Algo se está moviendo desde hace algún tiempo en las entrañas de la ciencia y las señales se hacen cada vez más evidentes. En los últimos días, por ejemplo, cuatro ilustres premios Nobel han manifestado abiertamente su oposición al sistema de publicación científica de las revistas y el factor de impacto. “Es una gran pérdida de tiempo”, expresa Peter Doherty en un vídeo de la academia sueca. “Las instituciones no deberían fiarse de las revistas y de tres o cuatro revisores”, insiste el laureado Paul Nurse. “Si amas la ciencia, tienes que defenderla, y para eso hay que ser crítico”, aseguraba el investigador Andrea Saltelli en una entrevista reciente en el Observatorio Social de La Caixa. “Pero mucha gente prefiere ocultar el problema, porque, según dicen, si atacas a la ciencia pondrás en peligro su financiación. ¿Por qué debemos pagar una ciencia de mala calidad?”.
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Las críticas de los premios Nobel van en la línea de la declaración de San Francisco de 2012, en la que se ponía en cuestión el denominado Factor de Impacto (FI), el método que rige la evaluación de los trabajos científicos y por tanto buena parte del sistema de investigación. Este indicador, creado en 1955, se pensó inicialmente para discriminar las publicaciones y trabajos más relevantes, pero se ha convertido en el motor que mueve el trabajo de millones de científicos, a quienes sus instituciones les valoran por el número de ‘papers’ que consiguen en esas publicaciones. El problema es que llegar a salir en Nature o Science no significa necesariamente que tu trabajo sea mejor; de hecho, cada vez está menos clara esa relación entre impacto y calidad. “Yo puedo publicar un artículo y no me importa equivocarme”, asegura Saltelli. “Cuanto más elevado sea, más brillante seré; así que lo que a mí me interesa es publicar muchos artículos, aunque sean erróneos”.
“Los científicos somos esclavos de las grandes editoriales de revistas científicas”
El asunto es aún más perverso cuando se conocen los detalles económicos del sistema. Hace unos semanas The Guardian revelaba el lucrativo negocio de tener a los científicos a tu servicio, pagando por publicar y revisando el trabajo de otros gratis. “Los científicos somos esclavos de las grandes editoriales de revistas científicas”, escribió Francis Villatoro para describir la situación. “Trabajamos gratis para ellas, solo por sobrevivir en el ecosistema científico. Un negocio redondo con ingresos anuales superiores a 22 mil millones de euros y un margen de beneficios cercano al 40%, muy superior al de Apple, Google o Amazon”. Las cifras son en sí mismas monstruosas. Solo Elsevier publica unos 420 mil artículos, escritos por unos 14 millones de científicos. Todo un ejército pagado en buena parte con dinero público pero que limita el acceso al conocimiento y deja los beneficios en manos privadas.
Un giro hacia la oscuridad
Más allá de la explotación, la carga de profundidad de estas denuncias es que el sistema está minando la credibilidad y la calidad de la producción científica. “Buena parte de la literatura científica, quizá la mitad, puede que simplemente sea falsa”, denunciaba Richard Horton, editor de la histórica revista The Lancet. “Aquejada de estudios con muestras pequeña, efectos diminutos, análisis invadidos y flagrantes conflictos de interés, y unida a la obsesión por perseguir modas y tendencias de dudosa relevancia, la ciencia ha dado un giro hacia la oscuridad”. Uno de los primeros en dar la voz de alarma fue John Ioannidis, quien en 2005 escribió “Why Most Published Research Findings Are False” (Por qué la mayor parte de los hallazgos publicados en investigación son falsos) y encontrar decenas de debilidades en las publicaciones biomédicas. En 2015, en un nuevo trabajo denunció que sigue siendo imposible reproducir la mayoría de los resultados que se dan por buenos en la literatura científica.
