Es un recién llegado al Madrid (que no al fútbol), y por tanto su declaración no procede de un apego extremo al escudo, pero es la base de este deporte, el principio sagrado que con tanta insistencia unos y otros acostumbran a pasar por encima. Ancelotti no es madridista, no puede serlo, pero afirma con tanta naturalidad como rotundidad que nunca entrenaría al Barcelona. "No, no lo haría, por respeto; tengo que respetar mi historia y la historia de los clubes que he entrenado", declaró anoche en El Larguero ante la pregunta de rigor previa a cada Superclásico. Y no es demagogia, o no debería, sino el motor que, pese a la contaminación de negocio, debería mover el fútbol. Y eso que al italiano la implicación con lo blanco todavía le afecta de soslayo.
Porque el fútbol son las hinchadas. El superclásico que mañana paralizará no sólo España sino el mundo, el espectáculo convertido en una máquina abusiva de dinero, es lo que es gracias a la rivalidad extrema de dos aficiones. Y vivir de esa pasión, favorecerse profesional y emocionalmente de ella, también compromete. Y salvo como despecho, justificado precisamente por el maltrato o desprecio previo de ese club o esa afición, nadie debería jugar caprichosa e interesadamente al cambio de camiseta. No hay millones que lo justifiquen. La dignidad está en juego.
Quizás Ancelotti se convirtió ayer en prisionero para siempre de sus palabras por un asunto de provocación (que también tendría su lugar en la liturgia de un Superclásico), una especie de decir yo nunca habría hecho lo que hizo Luis Enrique, pero incluso así estaría cargado de razón. Los silbidos que mañana escuchará el técnico azulgrana en el Bernabéu, como los que en su día se llevó Figo del Camp Nou (y eso que el pecado es incomparable), estarán mucho más justificados que los indecentes transfuguismos. Y paradójicamente reciben más comprensión éstos que los primeros.
Ancelotti tiene razón. Trabajar en el Madrid invalida hacerlo luego en el Barça. Vestir la camiseta del Atlético anula poder lucir la del Madrid. Santificar la rivalidad no es incitar a la violencia, como se retuerce desde algunas tribunas. Es respeto. Al fútbol y a uno mismo. Y es bueno que los protagonistas se atrevan a pronunciarlo de una vez en alto.