Cultura

Gabriel Albiac: "La corrección de El País siempre me ha parecido asfixiante"

El gran discípulo de Althusser no es ya un ser de lejanías: después de tantos desencantos, Gabriel Albiac (Utiel, 1950) tiene una felicidad contagiosa y poco a poco, libro a

  • El filósofo Gabriel Albiac

El gran discípulo de Althusser no es ya un ser de lejanías: después de tantos desencantos, Gabriel Albiac (Utiel, 1950) tiene una felicidad contagiosa y poco a poco, libro a libro, se ha hecho más y más castizo. Conversador jovial, hace tiempo que dejó de sacralizar a Marx para conformarse con el más modesto y agudo Azorín. Una vez sin fe, sin culto, el intelectual retorna una honesta carcajada; mohín humanista del último Albiac dedicado al fin al deleite spinoziano. Vozpópuli tuvo la oportunidad de charlar con el filósofo.

Pregunta: ¿Cómo fue el tránsito de los 80 a los 90? En tu novela 'Últimas voluntades' la experiencia es desoladora: “Se había acabado, y nosotros no lo sabíamos…” dice un personaje.

Respuesta: Lo primero, para entender esta trilogía, es tratar de fijar su leitmotiv. No es un motivo musical, es más bien una frase. Este es tan sencillo como una frase de dos palabras “tuve talento”. Aparece a veces en primera persona y otras en tercera. La continuidad de la trilogía cabe en esa frase y cómo el talento puede desplegarse en destrucción; una entrada directa al abismo.

P: ¿Hay más abismo en los 80 que en los 90? No, lo que hay son perspectivas desde las cuales se verbaliza este abismo. Por eso son tan distintas las obras. Los sujetos narradores de 'Últimas voluntades' están en la treintena: son locuaces, ya que en estos años crees que puedes verbalizar todo. Hablan de un modo agotador (risas).

R: Lo que están contando en la segunda novela, Palacios de Invierno, es lo mismo desde la perspectiva de cuadragenarios. Es decir, tipos que saben que decir las cosas no sirve para nada y son taciturnos. Blues de invierno no tiene perspectiva de esos sujetos, ya que están moribundos. De ahí que se van a Nueva York como celebración del final de una vida. Además, quedan desplazados por otros dos personajes que no pertenecen ya a ese mundo, que no hablan esa lengua.

P: Es sentida la reconstrucción de Domingo Malagón, gran falsificador de pasaportes de comunistas en la dictadura, en la primera novela ¿Lo llegaste a conocer?

R: Sí, sí, claro…

P: Llega a salir un trasunto de él en 'La guerra ha terminado' de Jorge Semprún y Alan Resnais.

R: ¿Sabes que a los militantes del Partido Comunista de España se les prohibió ver esa película? Se les prohibió formalmente. Yo conocí a Malagón mucho más tarde, ya en Madrid, y era un tipo absolutamente encantador. Estaba fuera de cualquier tentación épica. Es el único personaje real que sale en la trilogía. Nadie en el partido tenía contacto con él. Conocía a las dos o tres personas que lo trataban, porque nadie podía verle: era el método de garantizar la seguridad de un trabajo tan crucial en la clandestinidad como son los documentos. La mitología de Malagón, que creo cierta, es que ninguno de sus documentos falsificados fue descubierto.

P: ¿Cuán importante era la radio para toda vuestra generación? Es omnipresente en la primera novela…

R: La radio para mi generación ha sido todo: yo nací en el año 1950. La televisión empieza en los 60 y no llega en mi caso hasta que tengo 16 o 17 años (en 1967). Llega siempre como un trasto odioso. Yo era un niño en un pueblo de la provincia de Valencia, en la sierra, congelado de frío…

P: La Valencia interior.

R: Eso es, la serranía. Era hijo de una maestra represaliada y de un militar condenado a muerte que no lo fusilaron por azar. Allí solo recuerdo dos cosas de grata melancolía: los programas infantiles, de cuentos en la radio, y a mi padre buscando la BBC por las noches con unos ruidos espantosos.

