Deshagamos tópicos: en términos sociales, y también individuales, la felicidad se puede medir. Es un hecho. En esta cuestión se emplazan distintas ciencias explícitamente, a través de diferentes indicadores, en gran parte subjetivos, desde el siglo pasado.
Es una realidad que siempre ha generado opinión, desde los antiguos filósofos. El físico alemán Albert Einstein encontró el secreto de la felicidad: decía que “una vida tranquila y modesta trae más felicidad que una búsqueda de éxito ligada a una constante inquietud”. Además, defendía que en el campo social contribuir al bienestar de los demás era el propósito de la existencia del individuo.
Merece la pena retomar estas sabias reflexiones en época digital y ver cómo se está transformando la sociedad a través de los indicadores de felicidad de sus individuos.
La felicidad, mejor si es digital
Se trata de una cuestión muy antigua, ya analizada por Aristóteles. A través de su concepción política, el Estado, la sociedad tiene un objetivo esencial: la felicidad de sus miembros. La novedad en la actualidad es la incorporación digital en las relaciones humanas. La cuestión es si se trata de un factor que ayuda a aquel objetivo.
Entre los cambios resaltados desde la ONU por el World Happiness Report en su análisis de la felicidad por grupos de edad, destaca la conclusión de que desde la crisis de inicio de siglo (2006-2010), la desigualdad en términos de felicidad ha aumentado. Pero especialmente para los ancianos, destacando el África subsahariana.
Son muchos los factores sociales implicados en estos rankings a nivel mundial: envejecimiento, pandemias, digitalización, conflictos bélicos y desigualdad económica o pobreza, por citar algunos. Dentro de este cóctel, en occidente adquiere importancia el envejecimiento y la digitalización.
En España, desde el Observatorio de Intangibles y Calidad de Vida (OICV) para 2024, concluimos que los ciudadanos con altas capacidades digitales alcanzan mayores niveles de calidad de vida y felicidad social. Entre los factores que los condicionan en sentido positivo se incluyen la sostenibilidad, el entorno laboral interconectado con posibilidad remota, las opciones culturales y deportivas y el turismo.
En negativo, o mejor, minorando su importancia, queda la familia y el sentido de comunidad. Es decir, estos ciudadanos están más aislados al tiempo que más conectados. Sustituyen relaciones sociales presenciales por digitales.
Por último, las capacidades digitales se encuentran directamente vinculadas con la edad, existiendo una clara barrera en los nacidos antes de 1970.
En resumen, la sociedad se transforma en digital dejando fuera fundamentalmente a los mayores con bajas capacidades. Estos individuos “analógicos” se sienten menos felices en esta sociedad. Sus patrones para alcanzar la felicidad son diferentes, provocando rechazos y aislamiento, a partir de la denominada brecha digital. Esos patrones pueden analizarse a través de los factores clave: familia, economía, trabajo, movilidad, salud.
A partir de la estimación del modelo de la felicidad (OICV), los mayores españoles solo logran el 58% de su felicidad por vía social, frente al 67% en los adultos y el 66 % en los jóvenes. El resto es inherente al individuo.
El uso y acceso a las nuevas tecnologías generan capacidades digitales. Son un nuevo factor diferenciador social, con similar importancia al de la alfabetización o la formación académica en siglos pasados. En nuestra sociedad existe, insistimos, una brecha digital.
Esta división se correlaciona claramente con la edad. Las personas mayores, que no crecieron con la tecnología, a menudo se enfrentan a desafíos para adaptarse a las herramientas digitales. Las generaciones más jóvenes, que han estado expuestas a la tecnología desde una edad temprana, suelen tener habilidades digitales más avanzadas.
Esta disparidad puede afectar significativamente a la participación en la sociedad moderna, y a las relaciones que no precisan de presencia física. La capacidad de utilizar tecnologías digitales influye en el acceso a la información, las oportunidades laborales, los servicios públicos y la participación en la vida social y económica, haciendo de la brecha digital un tema crucial para promover la inclusión y la equidad en la sociedad contemporánea.
