Cultura

Un palentino en Nueva York

César González Ruano fantaseaba con su asesinato en Nueva York, pero para algunos Manhattan tiene más de cuna que de tumba

La vida en blanco y Negrete
La vida en blanco y Negrete / Susana Crespo.

Para César González Ruano, Ella Fitzgerald era “una negra famosa, muy gorda, especializada en el jazz. Canta con voz bronca, aires broncos del Sur, de Nueva Orleans. Una como cachondería húmeda y triste”. El polémico escritor, padre del estilo de Camilo José Cela –con quien compartió  vivienda- y Francisco Umbral pasó una temporada en Nueva York en la que llegó a temer por su vida.

Fantaseaba con ser asesinado en Harlem, cuna del jazz, barrio negro por antonomasia de Manhattan y el lugar que más llamó la atención de Ruano en su travesía neoyorquina. Decía que morir en Harlem sería un bonito final para la biografía: "Hay un momento en que no se ven más hombres o mujeres blancos que los maniquíes de los escaparates. No hay maniquíes negros. Harlem da cierto miedo, aun de día. Cuando me quedé solo me metí en Harlem de hoz y coz. No pasa nada. Entré en algunos bares y paseé ya de noche por sus calles. Pensé que si me mataban tampoco quedaba mal para la biografía. Y además, ¿qué es lo que podían matar en mí? ¿Acaso unos meses? Pero no me mataron".

El filósofo Fernando Savater también temió por su vida en Harlem, como cuenta en su libro ‘La peor parte’. Aquel lugar pesadillesco para tantos resultó carecer de todo peligro para un palentino –este que escribe- que se plantó allí con la Samsonite en 2014. Había sido admitido como becario en el Consulado español, y Nueva York se antojaba como la mayor de las aventuras.

Mi alojamiento los primeros días fue un hostal en el East Harlem donde compartía habitación con otros 5 individuos. Recuerdo a un chino homosexual que se paseaba en un calzoncillo rojo y un argelino que rezaba a Alá con puntual disciplina. También había algún estadounidense y gente dispar. En medio de todo aquello, un chaval de Palencia.

Cada mañana el hostal se vaciaba. Todos marchaban a hacer turismo mientras yo encendía mi portátil y buscaba alojamiento por todo Manhattan. Pasé por auténticos antros, hasta que vi un piso en Harlem que no tenía mala pinta. Me recibió un dominicano de 2 metros que bien podría ser el guardaespaldas de Brad Pitt u otra celebrity por el estilo. Vestía un traje ajustado, un reloj imponente y una mirada de las que cuesta sostener.

De noche, sentados uno frente al otro en aquel piso, le dije que me interesaba alquilar la habitación. Me pidió una fianza altísima (cerca de 3.000 dólares) y me pidió que se la entregara en efectivo. Mi familia me tuvo que enviar la suma por Western Union y pasé un día entero con 3.000 dólares en efectivo de un lado para el otro del East Harlem, con el temor de que me robasen y mi sueño americano se esfumase antes siquiera de haber empezado.

Todo salió bien; pagué al dominicano y empecé a vivir en aquel extraño lugar. Poco a poco me fui mimetizando con el ambiente. Me saqué el carnet de la biblioteca; empecé a conocer a camareros aquí y allí; ofrecí unos escritos en una cafetería donde me gustaba desayunar y colgaban en las paredes obras de artistas del barrio; aprendí qué lavanderías eran buenas y que el chino de al lado de casa te salvaba de un apuro para las cenas y a un precio imbatible.

También aprendí que es mejor hacer la compra poco a poco y no a lo grande a principios de semana al estilo español. La única vez que lo hice, el segurata del supermercado –que debía ser primo del dominicano de antes- me dijo que ni se me ocurriera no devolver el carrito en el que llevaba la compra, que se había “quedado con mi cara”.  

Aquello fue mi mili. Amaba Nueva York, porque me enseñó a ser persona. Amaba Harlem y su pollo frito. Los paseos mirando el Hudson. Sentarme en Central Park y sentir cómo me arropaban los rascacielos. Mirar la noche iluminada desde un rooftop. Sentirme Vito Corleone caminando por Little Italy. Volver a casa a cualquier hora porque el metro abría 24/7. Ser quien yo quisiera en un mar de desconocidos. Incluso sentir dolor, “un infinito dolor, corriendo por el asfalto, entre un Cadillac y un Ford”, como escribió Jardiel Poncela.

Harlem no fue mi tumba, como tampoco lo fue para Ruano o Savater. Pero sí fue mi cuna. Desde entonces pienso que, cuando quiera, puedo enterrar mis problemas en la inmensidad de Manhattan. Puedo volver a adentrarme en la jungla de asfalto, como en aquellos interminables paseos sin rumbo fijo. Porque en mi corazón late el jazz al ritmo de Harlem y aún conservo el aroma de la noche en Greenwich Village. Por eso camino siempre como un palentino en Nueva York.

Ya no se pueden votar ni publicar comentarios en este artículo.