P: ¿Conociste a mucha gente destruida por el mundo nocturno madrileño de los 80 a los 90? Ese tiempo ya desaparecido de yonquis y meretrices en la plaza de la luna…

R: Sí, bueno, todos los de mi edad lo tuvimos que conocer. Fue una especie de ingenuidad colectiva: lo juzgo un “baile de debutantes” en la novela. No sabíamos ni dónde estábamos, ni dónde nos metíamos. Los de mi edad, luego de la clandestinidad y ciertos riesgos, sabíamos llevarlo con distancia. Eso nos preservó de un nivel de riesgo. Los más jóvenes se creían inmortales y entraron con una ingenuidad absoluta.

Los viejos comunistas no podían soportar el rock and roll

P: ¿Eran casi todos estos niños enloquecidos por el ambiente y los estupefacientes de la burguesía madrileña? El caso de Lula en la primera novela…

R: El caso de Luna es el caso de una enferma psiquiátrica grave, cuidado. Tal como aparece definida por Elsa Kurtz, su psiquiatra en la obra, es una psicótica paranoide. Sin posibilidad de tratamiento curativo: de ahí la dinámica exterminadora que se abre con ella. Y de ahí también esa conclusión de la psiquiatra: “al final, en un mundo tan duro como este, uno solo se abre paso a punta de revólver…”

P: ¿Cómo podía ser amigo un profesor de filosofía materialista de tal troupe de “freaks” del rock and roll madrileño? De hecho, en los entornos comunistas en los que te formaste sabes que esa música estaba mal vista…

R: ¿Cómo no podía serlo? (risas) Qué tontería: el rock and roll empezó mucho antes que el comunismo para nosotros. Yo pasé mi adolescencia en Málaga de los diez a los 17 y para mí empieza en 1963 con los Beatles, con los Stones y todo lo que viene a continuación. Los viejos comunistas no podían soportar el rock and roll de la misma manera que nuestros padres ¡era una cuestión de edad! Como curiosidad tonta, una reunión ilegal y disparatada de estudiantes comunistas en la Complutense (1973, en la dictadura) usaba música de Pink Floyd para disimular que era una fiesta (risas). La policía de querer nos habría detenido a todos.

P: En 'Últimas voluntades' el espíritu del gran escritor maldito Eduardo Haro Ibars recorre muchas páginas ¿Cómo llegaste a ser amigo de él? ¿Vivió en tu casa antes de que te convirtieras en padre de familia como cuenta su biógrafo?

R: No, no, no vivió en mi casa, eso es un error, pero estuvo muchas veces. A Eduardo lo conocí en la época de las movilizaciones contra la OTAN: estaba muy ligado al área trotskista madrileña. Yo nunca lo fui, pero tuve muy buenas amistades allí y siempre pensé que los trotskistas eran lo más simpático con diferencia de toda la extrema izquierda madrileña. Después nos vimos en distintos sitios porque nuestros gustos musicales eran muy cercanos. Uno de los últimos momentos estupendos con Haro Ibars fue el concierto de Eric Burdon en una sala que estaba en la plaza de Manuel Becerra. Fue una actuación maravillosa, todos disfrutábamos como bárbaros, y Eduardo estaba loco de contento. Al acabar el concierto, atravesó toda la barrera de guardaespaldas de Burdon para ir a hablar con él ¡y lo consiguió! (risas). Pensábamos que lo iban a matar, pero no…

P: ¿Qué responsabilidad de la muerte de Ibars tiene su padre o la sociedad que le tocó vivir?

R: Eso, eso… ni yo lo puedo decir, ni nadie que lo haya vivido. La muerte de Eduardo fue consecuencia de un juego con el fuego de la heroína que tentó a muchísima gente de su generación. Atribuir responsabilidades morales sobre esta no me atrevería nunca…

P: ¿Cómo analizas la prosa de esta novela, Últimas voluntades a la luz de tu técnica literaria concisa actual? Los párrafos logorreicos son lo menos Albiac que uno podría pensar…

R: Y sin embargo están escritos en la misma época de mis columnas más ascéticas. Lo que se busca deliberadamente es el modo de hablar de la gente de los 80 que habían sido militantes la década anterior. Es decir, ese mundo donde la palabra construye realidad. ¿Cómo construye el Dios cristiano, el del Antiguo Testamento, el mundo?

P: En el principio era el verbo…

R: Hablando. Inventamos un mundo hablando. A partir de cierta edad te das cuenta de que has estado desbarrando, delirando, y es cuando se pasa a la segunda novela de la trilogía: el ascetismo completo.

P: El filme El futuro del colectivo “Los hijos” se recrea una fiesta de los años 80 donde nadie deja de hablar. Acaba en el presente con un devastador plano de un Supermercado DÍA.

