Jimmy no era un santo. Ni un mártir. Jugó con reincidencia en el lado malo. Ensució el fútbol, lo manchó de terror con la misma impunidad que sus asesinos. Posiblemente no se ganó el respeto que su muerte le ha concedido. Pero pese a sus antecedentes tampoco merecía ese trágico final. Fue víctima de su propia barbarie, llegó a Madrid con parecidas intenciones a las que le costaron la vida. Pero fue víctima. Y su historial delictivo no atenúa un gramo la conducta cobarde, brutal y miserable de sus homicidas. Jimmy no fue un ejemplo, no el que frecuentó el fútbol para contaminarlo. Pero sí debe serlo a partir de ahora. Su impactante obituario debe marcar como dijo ayer Cardenal un antes y un después. Pero de verdad.
Jimmy es una oportunidad. Otra más, como tantas y tantas desperdiciadas anteriormente. Porque el fútbol se lleva contando cómplice y resignadamente así hace demasiado tiempo. Pero ésta es una nueva oportunidad, ojalá que histórica. Un pretexto para plantarse de una vez por todas frente a tantos indeseables intimidadores, para no aceptarlos dentro como algo inevitable. Aunque canten y sientan supuestamente las mismas cosas y se camuflen bajo el mismo escudo. Sobran. Ocupan la localidad de al lado, pero no pertenecen al equipo. Juegan siempre enfrente. Y hay que hacérselo notar.
Qué más da a estas horas quién tenga más culpa, quién podía haberlo evitado antes. Señalar con el dedo ha perdido su efecto maquillador, no es un consuelo. Y además desvía el foco, ampara el problema. Qué más da incluso el fétido olor que destila la ventajista y repentina posición de los de la voz de su amo, los que utilizan vilmente el cadáver para sus pulsos personales. Qué importan en este desafío las bufandas. Es un interés y una urgencia de todos y necesita del arrojo de todos en la misma dirección. Hay que acabar con ellos, sacarlos de aquí. Con la ley o con el desprecio. Pero para siempre. Y se puede, claro que se puede. Jimmy tiene que ser el último. Sí o sí.