No es una metáfora ni un artilugio retórico, tampoco una exageración. Existe. Hay gente que la sufre, dentro y fuera de la literatura. Se trata de la bibliofagia, una variante infrecuente dentro de los trastornos de las picas, clasificación psiquiátrica en la que queda incluida la pulsión que sienten las personas por ingerir o lamer sustancias no comestibles como la tierra, la tiza, el yeso, las virutas de la pintura, el bicarbonato, las cenizas y hasta el detergente. En este caso, el término se aplica al papel en forma de libro. Sí: comedores de libros.
Sobre este tema han hablado y escrito muchas personas, entre ellas el escritor Agustín Fernández Mallo en su texto Carta de amoral excremento de celulosa y algunos blogs aficionados a las filias literarias, que no son pocas, valga decir. Porque sí: existen los bibliófilos, pero también los bibliópatas; y en esta categoría entra un buen puñado de personas, desde lectores hasta autores y, por supuesto, personajes. Cabría pensar que Emma Bovary sufría de algo parecido, con un detalle: a ella le molaba el arsénico. Un afición que dura lo que el intento: una vez.
Chistes macabros a un lado, y en lo que a comedores de libros respecta, hemos encontrado algunos ejemplos de ficción dedicados a tan raro pasatiempo. Incluso, existen novelas y relatos dedicados al tema. En su libro Las confesiones de un bibliófago, el escritor barcelonés Jorge Ordaz, convierte a su personaje, un liberal del siglo XIX, en el autor de las memorias de un hombre que pasa de detestar los libros devorarlos en el selecto Book eater's club londinense.
El escritor Miguel Albero también se ha ocupado del tema. De hecho, dedica un capítulo entero en su libro Enfermos del libro: Breviario personal de bibliopatías propias y ajenas. En su libro de relatos Una manada de Ñús, Juan Bonilla convierte en una modalidad de bibliofagia el plan de un grupo de estudiantes vengativos. Convencidos de que se ha cometido una injusticia, deciden perseguir al jurado que no reconoció con el Premio Nacional al poeta Josep María Fonollosa. Buscan uno a uno a los miembros supervivientes y, a manera de castigo, les obligan a tragar pedacito a pedacito, las páginas con los poemas del escritor barcelonés.
Comedores de libros emblemáticos, pues el monje Jorge de Burgos, el anciano bibliotecario de la abadía benedictina de la novela El nombre de la rosa. Burgos, quien mantiene oculto el segundo libro de la Poética de Aristóteles, decide comerse las páginas envenenadas del libro del ejemplar.
En el libro de relatos Metaficciones, el escritor mexicano Rafael Toriz incluye el relato El Bibliófago. Su protagonista, “cansado de los muchos libros y de la sensación de vértigo que experimenta[…] en librerías ingentes o infinitas bibliotecas [y] ante la obvia imposibilidad de leerlos todos”, decide, “a falta de no tener algo mejor que hacer con ellos, comérselos todos.”
Hay incluso versiones infantiles del asunto. El increíble niño comelibros, del escritor Oliver Jeffers, narra la historia de Enrique, un niño al que le encantan los libros y que un buen día decide probar uno. Primero come una palabra, luego una oración … hasta dar cuenta del ejemplar entero. Convencido de que semejante hábito no puede traerle más que cosas buenas, se emplea a fondo. Sin embargo, pronto comienzan los problemas para tan joven y voraz lector.
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