R: No se paraba de hablar. Monologa la psicoanalista, incluso: ella que sabe que esto no deja de ser un delirio tipificado.

P: Son divertidas las menciones con desprecio a 'El País' de la psicoanalista en la etapa que era el BOE del PSOE…

R: (Risas) Ya casi no me acuerdo de ellas. Es que el criterio de corrección que ha mantenido El País me ha parecido siempre asfixiante. Para una psicoanalista que es capaz de abrirse paso a punta de revólver la respetabilidad de este periódico le debía resultar insufrible.

P: ¿Cómo llegaste a ordenar la estructura de la primera novela?

R: La trama está muy muy medida. Por eso se dan las referencias de fecha y hora al lector, para evitar extravíos. Es algo muy metódico, nada espontáneo. Los monólogos de Lula, incluso, están construidos. Algo esencial en las tres novelas son las referencias musicales: en Últimas voluntades se sigue "Street Fighting Man" de los Stones

P: La novela acaba con la frase “el sueño ha terminado” del "God" de John Lennon.

R: Exacto. Pero la escena capital se produce en el concierto de los Stones en Ámsterdam. Se usa también el “andante” del ruso Dmitri Shostakóvich del segundo concierto para piano y orquesta.

Ser rentista es lo único noble de esta vida”, como dice el poeta W. H. Auden.

P: Me entretiene Elsa como sesuda psicóloga ante el caos de Lula ¿Ha habido poca novela freudiana en España a diferencia de Francia?

R: Fíjate que sesuda es esta mujer que al final manda a tomar por culo a su controlador de París (risas). Se salta todas las normas y pasa al acto, lo cual está prohibido para un psicoanalista. Una declaración de principios: un diálogo con su padre, del círculo anarquista – surrealista parisino, acaba con un “por fin un psicoanalista a nuestra altura” (risas). Recuerda la cita de André Breton: “el acto surrealista perfecto es salir a la calle a disparar a gente”.

P: Me gusta la defensa del rentista al final de esta novela, ¿Faltaron filósofos estoicos de este estilo en la extrema izquierda en los 80?

R: “Ser rentista es lo único noble de esta vida” (risas). Es una cita robada del poeta W. H. Auden.

P: Quiero entrar en 'Palacios de Invierno', la siguiente obra ¿Es deliberada la frialdad de los encuentros entre los personajes? Deja un profundo malestar su lectura…

R: Es absolutamente deliberada. Los personajes que han vivido el absoluto a los treinta años solo pueden vivir los cuarenta con una frialdad que distancia de todo. Son gente que ha vivido una religión del absoluto y ha visto su desmoronamiento: después del absoluto no hay nada. De hecho, los espacios en blanco de esta novela tienen función narrativa: ocupan la función que en el cine se llama fundido en negro. Como no atiendas a los espacios en blanco en la obra te puedes pegar una hostia, especialmente en el desenlace.

P: Umbral te juzgaba “un cioranista” que juega a ser “moralista posterior a la moral” ¿Te sientes identificado en esta definición?

R: Yo admiro mucho a Cioran y también a Umbral (lo quería muchísimo). El filósofo rumano es uno de los grandes estilistas en prosa en francés del siglo XX, sin ser francés. Mi estilo literario es casi el opuesto a Cioran; en oposición al pathos de este yo he tendido a congelar la frase. A trabajar con hielo… Quizá la mayor admiración que se puede tener a un escritor es distanciarse de él.

P: La frase de Chateaubriand: “el escritor genial no es al que todos imitan, sino al que nadie puede imitar”

R: Exacto. Imitar a Cioran es hacer el ridículo…

P: Me gusta la aparición de Internet en esta obra ¿Fue deliberada? Tu descripción nada fantasiosa, recordemos el ensayo 'La red' de Cebrián del mismo tiempo, hace pensar en que eras consciente de las sordideces que aparecían ya allí…

R: Yo empecé a trabajar en Internet muy pronto: mi primera conexión fue en París en el año 1992. Era una rareza. Trabajé de manera más continua en el año 1995, que tenías que trabajar con un servidor norteamericano llamado CompuServe que costaba una pasta. En aquel momento tuve la impresión de estar en un cuento clásico de E. T. A. Hoffmann: en este un personaje diabólico quiere comprar la novia de un viejo bibliotecario. A cambio le da un libro en blanco que puede ser cualquier libro, incluso el más raro que hayas podido pensar. Es un libro que es todos los libros: era la biblioteca universal. Aquello me pareció la máquina de la inteligencia… pasados los años se ha convertido en un almacén de estupidez. Pasa con cualquier máquina…

P: Las tramas se van simplificando en tus obras, buscando la descripción densa o el monólogo desesperado ¿Detestas el mundo folletinesco? ¿Puede sobrevivir el “noir” sin un mínimo misterio?

