Decía Ernest Hemingway en uno de sus cuentos que Madrid es un lugar donde todo el mundo se llama Paco. Mi pueblo, en cambio, es un sitio donde todo el mundo es ‘tío’ de alguien, y no porque la genealogía de los lugareños se entremezcle más allá de lo debido. Todos son tía Puri, tío Manuel, tío Pedro… Es un calificativo cariñoso, y también una medalla de honor al respeto concedida, esta vez sí, por la voz del pueblo, y no por el político de turno.
Lo habrá notado ya. El sol vuelve a calentar con fuerza. Las calles de Madrid empiezan a vaciarse. Ahora sí encuentra sitio para aparcar en el barrio. La luz ilumina la oficina en la que trabaja y un sopor se apodera de usted mientras se pregunta: ¿qué hago aquí en vez de en la piscina?
Es verano y un aroma de la infancia impregna estas noches cálidas en las terrazas, en el tránsito diario al trabajo, en el mecer de un tiempo que nos está diciendo que nos larguemos. Que qué hacemos todavía con la rutina, que por qué no enchufamos un vinilo de Billy Evans, nos enchufamos un gin-tonic y dejamos que, por una vez, trabajen otros por nosotros.
Ya rozamos las vacaciones con los dedos y volvemos, un año más, a Innisfree. Aquel lugar donde saboreamos la libertad y el espejismo de un futuro que se antojaba largo, como un adiós no deseado.
Mi Innisfree huele a churros. Ese era el primer olor que me despertaba por la mañana. Era mi abuela, que los compraba congelados y los freía para desayunar. Sabía que me encantaban. Mi acostumbrado mal despertar se calmaba con ese perfume, y bajaba en pijama al piso de abajo, donde me esperaba mi abuela con el desayuno.
Leche caliente con Nesquik y churros. Imposible empezar mal el día con esa combinación. Después había dos opciones: leer o salir un rato con los amigos. A las dos y media, siempre puntual, se comía en casa de los abuelos. La abuela siempre preparaba algo delicioso. Sus albóndigas le dan doscientas vueltas a cualquier esferificación de Dabiz Diverxo. Mi abuela es de esas cocineras que con una menestra congelada te hace un suculento manjar –lo hacía añadiéndole carne de magro de cerdo y su particular e incomparable toque-.
A continuación venía la siesta y un poco de Playstation –habitualmente FIFA-. A las 18:00, cogía mi toalla, mi bañador y mis chanclas y me bajaba a la piscina del pueblo. La piscina siempre era un buen sitio para ligar o, más bien, para adentrarse en el sexo femenino cuando uno era tan novato en las artes de Ovidio como Forrest Gump, al que le preguntan en la película que qué sabe de mujeres y este responde: “Siempre me siento al lado de ellas en clase de economía doméstica”.
Pues eso. La piscina era clase de economía doméstica. A las 21:00 vuelta a casa de los abuelos. La abuela tenía la cena lista a eso de las 21:30. Siempre recuerdo con cariño sus “filetes de dos colores”, como los llamaba ella. Nunca he sabido bien qué eran, pero estaban deliciosos. Cuando terminaba la cena me salía con ellos a la puerta de casa con unas sillas plegables. Pasaba un buen rato hablando con los abuelos, escuchándoles, preguntándoles por su vida, sus hazañas, sus miserias y sus alegrías; saludando a la gente que pasaba por la calle hasta que, a una determinada hora, me iba a duchar, me arreglaba y salía con los amigos. Aquellas noches que uno sabía cómo empezaban, pero nunca cómo iban a acabar, pues la imaginación de los jóvenes es inversamente proporcional al tamaño del pueblo.
Así pasé un mes de agosto en aquella época en que los veranos duraban tanto que cuando llegaba septiembre y volvías a clase eras otra persona de tanto como habías cambiado. Lo malo es que aquel Innisfree ya no volverá. Habrá otros, estoy convencido. Pero no serán ese. Aquellos días vivía como “un rey en casa de su suegra”, como decía mi abuelo.
Camino por Gran Vía y atisbo a lo lejos el edificio de Schweppes. Pienso en refrescos y recuerdo que mi abuela siempre compraba néctar de naranja para contentarme. Lo que me gustaba en realidad era el zumo de naranja –compraba el otro porque pensaba que eran lo mismo-, pero para no quitarle la ilusión le agradecía el detalle y lo bebía tan contento. Y entonces vuelvo a Innisfree. Ese lugar donde todavía huele a churros.