“La ciencia académica se ha convertido en una empresa onanista digna de Swift o Kafka”
Otro de los grandes críticos del sistema es el investigador estadounidense Daniel Sarewitz, quien afirma que “la ciencia académica se ha convertido en una empresa onanista digna de Swift o Kafka” y los científicos están actuando “como grupos de poder no muy diferentes de los agricultores o los ejecutivos”. Esto último lo escribió en Nature hace una semana, donde argumentaba que la caída de la calidad de los estudios y el estado de competición permanente y la burbuja de resultados se deben a una situación permitida de facto por los científicos bajo una premisa: “dadnos a nosotros el dinero, dejadnos solos y resolveremos los problemas del mundo”. En un artículo mucho más extenso, publicado en The New Atlantis, Sarewitz atribuye el nacimiento de este “mito” al influyente y poderoso ingeniero Vannevar Bush quien en 1945 - en su artículo "Science, The Endless Frontier" (Ciencia, la frontera infinita) - estableció la idea de que invirtiendo en ciencia básica, y dejando a los científicos llevarse por su propia curiosidad, se resolverían todos los problemas de una sociedad próspera.
En opinión de Sarewitz, aquella idea fundacional del sistema científico estadounidense fue un error y el tiempo demostró, según él, que fueron las investigaciones dirigidas y controladas por el Departamento de Defensa las que realmente prosperaron y dieron sus frutos frente al maremágnum de ideas estancadas que sería el sistema de investigación de universidades y centros de investigación. “La industria de publicación científica existe no para difundir información valiosa, sino para permitir a un número creciente de investigadores que publiquen más ‘papers’ y así poder avanzar profesionalmente”, sostiene. Un sistema en el que el editor, el revisor y el autor compiten por los mismos fondos y están motivados por los mismos incentivos creando una especie de círculo vicioso con “demasiadas bocas que alimentar”, insiste, y en el que, como asegura la neurocientífica Susan Fitzpatrick se crea “la ilusión de que estamos ganando conocimiento cuando no lo estamos haciendo”.
“Se crea la ilusión de que estamos ganando conocimiento cuando no lo estamos haciendo”
Esta investigadora se ha hecho conocida por denunciar que el modelo de investigación biomédica con ratones es una vía muerta en lo que se refiere a enfermedades relacionadas con el cerebro. Las diferencias entre el modelo animal y el humano son tan grandes que, a su juicio, las conclusiones no son extrapolables. “Al final lo que estudiamos es el modelo, y no la enfermedad humana”, denunciaba en New Scientist. “Es un error esencial, necesitamos una nueva aproximación”. Para Sarewitz este es uno de los muchos ejemplos que demuestran que la ciencia, de alguna manera, ha perdido el norte y se centra más en una persecución interminable de los “cómos” que en encontrar las soluciones. “Las preguntas que te haces suelen ser muy diferentes si tu meta es resolver un problema concreto más que avanzar solo el su entendimiento”, escribe. Por eso defiende una ciencia tutelada a la que se le exijan resultados, frente al sistema que se autoorganiza para, según él, no llegar casi nunca a nada.
Hace unos años, la Coalición Nacional contra el Cáncer de Mama (NBCC, por sus siglas en inglés) lanzó una iniciativa para poner una fecha tope para curar este tipo de cáncer. La “Breast Cancer Deadline 2020” es un llamamiento a los políticos e investigadores para fijar el 1 de enero de 2020 como la fecha en que acabar con la enfermedad. En 2015 la revista Nature dedicó un editorial al tema en el que explicaba que las enfermedades no entienden de fechas límite y denunciaba que la iniciativa ponía “en riesgo la confianza del público en la ciencia haciendo promesas que no se pueden cumplir”. Para los promotores del NBCC, la respuesta era una muestra de las “excusas que ponen los científicos para no rendir cuentas” y se quejaban de que después de millones de dólares invertidos el hecho de acabar con el cáncer no podía ser cuestión de esperar a que alguien hiciera un descubrimiento inesperado.
