El pasado lunes 14 de noviembre quizá pase a la historia como el día en que la Luna le restó protagonismo al mismísimo Donald Trump. El fenómeno bautizado como la "Superluna" ocupó un amplio espacio en prensa y telediarios, y nuestro satélite se convirtió por una vez en tema de conversación en los bares. El problema era que todo se basaba en una mentira, en eso que los modernos calificamos como "hype". La diferencia de tamaño aparente en la Luna no era suficiente como para ser apreciada a simple vista y el alborozo, para los puristas, no tenía razón de ser.
“La superluna es una superbobada que sirve para llenar minutos de informativos televisivos”
Los más críticos con la atención recibida por la "superluna" argumentan que la propia terminología está viciada, puesto que se trata de un concepto creado por los astrólogos hace unas décadas para predecir grandes catástrofes. "La superluna es una superbobada que sirve para llenar minutos de informativos televisivos con bonitas fotos del satélite terrestre, presentando como extraordinario algo que no lo es", escribía el periodista Luis Alfonso Gámez en su blog. Para el astrónomo Javier Armentia es especialmente grave que entidades como la NASA o la ESA se sumaran "al supercarro superlunero" con comunicados de prensa en los que anunciaban a bombo y platillo el acontecimiento deslizando una mentira, puesto que "no se vio nada especial que no se viera cada luna llena".
FOTO NASA
Para los que tenemos una visión menos crítica sobre el asunto, la fiebre por la Superluna nos pareció una magnífica ocasión para captar la atención del público general sobre temas de astronomía. Es verdad que la superluna ocurre de 3 a 5 veces al año, cuando el perigeo (o posición más cercana de la órbita) coincide con la luna llena, pero también hay algunos datos objetivos que hacían de esta una ocasión especial, como que la luna se situó a 356.523 km, su distancia más cerca de la Tierra en lo que va de siglo y su diámetro aparente aumentó hasta en un 14% y su brillo alrededor de un 30%, respecto a una luna llena en el apogeo o su posición más distante. El hecho de que nuestro ojo sea incapaz de distinguir la diferencia es un elemento más para despertar el interés de los lectores sobre nuestros mecanismos de percepción (la luna, por muy grande que sea, la podemos tapar con un meñique), como lo es la ilusión visual que se produce cuando vemos la luna más grande en el horizonte, por pura comparación con elementos de referencia como edificios o montañas.
Mi posición en este asunto es eminentemente práctica: ya que el mundo está mirando a la luna, al menos que se quede con alguna idea clara. Yo tampoco habría escrito nada a priori sobre la superluna, pero una vez generado el globo mediático, aprovechemos la ocasión para dar información rigurosa y que los lectores/espectadores sepan el verdadero alcance del fenómeno y lo disfruten. De hecho, y si se me permite el chiste, resultaría paradójico que para una vez que todo el mundo mira al cielo quienes más se quejaran fueran los astrónomos y divulgadores científicos. En cuanto al término "Superluna", es sin duda más "comercial" que perigeo, y aunque tiene un origen pseuocientífico, negarse a usarlo porque viene de la astrología sería tan absurdo como negarse a hablar de Júpiter porque lleva el nombre de un dios romano. Como dice el periodista científico Antonio Calvo Roy, “si por una vez la ciencia le roba una palabra a la pseudociencia, bienvenido sea”.
¿Se puede usar la superluna como cebo sin ser cómplice de una especie de estafa colectiva?
Vivimos tiempos en que la agenda informativa no la marcamos los medios o los especialistas. Los que hacemos periodismo diario sabemos que es casi imposible que se den situaciones 'perfectas' o no contaminadas por ideas incorrectas, así que lo más práctico es aprovechar esas 'perchas' para comunicar bien. Además, se me ocurre que poner el énfasis en que “la superluna es un bluf' puede desanimar a los lectores y perpetuar la imagen de aguafiestas que los comunicadores científicos ya tenemos en las redacciones y en el “mundo real”. Y no estamos como para desperdiciar la atención de los lectores.
Ahora bien, ¿es lícita esta estrategia de sumarse al festival superlunero aunque fuera dando matices e información rigurosa en el interior? ¿Se puede usar la superluna como cebo sin ser cómplice de una especie de estafa colectiva? Aunque me inclino a pensar que tomarse esta licencia merece la pena en este caso, los defensores de posiciones más críticas ponen encima de la mesa un argumento que me hace dudar. El de si los bienintencionados apóstatas de la superluna no contribuimos involuntariamente a la sensación que tuvieron muchas personas el día después de que les habían tomado el pelo y de que la luna no se veía como habían anunciado los medios. “¡Vaya decepción! ¡Se veía como siempre!”, se escuchó el martes a mucha gente en público y en privado. Pero también fue la primera aproximación de muchas personas a algo tan cercano y cotidiano como la luna. “Me llegaron a preguntar qué eran esas manchas”, me comenta mi amiga la profesora Marisa Castañeira. “Se habían puesto a mirar la Luna, ¡no lo habían hecho nunca antes! Así que ahora los tengo dispuestos a escuchar”. El debate entre qué posición era más adecuada quizá se resolviera restando el número de defraudados por el de interesados, aunque algo así sea impracticable y no tenga ningún sentido. A fin de cuentas, y siempre lo he defendido, en la comunicación científica lo más saludable es que cada comunicador haga lo que se le ponga en el perigeo, mientras lo haga con rigor.