La velocidad a la que vivimos nuestras vidas ha aumentado vertiginosamente en las últimas décadas. Andamos rápido, comemos rápido, pensamos rápido y consumimos contenidos como si nos hubiera poseído el diablo de la prisa. Estoy en un vuelo trasatlántico a 8.000 metros de altura sobre el océano y mi compañero de asiento ‘disfruta’ de una película en la pantalla que tiene delante. Después de un rato me percato de que el tipo está pasando la película con el botón de avanzado rápido cuando llega a determinadas escenas, y que lo hace una y otra vez hasta terminar de verlas en un tiempo récord. Al cabo de un par de horas de viaje, el señor se ha visto cuatro películas a cámara rápida en el tiempo en el que yo aún no he terminado de ver una. En la cuarta se detiene, satisfecho, y echa una cabezadita antes de reanudar su sesión maratoniana.Unos meses después de este incidente descubro, vía la periodista Marina Such, que entre algunas personas está extendida la costumbre de ver series de televisión a velocidad rápida. Mediante determinados programas de reproducción se puede ver el contenido a velocidad 1,5x o 2x, con lo que el tiempo de visualización se puede reducir hasta la mitad y uno puede verse temporadas completas en unas pocas sesiones. “Me aburro”, explica a Such uno de los usuarios que usa este sistema. “Necesito un poco más de velocidad que me obligue a mantener la atención y que condense el entretenimiento”. La plataforma YouTube ha incorporado recientemente el botón que permite ver los vídeos a 1,5x, ya que muchos usuarios prefieren verlos a mayor velocidad. Y lo mismo sucede con los podcast y hasta con los audiolibros, que algunos escuchan con voz de ‘ardilla’ para terminarlos cuanto antes.
“Es como si la humanidad cogiera velocidad a medida que se desliza por la pendiente del progreso y la civilización”
Esta progresiva aceleración de nuestras vidas se explica por varias razones y una de ellas tiene que ver con el crecimiento de las ciudades y el aumento de los estímulos. De alguna manera, es como si la humanidad cogiera velocidad a medida que se desliza por la pendiente del progreso y la civilización. Algunos estudios han mostrado, por ejemplo, que la velocidad de los viandantes es mayor cuando las ciudades aumentan de tamaño y que el ritmo al que se desplazan las personas ha subido hasta un 10 por ciento en el plazo de una década. Hay quien lo atribuye únicamente a que en las ciudades viven personas más jóvenes, pero eso no explicaría por si solo por qué en las mismas ciudades ha aumentado la velocidad respecto a etapas anteriores. La explicación más aceptada es que a mayor número de estímulos y conexiones, más cosas tienen las personas que hacer, de modo que circulan más deprisa para no perderse nada, como le sucedía el espectador-velocista que viajaba junto a mi asiento en el vuelo trasatlántico y a quienes navegan por redes sociales.Porque el otro factor de aceleración está relacionado con la cultura de la inmediatez y la capacidad de comunicarnos de forma instantánea gracias a las redes. Somos capaces de conocer lo que ha ocurrido en el otro extremo del mundo en tiempo real, de comunicarnos con todo el planeta sin ningún tipo de intermediación y de satisfacer nuestros caprichos mas espurios con darle a un botón. Esto nos ha vuelto un poco caprichosos y explica también que podamos estar a bordo de un prodigioso aparato que sobrevuela las nubes a 800 km/h mientras tomamos zumo de tomate y maldecir al mismo tiempo a la compañía porque no podemos acceder a la red durante unas horas. ¿Qué habrá sucedido en este tiempo? ¿Habrán compartido mis contactos decenas de momentos divertidos e instantáneos que ya no podré vivir? ¿Habrá habido alguna revolución que cambie la historia? Para comprobarlo, todo el mundo encenderá su teléfono en cuanto el aparato pise tierra, mucho antes de que la voz que sale del techo nos autorice a hacerlo.
En 1779 la noticia de la muerte del capitán Cook tardó más de un año en llegar a Londres
Por lejano que parezca, hubo un tiempo en que las noticias no viajaban al instante y en el que conseguir la información llevaba un cierto periodo de espera. El 14 de febrero de 1779 el capitán Cook fue asesinado por los indígenas en una playa de Hawái y la noticia de su muerte tardó más de un año en llegar a Londres. La información viajaba entonces a la velocidad de los barcos que surcaban el océano en escalas o a la de las señales visuales del telégrafo óptico; tan rápido como el vuelo de una paloma mensajera o el galope de un caballo que cruza un continente. Hasta hace muy poco, esta fue la velocidad a la que se comunicaba la humanidad y vivía día a día, la velocidad a la que vivieron nuestros abuelos y nuestros padres, cuando había que esperar a revelar el carrete de fotografías o la gente jugaba partidas de ajedrez por correspondencia, enviando sus movimientos cada varias semanas y esperando, a veces años, hasta llegar al desenlace.Hoy vivimos lejos del tiempo pausado y meditado del ajedrez y vivimos más bien al ritmo frenético del Candy Crush y sus constantes recompensas. Esta velocidad es resultado de una estrategia conscientemente buscada y explotada por los creadores de redes sociales como Facebook, uno de cuyos fundadores, Sam Parker, reconoce abiertamente que aprovecharon “una vulnerabilidad del cerebro humano”, que es un yonki de la dopamina. Este neurotransmisor es el que se dispara en los circuitos neuronales cuando recibimos un ‘me gusta’, una respuesta a un comentario o alguien empieza a seguirnos. Los autores de estas plataformas y aplicaciones han diseñado su funcionamiento siguiendo el mismo principio que los psicólogos conductistas observaron hace cincuenta años en las ratas: cuanto más aleatoria es la recompensa, mayor es la necesidad de actualizar compasivamente para ver si esta vez nos ha caído un ‘caramelito’.
