Un primer tiempo descomunal de Di María, pletórico de físico, esfuerzo, profundidad y temple. Un recital de Iniesta, una exhibición de Messi no sólo en el gol sino en el pase al espacio. Un paraíso aéreo en el área del Valdés. Un clásico multiplicado por diez, pletórico de fútbol, deliciosamente desordenado, trepidante e incierto. El Madrid-Barça más vistoso de los últimos tiempos, con goles de ida y vuelta y un exceso de penaltis. Y una Liga que se abre de par en par, que presenta al Atlético, que también ‘jugaba’ en el Bernabeú, como inesperado líder a falta de nueve jornadas. Un Diego Costa cosido a patadas que impone su gol. Y un corazón incombustible que ha incorporado el remate a distancia a su catálogo de prestaciones, el capitán que contagia y pide selección: Gabi.
Y un feo final de fiesta. El patético lloriqueo arbitral de algunos futbolistas principales de la banda madridista. Cristiano, del que gracias a sus declaraciones fuera de tono se supo que estuvo en el Bernabéu, y Sergio Ramos, el blanco más expulsado de la historia: los abanderados de la teoría de la conspiración y la queja sin sentido, el nos tienen manía de toda la vida. La confirmación de la triple excusa en los tiempos modernos: Fernando Alonso pierde por el coche, el Barça por el césped y el Madrid por los árbitros.
Pero peor que esa forma tan lamentable de esconderse en la derrota, lo más sucio que dejó el partido más esperado del año fue un atentado que en vivo pasó inadvertido: el cobarde, brutal y malintencionado pisotón de Busquets en la cabeza de Pepe cuando éste se retorcía de un fingido dolor en el suelo. Una agresión camuflada de falsa casualidad, impropia y perseguible de oficio. Una de esas acciones que ensucian el fútbol, el colmo de la antideportividad, y, por cierto, sacan tanto de quicio al seleccionador (Arbeloa perdió su plaza en La Roja hace unas semanas por un indigno lance similar). Si Del Bosque volviera a jugar ya no querría ser Busquets. Le daría vergüenza.