hijo, quien ve cómo su madre va a morir siendo una niña. De hecho, la lleva en brazos por campos encendidos como si fuera su hija. Hijos y padres siguen siendo pequeños bajo un cielo que, si es protector, lo es arrojando a sus criaturas todas las preguntas. En el final de Madre e hijo el primer plano de la mano arrugada de la madre, y después del cuello de Él, contraído repentinamente de dolor ante el cuerpo yacente, es digno de un estudio muscular del sufrimiento, al estilo de Durero o Leonardo.
NOTAS
- Nick Cave, "Lloré de principio a fin". En Aleksandr Sokurov,Elegíasvisuales, Maldoror, Madrid, 2004, p. 58.
- Aleksandr Sokurov,Elegíasvisuales, op. cit., p. 81.
- Ibíd., p. 76.
- "Naturaleza y esperanza". Entrevista con A. Sokurov en Barcelona, 2 de junio de 2004. Está recogida como material adicional en la edición española deMadree hijo en Intermedio, 2005.
- "Desafío a la perspectiva". Entrevista en Barcelona, 2 de junio de 2004. Intermedio, 2005.