Antonia Scott, la protagonista de la novela (y ahora serie televisiva) Reina Roja, tiene un cociente intelectual (CI) de 242, lo que la convierte en la “persona más inteligente del mundo”. Pero más allá de la ficción, ¿existen o han existido mentes tan prodigiosas como la del personaje creado por Juan Gómez-Jurado? ¿Y cómo podemos saber que sus dotes intelectuales están por encima de las del resto de los mortales?
Una supercapacidad que dirige la orquesta
La comunidad científica define la inteligencia como “una capacidad mental muy general para razonar, planificar, resolver problemas, pensar de modo abstracto, comprender ideas complejas y aprender con rapidez a partir de la experiencia”.
Los humanos disponemos de numerosas capacidades mentales (percibir, atender, memorizar, comprender, hablar, planificar, razonar…) que deben integrarse y coordinarse para dirigir nuestras acciones más o menos eficientes en el mundo. Algunas personas las integran mejor que otras y actúan de modo más inteligente. La inteligencia es, por tanto, la “supercapacidad” que dirige una orquesta integrada por nuestras variadas facultades mentales.
Para medir esa supercapacidad, los científicos han diseñado cuidadosamente unos dispositivos cuya comercialización solo se permite si cumplen estrictos controles de calidad. Hablamos de los famosos test estandarizados de inteligencia.
Cada una de esas pruebas se compone de variados retos mentales que pueden recurrir al lenguaje, a los números, a figuras abstractas o a las relaciones entre objetos dentro de espacios tridimensionales. Pero eso es irrelevante: lo que importa es el nivel de complejidad mental que puede alcanzar el examinado. Algunos desafíos son livianos, otros de moderada complejidad y los hay tremendamente difíciles.
Predictor del éxito y la longevidad
Lo importante en la práctica es lo que estas pruebas nos dicen sobre nuestra actuación en la vida cotidiana. Quienes superan los ejercicios de mayor complejidad son también los que presentan mejores resultados en la sociedad en la que viven. Se educan más y mejor, desempeñan ocupaciones más sofisticadas y viven más tiempo. No existe ningún otro factor psicológico con la validez de pronóstico que presenta la inteligencia. Con diferencia.
Quienes crean la cultura en la que vivimos son identificables desde temprana edad. Los estudios longitudinales que siguen a las personas durante sus carreras desde aproximadamente los doce años de edad demuestran que las altas inteligencias tienden a ocupar en la vida adulta las posiciones de mayor prestigio social. Hoy en día vivimos en una economía conceptual en la que priman las ideas y esas ideas nacen en esas mentes extraordinarias.
A pesar de los mitos que rodean a las personas con elevada capacidad intelectual, la evidencia científica revela que sus logros no conllevan ni rarezas, ni coqueteos con problemas mentales. Experimentan un vigor psicosomático y una visible resistencia al llevar su potencial a su máxima expresión.
La élite del intelecto
Aproximadamente, el 2% de la población presenta alta capacidad intelectual. Los test estandarizados a los que nos referimos antes fueron diseñados para que la puntuación media de la población se sitúe en un valor de 100. Ese 2% logra puntuaciones de 130 o más, pero solo una de cada mil personas llegan a 145 y solo una entre un millón, a 170.
En España, por ejemplo, se puede pronosticar que solamente 50 personas alcanzarán ese valor de 170. Cuanto más nos alejamos de la media de 100, menos casos se identificarán, al igual que sucede con otras variables como la estatura o la esperanza de vida.
Y sí, los genes poseen un papel relevante a la hora de responder a la pregunta de por qué algunas personas son más inteligentes que otras. Así, una investigación demostró que los hijos genéticamente más inteligentes que sus padres mejoraron su posición social, mientras que los menos dotados genéticamente que sus progenitores empeoraron su situación social, educativa y ocupacional. No hubo ni techos ni suelos de cristal. La lotería genética es más democrática que la social.
Inteligencias criminales
El funcionamiento social de las personas de alta capacidad mental es generalmente mucho más eficiente que el de la población general pero, por supuesto, hay excepciones. Puede suceder, por ejemplo, que algunas personas de elevado CI tengan inclinaciones a violar la ley.
El criminólogo australiano James Oleson documentó ese fenómeno en un trepidante ensayo. Identificó a cientos de ciudadanos de altísimo CI y les preguntó, anónimamente, sobre sus actos antisociales. Algunos resultados fueron:
- Pagaban por sexo en una proporción cuatro veces mayor que la norma.
- Pirateaban material protegido y llegaban a acuerdos con otras personas para cometer un delito con el doble de frecuencia.
- Consumían drogas, destruían intencionadamente propiedades privadas ajenas, abusaban de sus privilegios laborales y conducían ebrios más habitualmente que la media.
¿Por qué se producía ese patrón? Oleson sugirió que las personas superdotadas están tan aisladas de la mayoría de la población como quienes presentan discapacidad intelectual. Concluyó: “Si las diferencias de capacidad intelectual dificultan seguir las normas, entonces la igualdad ante la ley es discutible”. Provocador.
¿Podría existir Antonia Scott en la vida real?
Volviendo al principio del artículo, presentar un CI de 242 como el de Antonia Scott resulta muy, muy improbable. Es muy difícil llegar a esa estimación usando medidas formales, salvo de modo indirecto. Recurriendo a registros biográficos se ha calculado, por ejemplo, que el CI promedio de los gigantes mentales de la humanidad (Aristóteles, Beethoven, Darwin, Edison, Einstein, Euler, Galileo, Hipócrates, Kepler, Koch, Lavoisier, Lyell, Miguel Ángel, Mozart, Newton, Pasteur, Shakespeare y Watt) llegaba a 180, desde el 165 de Darwin al 200 de Aristóteles.
En la actualidad, el matemático Terence Tao se supone que tiene un CI de 230, y la autodidacta Marilyn vos Savant, de 228. El físico Stephen Hawking obtuvo una puntuación de 160.
En cualquier caso, la mente humana, el cosmos psicológico que albergamos dentro de nuestros cráneos, ni puede ni debe reducirse a lo que el CI valora con envidiable precisión. Hay vida más allá de ese fiable indicador numérico, aunque sea científicamente irrefutable que nuestra sociedad premia a quienes poseen un mayor CI, se mida o no se mida de manera formal.
Roberto Colom, Profesor de psicología diferencial y neurociencia, Universidad Autónoma de Madrid.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.