Hoy vivimos lejos del tiempo pausado y meditado del ajedrez y vivimos más bien al ritmo frenético del Candy Crush
El mecanismo es tan efectivo que en Silicon Valley ha surgido un movimiento interno que defiende el diseño de aplicaciones ‘dopamine free’ (libres de dopamina) para intentar contrarrestar sus efectos. Los gurús de la tecnología no dejan ahora a sus hijos acercarse a los dispositivos electrónicos, practican a diario la meditación y defienden la vida lenta y pausada para distinguirse del ‘rebaño’ que consume sus productos. A mí que, como dice Agustín Fernández Mallo en su ‘Trilogía de la guerra’, “he visto las mejores mentes de mi generación destruidas por Facebook”, esta progresiva aceleración de nuestras vidas y la forma en que gestionamos nuestro tiempo me trae a la mente la famosa escena de la película “Spaceballs”, una parodia de ‘La Guerra de las galaxias” en la que el personaje ‘Casco Oscuro’ ordena a sus hombres que aceleren a la “velocidad absurda” - pasando antes por la “velocidad ridícula” - y luego no saben cómo parar. En lo que se refiere a la gestión del tiempo, se diría que hemos entrado en una edad paralela al Antropoceno a la que podríamos llamar “Edad del cagaprisas”, definida por esta ansia desmedida por no perderse nada , aunque sea a costa de darle a la tecla de avanzar rápido.También puede ser simplemente que yo me hago viejo y mi percepción de la realidad está distorsionada. Porque el transcurso del tiempo es una sensación subjetiva y todo parece indicar que a medida que nos hacemos mayores nuestro cerebro percibe que la vida pasa más deprisa mientras que de pequeños parecía transcurrir a cámara lenta. Se han hecho muchos estudios sobre este sentido del tiempo, pero uno de los más interesantes propone que existe una especie de “velocidad de obturación e integración de la señal” que varía de unas especies animales a otras y también podría cambiar con la edad. Los autores de esta hipótesis han visto, por ejemplo, que las moscas de la fruta pueden percibir hasta cuatro veces más intervalos de luz separados en cada intervalo de tiempo que nosotros, de modo que verían y experimentarían la realidad a un ritmo que para nosotros sería “a cámara lenta”. Esta capacidad de registrar y fusionar la realidad con diferentes velocidades de obturación - como lo haría una cámara de cine - variaría entre especies en función de su tamaño, según el investigador irlandés Andrew Jackson, y podría ser un factor de adaptación que permita huir a tiempo de un depredador o codificar señales de luz en una frecuencia imperceptible para otras criaturas. Como ejemplo inquietante, apunta Jackson, los perros pueden ver parpadeos en la señal de televisión que nosotros percibimos como continua.
Quizá solo somos un paso intermedio entre una forma de vivir como humanos y la siguiente
Jackson y su equipo han hecho pruebas con más de 30 especies, incluidos roedores, lagartos, gallinas, palomas y tortugas para registrar este mecanismo perceptivo. Y también se le ha ocurrido que podría explicar la diferencia entre el paso del tiempo cuando eres niño y cuando eres adulto. “Es tentador pensar que para los niños el tiempo se mueve más despacio que para los mayores y hay algunas pruebas de que podría ser así”, aseguraba en 2013 en The Guardian. “Se ha demostrado en humanos que la velocidad de la frecuencia de fusión del ‘parpadeo' está relacionada con la percepción subjetiva del tiempo, y eso cambia con la edad. Es ciertamente mayor en los niños”. ¿Sucedería entonces que los niños se parecen más a las moscas y su registro de sucesos vitales funciona más despacio? ¿Es solo una cuestión de cambiar la configuración de nuestro registro de entrada para estirar o acortar el tiempo a nuestro antojo? Quizá los chavales que ven vídeos de YouTube a 1,5x o escuchan un audiolibro a 2x, están adaptando los estímulos a su configuración sensorial y nosotros solo somos un paso intermedio entre una forma de vivir como humanos y la siguiente. Viejas y lentas tortugas que impedimos el paso a los que vienen con el botón de Fast Forward encendido, testigos de un tiempo que pasó y nos pareció engañosamente trepidante.