R: No soporto las proyecciones de afectividad en la escritura: se debe liberar de cualquier investidura de sentimiento. Es la única manera para que sea emotiva: los efectos emotivos en literatura se generan mediante una matemática de palabras. Eso nos lo revela el poeta Stéphane Mallarmé.

P: En 'Blues de invierno' hay un poco más de sentido del humor, los personajes conocen cierta autoparodia generacional, ¿equivale a una etapa más feliz de tu vida?

R: Joder, se están muriendo ¡solo faltaría que no tuvieran sarcasmo! (risas) Cómo decir… quizá una etapa más desilusionada en el sentido más preciso del término. La ilusión, dice Freud, no deja de ser una variedad del delirio. Sin ilusión, uno puede ver las cosas como son y reírse de ellas. Estos pájaros que viajan a Nueva York son cadáveres andantes: uno porque tiene un cáncer que lo corroe; el otro porque tiene una vida que lo ha matado. ¡Pueden reírse de todo! Incluso, se llevan a una señorita solo por el gusto de mirarla: solo tienen una edad para estar bien acompañados, no pueden ya…

P: De hecho, ¿En quién basas el personaje de la prostituta Yuki? Parece trasplantado del Houellebecq más sórdido pasado por tu forma de escribir estilizada.

R: ¡Yuki no tiene nada de sórdido! Es una asesina profesional; su oficio de prostituta de lujo no es más que un disfraz. Es un personaje primorosamente adiestrado por los servicios postsoviéticos: está calcado de modelos que se utilizaron ya en la K.G.B.

P: Es más un personaje de Haneke que de Cronenberg; una línea carmesí en una pared blanca como lienzo estilizado…

R: ¡Y ellos son dos pringaos en comparación! Yana, la otra espía, es más carnal: se conservan ciertos momentos de emotividad.

P: ¿Cuándo descubriste Nueva York? 'Blues de invierno' recuerda al final de la película 'El crack' en ese choque entre españoles y esa ciudad despiadada.

R: La descubro muy tarde. Yo he estado viviendo toda mi vida en el cine, como toda la gente de mi edad. Para las gentes de mi edad nunca se va a Nueva York, se vuelve. Lo pisé poco después del 11S. De hecho, ese es el juego de los personajes en la novela.

El comunismo fue la última fe del siglo XX; yo me he empeñado en vivir sin religión y no estoy dispuesto a seguir una de recambio

P: La última novela juega al mundo conspiratorio, medio en serio medio en broma, ¿El 11S y el 11M rompieron esa década aburrida que en perspectiva fueron los 90?

R: Juegan al tema conspiratorio como decían los psicoanalistas en un chiste: “el paranoico que ve un cocodrilo debajo de la cama todos los días un día no vuelve a la consulta porque se lo ha comido un cocodrilo” (risas). Los juegos conspiratorios en la novela tienen un toque irónico; aunque este disfraza los elementos más reales. El más irreal de todos es el más real: tres personas en un restaurante chino se sientan en una mesa y delante hay otras personas (en los restaurantes allí te sientan con desconocidos). Y encuentras en esa mesa a un tipo que fue un dirigente del PCE en la época que eras militante; un importante pájaro que ahora milita en el PSOE y está haciendo una labor siniestra en una dictadura latinoamericana. Su mirada entra a través de ti y al revés. Eso, que para el lector puede parecer irreal, es el único momento real de la novela.

P: El comunismo era una especie de universalismo que unía a gentes diversas. Jesuitas en el siglo XX.
R: Sin ninguna duda. Y recuerda la admiración de Lenin a San Ignacio de Loyola.

P: Son bonitas las menciones a las salas de cine en las tres novelas ¿Son vuestro único género épico ahora que vuestra generación está “derrotada”?

