“Acabar con la raza de los Borbones”, ese sería el propósito confesado del asesino. Ha pasado el tiempo en una taberna cercana a la Ópera, esperando el entreacto, porque sabe que damas y caballeros saldrán entonces a la calle para airearse. Tiene perfectamente identificada a su víctima, un hombre ya cuarentón pero de muy buena planta, elegante como un dandi, porque todo París conoce al duque de Berry, hijo favorito del que sería último rey Borbón de Francia, Carlos X.
Nadie en cambio conoce al asesino, un bonapartista furibundo llamado Louis Louvel. Napoleón sigue gozando de una popularidad que jamás alcanzaron los Borbones, tiene miles de incondicionales, muchos son famosos guerreros que lucen las medallas de los días de gloria, pero Louvel no ha visto el sol de Austerlitz, no ha sido soldado. Es un simple trabajador, un guarnicionero que no ha blandido más arma que la lezna con la que cosen el cuero. Y esa es el arma letal que lleva envuelta en un trapo para cumplir con su misión histórica en los inicios de 1820.
Un reportero extraordinario, Chateabriand, nos ha dejado la crónica del suceso “Un hombre que venía del lado de la calle Richelieu… se echa sobre el príncipe en el momento en que, volviéndose para entrar en la Ópera, le decía a su esposa la duquesa de Berry: adiós, nos vemos enseguida. El asesino, apoyando la mano izquierda sobre el hombro izquierdo del príncipe, le golpea con la derecha en el lado derecho, un poco por debajo del pecho”.
Sorprendido y desconcertado, el duque le dice a su agresor: “¿A qué viene ese puñetazo, señor?”. Louvel escapa, el duque se derrumba, la duquesa lanza un alarido y se desmaya. En volandas llevan al herido al interior, al palco del rey, que en ese momento es su tío Luís XVIII. El monarca ve regresar el trágico pasado: Luís XVIII ha vivido la ejecución de su hermano, Luís XVI, y de su cuñada María Antonieta, y también la muerte inicua del heredero, el Delfín que debería haber sido Luís XVII, muerto a los 10 años en una celda del Temple. Y ahora ve llegar desangrándose al sobrino que aseguraba la dinastía, porque Luís XVIII no tiene hijos.
“No se preocupe, tío, Marie Caroline está embarazada, mi hijo nacerá en unos meses”, intenta tranquilizar al rey el duque de Berry, que mantiene una gran sangre fría en la dramática circunstancia y que incluso, como buen caballero, se manifiesta magnánimo aún en el infortunio. “Que indulten a ese pobre diablo…”, le pide a Luís XVIII. “El hijo del milagro”, como le llama Lamartine, nacerá en efecto meses más tarde, pero será un perpetuo aspirante al trono sin fortuna, sin ninguna posibilidad de restaurar la dinastía borbónica en toda su vida.
El teatro, culpable
El antepalco real se convierte en habitación de hospital y cámara mortuoria. El cirujano del rey, Bougon, hace esfuerzos por salvar la vida de Berry, y todos los Borbones acuden alrededor de su lecho. Allí hay tres reyes de Francia: Luís XVIII, su sucesor Carlos X, hermano del anterior y padre del duque, y el primo Luís Felipe de Orleans, de la rama menor de los Borbones, que suplantará a Carlos X tras la Revolución de 1830, instaurará la brevísima dinastía de los Orleans, y será a su vez destronado por la Revolución de 1848.
En un momento dado, cuando su esposa le acerca a su hijita para que le dé un beso de despedida, el duque de Berry le dice: “Pobre niña, ojalá seas menos desgraciada que los de tu familia”, porque efectivamente, en aquel espacio teatral parece estar representándose el último acto de la tragedia de los Borbones, con toda la compañía en escena.
Tras una noche de ópera que se ha transformado en noche de agonía, Berry fallece a las seis y media de la mañana. Su muerte traerá represalias, y el primero que lo paga es el primer ministro Decazes, del que Chateaubriand comenta irónico: “Su pie ha resbalado en la sangre del duque”. Decazes es un liberal y los reaccionarios le cargan con la culpa del magnicidio; es sustituido por un ultramontano que acaba con las libertades políticas existentes. Luego le toca al asesino, Louvel, que no es indultado según la última voluntad de Berry, sino ejecutado en la plaza pública tras un proceso en el que no se le encuentran cómplices.
Pero incluso el edificio de la Ópera va a pagar por ser escenario de la tragedia. El llamado Teatro Nacional o Sala Montansier había sido construido en 1793 por “la Montansier”, una mujer de turbio pasado –se ha dedicado a la trata de mulatas en las Antillas- que se ha convertido en gran empresaria teatral. Allí se estrena la Flauta Mágica de Mozart, y se instala la sede de la Ópera de París, aunque también es escenario de otra tragedia política: el intento de asesinato de Napoleón Bonaparte cuando acude al estreno de La Creación de Haydn, en 1800. Unos conspiradores monárquicos intentan cambiar la Historia con una bomba que lo único que consigue es matar a 22 viandantes y herir a un centenar, pues Bonaparte sale indemne. En cierto modo, el atentado del bonapartista Louvel es la represalia de aquel suceso. Luís XVIII decide acabar con la secuencia de dramas históricos del Teatro Montansier y ordena su demolición.