“El problema es que la ciencia es jodidamente difícil”
El problema, y lo que resulta difícil de comprender para parte de la sociedad, es que en buena parte sí lo es. O, en palabras de la periodista Christie Aschwanden, “el problema es que la ciencia es jodidamente difícil” y “no es una varita mágica” que resuelva todos los problemas humanos con un solo toque. El debate entre ciencia básica y aplicada es muy viejo. En el extremo más “aplicacionista” están quienes como Sarewitz ponen la prioridad en los resultados, pero la opinión mayoritaria es que los grandes hallazgos surgen en las tareas más insospechadas del conocimiento, lo que justifica la inversión de recursos en tan amplia variedad de campos. Cuando el español Francis Mojica investigaba hace unas décadas las bacterias de las salinas de Santa Pola muchos habrían pensado que su investigación era una pérdida de tiempo. Hoy el mecanismo que descubrió y que bautizó como CRISPR es la mejor y más prometedora técnica de edición genética que tenemos. Lo mismo cuando el japonés Osamu Shimomura inspeccionaba las medusas que encontraba en la playa en los años 60; hoy tiene un premio Nobel y le debemos el descubrimiento de la proteína verde fluorescente, un gen que se utiliza como marcador y ha servido para investigar decenas de enfermedades y diseñar medicamentos. Suena a la fábula del doctor Fleming y la penicilina, pero a grandes rasgos es así como se accede muchas veces a nuevos conocimientos.
Más allá del cuadrante de Pasteur
Tratando de poner orden en este eterno debate, el profesor de política de la Universidad de Princeton Donald Stokes ha creado una nueva taxonomía de las ramas de la ciencia en función de si estas buscan el conocimiento puro o aplicado. Y para entenderlo usa algunos ejemplos. En el extremo de la pura comprensión estaría el descubrimiento del modelo atómico de Bohr y en el más práctico la invención de la lámpara incandescente de Thomas Edison. Entre ambos territorios se inventó un término medio y deseable al que llamó el “cuadrante de Pasteur”, pues los hallazgos del investigador francés salvaron miles de vidas a partir del estudio de algo aparentemente abstracto y teórico como la microbiología. Quizá la ciencia que debamos promocionar se mueva justo en ese camino, entre la abstracción y lo práctico, plantea.
Pero este tipo de razonamientos tiene una falla profunda, puesto que gracias a los avances en apariencia “puramente teóricos” como los de Bohr disponemos del conocimiento que permitió diseñar nuevas herramientas y por el que hoy disfrutamos, por ejemplo, de escáneres o resonancias magnéticas, que desde luego son casi tan determinantes en nuestra salud como lo han sido los descubrimientos de Pasteur. Es decir, que no todo se ajusta a las casillitas conceptuales que nos queremos inventar ni la realidad de la investigación es tan negra o blanca como pretenden algunos análisis. Entre el reduccionismo y el catastrofismo, como sucede entre la ciencia aplicada y la teórica, seguro que hay mucho espacio que recorrer.
Entre el reduccionismo y el catastrofismo, seguro que hay mucho espacio que recorrer
Aún así, no creo que haya que desechar visiones críticas como las de Sarewitz, por exageradas que nos parezcan (llega a decir que es la tecnología lo que mantiene a la ciencia honesta), puesto que algunos aspectos de la realidad le dan la razón y hay motivos para la crítica. Hay pruebas de que la ciencia se ha empantanado en algunos ámbitos y se retroalimenta a sí misma con el sistema de publicaciones. Llama la atención, por ejemplo, la cantidad ingente de trabajos para certificar que está teniendo lugar el calentamiento global y la proporción visiblemente menor de estudios que propongan soluciones y esfuerzos. Quizá, por pura supervivencia, habría que revisar las prioridades. Se dirá que en este asunto la gestión política primordial, y este es otro de los factores que está desvirtuando paso a paso el sistema de investigación científica (véase en España la no aplicación de la Ley de la Ciencia pese a haber sido aprobada en sede parlamentaria).
También hay una visible mercantilización de la ciencia, como denuncia el historiador Philip Mirowski en su libro “Science-Mart. Privatizing American Science", en el que denuncia que la ciencia se ha convertido en una especie de supermercado. El episodio más reciente, y sangrante, es la resolución sobre las patentes del sistema CRISPR, que privatiza el esfuerzo colectivo de miles de investigadores pagados muchas veces con fondos públicos y podría crear un cuello de botella en el desarrollo de terapias en humanos. O la reciente revelación de que la industria azucarera pagó durante años a los científicos para señalar a la grasa como culpable.