R: Son lo único que nos queda: son los únicos elementos de nuestra memoria que no son siniestros. Yo veía en Utiel, en Málaga, películas de vaqueros; luego me enteré de que eran de John Ford.

P: ¿Cuándo vas a hacer una novela o al menos una memoria de la persecución a la que te sometió gran parte del grupúsculo original de Podemos en la Complutense? Sería una estupenda venganza literaria…

R: No, sería darle sentido (risas). Aquello no se puede tomar en serio: fue una historia de Edipo. No es ni siquiera política. Quiénes montan toda esa historia son mis alumnos de finales de los años 70 e inicio de los 80. A alguno de los cuales yo le había hecho entrar como profesor en la universidad, incluso: él y otros fueron los que organizaron todo aquello. En su momento me cabreó, pero ahora me produce una profunda ternura. También una gran satisfacción: en mis hijas no he provocado un edipismo similar, que de haberlo hecho mi familia sería un infierno (risas).

P: Fuiste quizá el único que se resistió a la moda chavista en la Complutense: toda tu generación y las subsiguientes cayeron.

R: Desde el primer momento. Estaba en los inicios antes de que en la Complutense nadie tuviera relación: me envió una carta un profesor de Venezuela para que viera las maravillas allí. La tiré a la papelera: ¿caudillismo a mí? ¿a un viejo althusseriano formado en el anti-humanismo teórico? ¿a estas alturas? ¡Un respeto! (risas)

P: Te formaste en la época del 'Anti-Edipo', el libro de Deleuze que desglosa Leopoldo María Panero en 'El Desencanto'. Volviendo a los 90, lo fascinante es que el chavismo compró a toda la Complutense.

R: Compraron a todos. O los fascinaron. No menosprecies la fascinación, ¿eh? Ahora, algún día se sabrán las finanzas de los primeros grupos que dieron origen a Podemos. Estas serán un cenagal. Pero, repito, esta gente necesitaba una religión después de 1989. El comunismo fue la última fe del siglo XX. Yo me he empeñado en vivir sin religión y no estoy dispuesto a seguir una de recambio. Ahora, entiendo que la gente la busque y la encuentre…

Como nacido en los 50 ¿no sientes que “todas vuestras poéticas eran prestadas” como dice Arcadi Espada en 'Contra Catalunya'? Sois un poco los hermanos menores de un Vázquez Montalbán que preferisteis la desoladora verdad a la hipocresía PSUC

R: Nunca tuve que ver con Vázquez Montalbán: siempre me pareció un escritor menor. Era literatura popular como Corín Tellado. Todas las poéticas, volviendo a la frase, están tomadas de alguien: no se escribe desde la realidad, se escribe desde lo leído. Coge al momento poético álgido en los últimos tres siglos, el momento de nacimiento del romanticismo alemán. ¿Qué está haciendo Hölderlin? ¿Y Novalis? Reescribir a los hermanos mayores que eran los griegos. Quién pretenda escribir desde lo real está repitiendo lo que no sabe que está repitiendo: es mejor conocerlos.

P: ¿Le llevarías chorizos al Subcomandante Marcos como hizo Montalbán? ¿Alguien puede ser de izquierdas después de eso?

R: Qué bochorno. Esa es la parte risible, pero mi primer choque con mis alumnos -lo cuales darían origen al populismo español- no fue por Venezuela. Fue la noche en que un grupo de descerebrados en el sur de México lanzaron a una muchedumbre de campesinos con fusiles de madera para que el ejército los matase a tiros. Hay algo que no se le puede perdonar jamás a un dirigente político: mandar a sus subordinados a matarse sin que pueda suceder otra cosa. Hay un ciclo de novelas de Jacques Vingtras escritas por Jules Vallès donde se narra la figura de uno de sus personajes de la comuna de París. Este personaje, bohemio de café, a punto de entrar las tropas contrarrevolucionarias se acerca a hablar con milicianos que defienden la capital francesa y que probablemente van a matar. Y a estos últimos les dice “dejadme solo, dejadme solo, tengo que pensar” (risas). La figura de ese cretino cursi que era el Subcomandante Marcos que veía “hacerse matar” como “realismo mágico” me parecía obscena. Y eso fascinó a la nueva generación.

P: Ahora que mencionas a Vallès, ¿Os sobrevive más la literatura que la militancia?

La literatura es lo único que nos sobrevive: el único absoluto que uno puede reconocer en la vida es la sintaxis.

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