Pasé mi infancia viendo caer a España en cuartos, una suerte que no tuvieron mis padres, acostumbrados a que la selección quedase incluso antes de aquel cruce maldito. Recuerdo ir a cada Mundial con ilusión, pensando que esa iba a ser la definitiva, un sentimiento extendido que siempre era aplacado por los agoreros: no ganaremos, haremos el ridículo.
Nunca llegué a entenderlo del todo, si no se va con fe es mucho mejor no ir y cuando llegue la eliminación que nos quiten lo bailao. Llegaba el día, claro, y los victimistas levantaban la cabeza para recordarnos que tenían razón. Ellos disfrutaban con la ratificación de sus teorías, pero yo al menos había tenido un mes soñando con un español levantando la copa.
Todo aquello ya terminó. Una generación divina ha quitado cualquier rescoldo de duda, no hay disfunción genética, ninguna causa objetiva, que impida a España ser campeona. El movimiento se demuestra andando. Dentro de unos meses, y por décima vez consecutiva, España estará en el Mundial. No sé si ganaremos, lo normal es no hacerlo, pero ahora tendremos fuerzas para replicar a los derrotistas. No vale ser negativo, el camino ya lo conocemos.
España ha conseguido sus títulos con el mejor de los estilos. Un orgullo doble, sin duda, aunque uno tiene la impresión de que cualquier versión, por rastrera que fuera, hubiese sido válida. Lo de la selección era una cuestión de necesidad histórica más que estética. Tuvo el tema algo de justicia futbolera, la máxima justicia que existe. Antes del reinado de La Roja, Italia era campeona del mundo y Grecia de Europa, dos equipos ramplones, aguerridos, de ese otro fútbol que algunos adoran. Sus victorias llenaban el argumentarlo de aquellos que hablaban del físico por encima de la magia y la defensa como único camino a la gloria.
La selección ha bajado un poco su nivel en estos últimos tiempos, o esa sensación da al menos. No es grave, sigue siendo el equipo a seguir, pero no hay que dejar de señalarlo. Tampoco es necesaria esa recua de censores que salen como perros de presa cuando hay alguna crítica al equipo, una tipología de tertuliano muy extendida en tiempos recientes que se dedica a desperdigar temas tabúes sobre los que no es aceptable la discrepancia. Si hay partidos como el de Bielorrusia, de esos en los que el equipo aparece inánime, desinflado, no pasa nada por contar que por esa vía sólo se llega a un precipicio.
Repito, pues es importante, que lo normal es perder. Llegará Brasil y todos aspirarán a lo mismo, un puesto que sólo puede ocupar uno y en el que lo anormal es repetir. Nuestro equipo llegará sabiendo que tiene potencial de campeón, aunque siempre quedará la duda de si lo posible se convertirá en realidad. Da lo mismo, cuando Blatter abra el baile sólo cabrá espacio para la ilusión y si el fútbol traiciona a la selección siempre quedará lo ya disfrutado. Brasil espera, ya hay ganas.