El Atlético agarró la Liga prohibida, el campeonato imposible. Lo hizo a su manera, por el camino más largo, soportando todo tipo de contratiempos, pero sin perder nunca la fe. No se entretuvo en lamentaciones, no se conformó con inspirar lástima, nunca torció la cara. Y le dio la vuelta al desenlace cuando todo parecía ya perdido. A golpe de escudo, de corazón, cambiando las pautas convencionales del fútbol. Reduciendo al rival más poderoso a una sola jugada (las ollas de Alves) y creyendo, creyendo, creyendo. El diccionario no resuelve lo que ocurrió. La palabra mérito se queda pequeña al lado de lo que hizo esa gente, tampoco alcanza con épico o heroico para explicarlo. No hay más verso que decir Atlético de Madrid y recitar al lado Simeone. La comunión maravillosa que traduce en felicidad y proeza lo que la ciencia jamás conseguirá desmenuzar. La Liga del siglo, esta vez sí.
El Barça nunca estuvo, eso es así. Casi se encuentra un título, lo llevó cogido durante un rato de la mano, pero realmente ni lo peleó. El combate del Atlético fue contra sí mismo, contra los prejuicios que le impedían aspirar a lo que ya luce en su pechera y contra sus fantasmas fatalistas. Lo tuvo bien fácil, puntuar en Levante o, sobre todo, ganar en el Calderón al Málaga. Pero ahí decidió acomplejarse, aterrorizarse y atormentarse. Y esperó también a que se le pusiera todavía peor, imposible, para resurgir de sus cenizas como sólo esa religión es capaz. A que Diego Costa se rompiera solo, a que sus lágrimas por todo lo que se perdía (la Liga, la Champions y el Mundial recreándose cruelmente por su cabeza) encogieran el alma de todos. A que un árbitro, en asociación con Cesc, se llevara por delante a Arda Turán, la principal esperanza de virtuosismo que enseñaba la alineación. A que Alexis, el patito feo azulgrana, se sacara de donde no había nada un remate supersónico a la escuadra. A que todo se pusiera en contra. Y fue justo ahí, en el fondo del pozo y el pupas asomando, cuando se levantó.
El fútbol le ofreció una excusa, unas cuantas, la mano comprensiva en el hombro de toda la humanidad, pero el Atlético no aceptó otro consuelo que ganar. Y surgió de repente un equipo, una camiseta, un entrenador, once guerreros. Y un escudo, que es lo primero que se agarró Godín después de levantarse en el corazón del área y ajustar ese cabezazo potente y picado que resumirá por los días de los días un campeonato irreverente e inolvidable. Porque de eso va esta historia, de escudo, de respeto y fe a un escudo. Cómo no, a balón parado, el secreto mejor guardado del Atlético, la llave que le ha abierto un día tras otro, partido a partido, las puertas del paraíso. Y cómo no, con la firma de un central. En su milagro, el Cholo ha convertido en secundarios a los futbolistas principales (de ahí que la herida de las lesiones no se acusara) y en priotarios a los gregarios: Miranda, Godín, Gabi y Tiago. En esas dobles parejas se esconde el libro de estilo de la hazaña de Simeone.
El Atlético ganó la Liga. A su manera, justo cuando la tenía perdida después de prácticamente ganada. La forma extrema de instalarse para siempre en la historia. Ya sí, éste, el del Cholo, el de Courtois; Juanfran, Miranda, Godín, Filipe; Gabi, Tiago; Arda o Raúl García, Koke; Villa y Diego Costa, y todos los demás, es el mejor Atlético de todos los tiempos. Y su Liga, la más... No, no existe la palabra.