Cultura

El día que no haya bares

Las paredes hablan. Si vas a un hospital, es probable que no digan nada bueno. Cuando entrabas en el colegio, la melodía era de rutina, o de blues, si te

Las paredes hablan. Si vas a un hospital, es probable que no digan nada bueno. Cuando entrabas en el colegio, la melodía era de rutina, o de blues, si te gustaba la rubia de la clase. En el gimnasio del instituto, esa suerte de mili para los millenial, las paredes hablan de sudor y de hostias saltando el potro. Pero en tu bar favorito del pueblo, o en esa discoteca de tu juventud, las paredes suenan a épica y a noches mitológicas.

Las paredes del bar ‘Blues’, en la calle Costa Rica, también hablan. Solo hay que prestar atención para escucharlas. Para sentir cómo te mece aquella madera donde ojalá te pille otra pandemia, al calor de la conversación o del silencio, del café con leche o de la ginebra con tónica, tan de nuestros días.

Es un local donde cabe absolutamente todo en sus paredes; fotos de Humphrey Bogart sosteniendo un cigarrillo; del Rat Pack  ante una mesa de billar; de la sonrisa de Marilyn Monroe y de Ava Gardner; de un Madrid que muchos no hemos conocido, pero del que tanto nos han hablado; del cartel de la película ‘El crack cero’, de José Luis Garci; cuadros de un misterioso anciano que fuma en pipa; luminosos de Coca-Cola que no se apagan ni cuando la luz ha estado en más de 300 euros el MgW; y hasta un cuadro que esconde la ideología política de Goyo, el dueño del local, un secreto que nos guardamos para nosotros.

Un rincón del 'Blues'.

Goyo es polaco, aunque lleva viviendo en Madrid desde antes de las Olimpiadas de Barcelona, antes del Dream Team y más o menos desde la Quinta del Buitre. No por ello ha perdido su carácter polaco, y de primeras puede resultar arisco, demasiado frío para lo que acostumbramos en la capital. Con el tiempo te ganas su confianza, y entonces puedes seguir yendo al bar. Como él mismo dice con la impasibilidad de un francotirador: “Si me caes mal, te vas a buscar otro sitio para comerte las barritas con tomate”.

Esta modernidad cada vez más asfixiante nos está volviendo eunucos para la conversación. Acostumbramos a ver la vida en las 5,5 pulgadas de nuestro teléfono, nos hacemos miopes al mirar a nuestro alrededor. Solo unos pocos vestigios de la antigüedad mantienen la castellana costumbre de hablar en un bar con desconocidos, mientras las nuevas generaciones sucumben más y más en la neurosis y el autismo que marcan los tiempos.

El otro día, gracias a Goyo, descubrí que la viuda del famoso escritor Francisco Ayala, la reconocida escritora Carolyn Richmond, tenía una ducha con televisión y radio. ¿Y por qué? Porque Goyo se la instaló en los años 90, cuando fue el chico de los recados de esta ilustre pareja. Entre un Ribera y otro, el polaco fue regresando a una época de su vida que recuerda con gran cariño:

-Francisco era muy buena persona. Muy humilde. Tenía una casa de más de 300 metros cuadrados pero estaba prácticamente vacía. Tengo algún libro suyo dedicado. Anda que no he estado horas hablando con él.

-¿Y tú que le decías?

-Normalmente, yo escuchaba. A una persona así hay que escucharla.

Le brilla la mirada cuando recuerda Carolyn, su “amiga”. Durante unos instantes viajó en el tiempo, y yo lo hice a través de él. Hasta entramos en Macumba, uno de sus sitios de preferencia en sus tiempos mozos. Lugar donde, por cierto, el exjugador de baloncesto Biriukov  recordó en este periódico que iba con asiduidad la selección soviética cuando jugaba en España: “Había un toro mecánico y ahí se subió todo el equipo. ¡Incluso Tkachenko, que medía 2.20!”.

Creo que un bar es uno de los pocos lugares en los que a estas alturas de siglo se puede seguir siendo auténtico. Donde el animal social se niega a morir. No siempre las conversaciones son tan interesantes como aquella con Goyo, muchas veces se tienen que aguantar sandeces. Pero el bar democratiza y, sobre todo, humaniza, pues no somos más que los mismos pobres desgraciados huyendo de la rutina o, por el contrario, abrazándola, un día más.

Francisco Umbral cuenta con un célebre inicio de novela: “La noche que llegué al Café Gijón”. Una frase que circula recurrente por mi mente. Aunque, más bien, yo me pregunto qué pasará cuando todo acabe, “la noche que marché del Café Gijón”. Supongo que  cuando cierre el ‘Blues’, dolerá como perder a un viejo amigo. Pero el día que no haya bares, ese hay que tener por seguro que o bien estamos muertos, o llamando a la puerta de la de la guadaña. Mi abuelo dejó de ir a los bares cuando ya no pudo más. Cuando la existencia le dijo que su visado estaba caducado y lo condenó a una lenta agonía. El día que no haya bares, que nos entierren con la picha por fuera, para que se la coma un ratón, como dice Roberto Iniesta. Mientras tanto, sigamos escuchando a las paredes de nuestro bar.

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