No pretendan que el Calderón juzgue a Fernando Torres al peso, estadística en mano, contando sus goles como el Scrooge de Dickens escudriñaba sus monedas. La parroquia india siempre rendirá reverencia al ídolo sobre el que se abalanzaron en Segunda, cuando nada quedaba en pie y el equipo menguaba en la mediocridad de cada domingo.
A ese ruedo soltaron a un adolescente cuperoso y el muchacho apartó la timidez y se echó a la espalda noventa y muchos años de historia. Aquel potrillo amaestrado a trompicones supuso para una generación acomplejada de atléticos la única luz entre tinieblas. No existía héroe, ergo había que crearlo.
Justo es decir que Torres pasó los mejores años de su vida lejos del Manzanares, alardeando bufanda rojiblanca en cuanto tenía ocasión pero cantando sus goles en inglés. En Madrid firmó galopadas prometedoras, pero sólo en Anfield reventó como el delantero de desborde automático que enamoraba a los fieles del fútbol vertiginoso. Nunca fue un gran definidor, pero sus dos primeras zancadas casi siempre escribían el prólogo de una bonita historia.
Luego llegaron los remiendos y unas piernas cada vez más llenas de cicatrices. El Torres desplomado en el césped del Soccer City de Johannesburgo, incapaz de trotar para presionar la bola, sacrificaba quizá una carrera por una Copa del Mundo. A partir de esos meses, el Chelsea descubrió que le habían firmado un contrato de cinco años a un recuerdo.
La decepción de Jackson ha empujado a Torres a asumir un rol para el que le cuesta disimular las costuras
Afligido en Londres y desubicado en Milán, el chico volvió al único lugar en el que sabía que, incluso lejos de la élite, sigue siendo especial. Y el matrimonio, sin que sirva de precedente, fue el idóneo. El Atlético se sacó de encima al indolente Cerci y ganó para la causa, por el mismo precio, un alfil en el campo y un rey en el vestuario. El mismo día en el que el Vicente Calderón se llenó sólo para recibir a su viejo amigo se supo que el movimiento de despachos había sido maestro. A las buenas, un delantero valioso en un equipo al que le cuesta no racanear con el gol; a las malas, un líder que predicaría desde el ejemplo.
La nota de este Torres reformulado está siendo buena. Ha decidido partidos peliagudos frente a Real Madrid, Villarreal o Eibar y muchos colchoneros le echaron de menos en abril cuando Chicharito marcó en el Bernabéu con el Atlético aculado. Su flaqueza sólo ha llegado cuando las circunstancias le han exigido calzarse las botas de 35 millones de Jackson Martínez. La decepción del colombiano y la bisoñez de Vietto han empujado a Fernando a asumir un rol para el que le cuesta disimular las costuras.
No es un ariete de referencia. Ya no. Pero su utilidad es indudable para un Simeone que sabe que en él tiene al titular más esforzado y a un suplente espartano para revolucionar segundas partes. Si los defectos de Torres, que son varios, se han hecho ahora más visibles, su condición de veterano curtido en el fútbol más competitivo le aporta un plus incalculable a un Atlético de Madrid que se ha convertido en lo que precisamente él fue a Liverpool a buscar.