Situaciones que afectan en el día a día a los individuos, por cuestión de eficacia y eficiencia, se han impuesto en un formato digital para el que muchos mayores no están ni quieren estar preparados. Esta circunstancia genera frustración y, por tanto, infelicidad.
De igual forma, tener éxito en la ejecución de estos formatos genera satisfacción y hace de los individuos digitales seres más felices. Sin embargo, la hiperconectividad tecnológica, en la que se eliminan las relaciones presenciales, puede derivar en problemas de ansiedad y aislamiento.
Desde el OICV hemos documentado en España los dos perfiles, extrapolables en buena medida a los países de Occidente. Por un lado, la brecha digital impacta sobre mayores de 60 años, acentuada en las mujeres y por la formación recibida. En la otra parte tenemos a los jóvenes menores de 30 años, sobreexpuestos a la conexión digital en tiempo de pandemia.
El Día de la Felicidad frente al Blue Monday
En nuestra sociedad digital, tan de cortos plazos en la consecución de objetivos, tenemos un Día Internacional de la Felicidad, el 20 de marzo, establecido en 2012 por la ONU para fomentar el bienestar y la salud mental de las personas. En este día se ofrecen desde esta organización las mediciones y rankings de países sobre la cuestión.
Pero también se ha instaurado el “día de la infelicidad”: el tercer lunes de enero, el llamado blue Monday. En este caso, nace asociado a factores comerciales, aunque trata de adjetivarse como científico. Incorpora cuestiones sociales e incluso climáticas (pero solo del hemisferio norte) y es tachado como el más triste del año en términos sociales.
Pero lo cierto es que muchos seres humanos son infelices debido a los nuevos patrones de relación entre individuos en la sociedad digital. Al menos podemos subrayar dos situaciones de exclusión social que hacen a sus víctimas menos felices en la sociedad digital: la vulnerabilidad analógica y la alienación digital, entrelazadas por el contexto tecnológico actual.
Soledad no deseada: mayores de 75 años y menores de 30
Las cifras más elevadas en soledad no deseada en España en 2024 recaen en estos dos perfiles: mayores de 75 años y menores de 30 años.
Por una parte, lo que denominamos vulnerabilidad analógica repercute claramente en los mayores por sus carencias en capacidades digitales, provocando discriminación, aislamiento social y vulnerabilidad. El sentimiento de dependencia, unido a lo desconocido, provoca rechazo, frustración y, finalmente, soledad. Es decir, son personas infelices en mayor medida.
Por otra, está la alienación digital, que condiciona prioritariamente a jóvenes con altas capacidades digitales expuestos a la conectividad de millones de personas. Esta distopía digital genera una dependencia no presencial, desconexión social, deshumanización y una sensación de distanciamiento de nuestras propias experiencias y realidades.
El resultado es el mismo: vulnerabilidad, frustración, aislamiento e infelicidad. Quizá esta situación es aún peor, pues en esa distopía abandonan la sociedad y su forma política, quedando al margen del objetivo aristotélico de cualquier estado: la búsqueda de felicidad de sus integrantes a partir de su interactuación.
Los jóvenes occidentales son ahora menos felices y tienden a la frustración, la alienación y el rechazo ante un sistema que está provocando incluso la crisis de los sistemas democráticos.
Lo mejor quizá está por llegar, con los sistemas sustitutivos de relaciones personales a través de la IA. ¿Será la felicidad social en su mayor parte digital?
Víctor Raúl López Ruiz, Catedrático de Universidad en Economía Aplicada (Econometría), Universidad de Castilla-La Mancha; Domingo Nevado Peña, Catedrático de Economía Financiera y Contabilidad, Universidad de Castilla-La Mancha; José Luis Alfaro Navarro, Catedrático de Universidad en Economía Aplicada (Estadística), Universidad de Castilla-La Mancha y Nuria Huete Alcocer, Profesora Contratada Doctora, Universidad de Castilla-La Mancha
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.