Al Atlético le faltaba Diego, el mejor futbolista creativo que había vestido la rojiblanca en los últimos 20 años. Y como ya lo había probado y disfrutado, lo echaba de menos. Calidad, imaginación, dotes de mando, capacidad para proteger la pelota, conducirla, pasarla y golpearla. Un jefe continuo de juego. El punto de fútbol con el que redondear un equipo casi perfecto en solidez defensiva, lucha solidaria, oficio táctico colectivo, pericia a balón parado y pegada. Era una necesidad. Pero la grada, de tanto ilusionarse con su vuelta y quedarse siempre a medias, ya le había perdido la fe.
A Óliver se la había perdido su propio entrenador. Al chico le faltaban minutos y confianza alrededor para soltar sus prestaciones de futbolista grande, un técnico que gestionara su progresión sin empequeñecerlo. También un equipo que no le pasara por encima, que no minimizara sus virtudes y fomentara sus defectos. Precisaba con urgencia una cesión, para no estropearse. Y Guilavogui, por otros motivos, también. Simeone no se había esforzado ni en disimular: no contaba con el francés.
Y como si no se tratara del Atlético, los movimientos del último día del mercado respondieron a sus necesidades: se fueron a préstamo Óliver y Guilavogui, y llegó Diego, el deseado, el prohibido. Y como además se conoce las reglas del técnico, para jugar desde ya. Una sensación en el cierre desconocida para los rojiblancos, acostumbrados a perder piezas por sorpresa y a traición, a salir con lágrimas del 31 de agosto o el último día de enero.
Ni la lesión de Filipe con la que tendrán que convivir durante un mes, ni la tradicional agresión gratuita a las puertas de un derbi (ese desafortunado “el Madrid siempre es el favorito” que pronunció mecánicamente esta vez Gabi) lograron sujetar la alegría de los atléticos. Hubo incluso entre ellos quien, contra la costumbre de maldecir a Gil Marín, sintió hasta el impulso de abrazarle. La noticia de la noche invitó a todos los colchoneros a saltarse por unas horas la estricta dieta del partido a partido y, con permiso del Cholo, ponerse a soñar bien alto.