Uno de los terrenos donde la ciencia está perdiendo credibilidad a ojos vista es el de las recomendaciones sobre salud. Las clasificaciones enrevesadas y confusas de la OMS sobre lo que es cancerígeno y lo que no deberían ser seriamente revisadas, pues un criterio de funcionamiento interno sirve para fomentar el alarmismo entre sectores claramente desinformados que gritan a los cuatro vientos que la wifi provoca cáncer o que es igual de dañino comerse un filete de vaca que fumarse un paquete de Winston.
La credibilidad se va por el desagüe por haber generado toneladas de evidencias mal fundamentadas
Cuando la opinión pública descubre de un día para otro que el demonizado café no era tan malo, o que las grasas saturadas no merecían tan mala fama, el estacazo que recibe la ciencia resuena en la cabeza de millones de científicos que intentan hacer su trabajo de la manera más honesta posible. Los esfuerzos para convencer a la sociedad de que la ciencia es escrupulosa y trabaja para el bien colectivo se van por el desagüe por haber generado toneladas de evidencias mal fundamentadas sobre un asunto tan escurridizo como la nutrición.
Pese a lo que pueda parecer, los científicos no están mirando para otro lado. El debate sobre hacia donde hay que dirigir los esfuerzos está abierto dentro de la propia comunidad. Las grandes iniciativas europea y estadounidense para investigar el cerebro humano es uno de los mejores ejemplos de estas disputas. En Europa, el proyecto Human Brain Project (HBP), que intenta reproduce ir la complejidad del cerebro humano en silicio, ha recibido duras críticas por comportamientos de nepotismo y estrechez de miras. En EE.UU. el proyecto BRAIN, auspiciado por la administración Obama, se enfrenta a acusaciones de reduccionismo y de “haber olvidado que el cerebro humano tiene propietarios”. Fascinados por sus maquinitas y sus herramientas de análisis de datos (el famoso Big Data), algunos científicos parecen haber olvidado el verdadero objetivo de la investigación, que es ayudar y curar a las personas. Al sesgo de confirmación (dar prioridad a los resultados que favorece nuestra hipótesis de partida) parece habérsele sumado también el del martillo: si tienes un martillo todo te parecen clavos o, como dice Sarewitz, el sesgo de aquel que pierde las llaves de casa en la oscuridad y se pone a buscarlas bajo las farolas porque es el único sitio donde hay luz.
Los científicos no están mirando para otro lado, se están generando sistemas de corrección
Hay señales de que la ciencia se está autocorrigiendo (la creación de webs que recopilan los trabajos retractados, el auge de sistemas alternativos al de las insaciables editoras de revistas científicas, proponer dos ejemplos), pero hay mucho que hacer para restablecer la confianza de la sociedad en la ciencia y que no se convierta en otra víctima más de la era de las posverdades. Se han invertido millones de euros en el estudio de enfermedades como el cáncer o el alzhéimer y la sociedad quiere respuestas, hasta ya de la fórmula “no veremos los avances hasta dentro de diez años”. Si me preguntan a mí, diría que la máquina de la ciencia sigue funcionando y dando grandes avances pero quizá necesite una puesta a punto. Frente a las críticas más duras la respuesta no puede ser solo que la ciencia es maravillosa: hay que ponerse a revisar el motor de la nave y el rumbo del timón, no vaya a ser que nos deje tirados o se estrelle contra las rocas.
Otras lecturas recomendadas: El gran malentendido de la ciencia (Next) | Kill the myth of the miracle machine (Nature) | Saving Science (The New Atlantic) | Is the staggeringly profitable business of scientific publishing bad for science? (The Guardian) | “Why Most Published Research Findings Are False” (PLOS) | How Brain Scientists Forgot That Brains Have Owners (The Atlantic) | Publishing: The peer-review scam (Nature) | Online debate erupts to ask: is science broken? (Nature) | Science Isn’t Broken (FiveThirtyEight)