En el verano de 2006, los ojos de Serge Jonas Ibaka Ngobila (22 años) no sabían hacia dónde mirar. Las luces eternas de Las Vegas hipnotizaban a aquel espigado adolescente en cuyas pupilas aún se veían los reflejos de su África natal. Había viajado a Nevada para participar en un campus de jóvenes valores de todo el mundo, y todos los focos le apuntaron en cuanto exhibió su poderío sobre la pista. Ahora, apenas seis años después, Ibaka disputa la final de la NBA, la mejor Liga de baloncesto del mundo. Un físico portentoso y el carácter cabal cincelado por una vida dura y sacrificada han aupado a la élite al pívot hispano-congoleño de los Oklahoma City Thunder. Es uno de los escuderos del gran Kevin Durant en el duelo inédito frente a los Miami Heat de Lebron James, otro fenómeno.
En septiembre de ese mismo año 2006, cuando aterrizó en el junior del CB L’Hospitalet (Barcelona), Ibaka cayó en manos de Mateo Rubio, su primer entrenador en España. Y, por lo que cuenta el actual técnico del Montcada (Liga EBA), Serge dejó huella: “Era un chico con gran potencial físico, pero en cuanto a baloncesto… No tenía movimientos y llegó con muchas carencias técnicas, pero con 17 años su capacidad de aprender era la de un niño. Abría los ojos como platos, era una esponja y asimilaba todo con una rapidez asombrosa. Yo no he entrenado a ningún jugador como él”.
"No tenía disciplina deportiva, llegaba siempre tarde a los entrenamientos"
“Como suele ocurrir en este tipo de países, tampoco tenía disciplina deportiva –prosigue Rubio-. Allí tienen otro concepto del tiempo, así que al principio llegaba siempre tarde a los entrenamientos. Le preguntabas por qué y siempre contestaba lo mismo: ‘No pasa nada’. Sonreía y te desarmaba. Poco a poco también corrigió eso”.
El pívot de Oklahoma es hijo de dos baloncestistas internacionales: su padre, de República del Congo; y su madre, jugadora de la vecina República Democrática del Congo (antes Zaire), que falleció cuando él tenía ocho años. Poco después, el día antes de cumplir nueve, estalló la Segunda Guerra del Congo, la más larga en la historia moderna de África y, con más de 4 millones de muertos, la más cruenta de la humanidad tras la Segunda Guerra Mundial.
Ibaka nació en el seno de una familia más que numerosa -es el decimosexto de 18 hermanos- y aprendió a andar en un país asolado por la violencia, el hambre y las enfermedades. “La familia es prioritario para él y desde la distancia siempre les ha ayudado –cuenta Mateo-. Tenía muy claro por qué había dejado África. Sabía que representaba al Congo por todo el mundo. Se echó a la espalda desde muy joven esa función de embajador de su país, algo que no le impide compatibilizarlo con el cariño que le tiene a España. La decisión de jugar con la selección es suya y la tomó a conciencia”.
Vivió cuatro años en condiciones adversas, sin electricidad ni agua corriente
Al igual que millones de congoleños, la familia de Serge huyó de su hogar. Se instaló al norte, en la pequeña ciudad de Ouesso. Fueron casi cuatro años viviendo en condiciones adversas, sin electricidad ni agua corriente. Quizás por eso, “al principio, recién llegado de su país, le sorprendían cosas que nosotros vemos cotidianas”, recuerda su exentrenador.
En 2002 los Ibaka regresan a Brazzaville, pero la caza de brujas política persiste y su padre, que trabajaba al otro lado de la frontera que marca el río Congo, en el puerto de Kinshasa (capital de la República Democrática del Congo), fue encarcelado. La abuela se hace cargo de sus hijos hasta que, un año después, cuando finaliza la guerra, Desiré Ibaka recupera la libertad. Todas esas vivencias le pasan a Serge por la cabeza cada vez que, antes de un partido, se retira discretamente del grupo para leer un pasaje de la Biblia. “Es algo muy importante para mí porque mientras que algunas personas no tienen vida, yo soy libre –argumenta-. He recorrido un largo camino y sólo puedo dar las gracias".
"Enseguida se interesó por vestir ropa de moda o ponerse un pendiente, como cualquier chaval"
“Era muy tranquilo, cariñoso, intentaba aprender el idioma y enseguida se interesó por vestir ropa de moda o ponerse un pendiente como cualquier chaval de su edad. Pero no se le ha subido el éxito a la cabeza”, confirma Mateo. “Por ejemplo, el verano pasado coincidimos en una cancha y en cuanto me vio enseguida nos vino a saludar a mí y a mí mujer. Eso es porque le han educado así y porque la gestión deportiva de su carrera ha sido muy buena”, bromea Mateo Rubio.
Al igual que en la vida, en el deporte también se curtió desde pequeño. Jugaba cada día en las agrietadas calles congoleñas, buscando tiros imposibles en rudimentarias canastas de madera y calzando plásticos o viejas zapatillas de deportes con agujeros remendados a base de cartones.
“Sus cualidades físicas (2.08 metros y 100 kilos) son innatas, pero trabajando siempre ha sido una animal"
“Sus cualidades físicas (2.08 metros y 100 kilos) son innatas, pero trabajando siempre ha sido una animal. Mañana y tarde, sin escatimar esfuerzo. Hasta ahora, en la NBA su aportación es fundamentalmente defensiva, pero en dos años explotará ofensivamente y mostrará muchas cartas que no ha enseñado aún”, avisa Rubio.
“Era un portento físico”, coincide José Ángel Antelo, ala-pívot del Caceres y compañero de Ibaka en L’Hospitalet 2007-08. “Se hinchaba a poner tapones y se enfadaba cuando algo no le salía, aunque enseguida se le pasaba. Era evidente que llegaría alto, pero tanto como a una final de la NBA en tan poco tiempo no me lo esperaba”.
Desde L’Hospitalet hasta Oklahoma, pasando por el Manresa y el Real Madrid, Ibaka siempre ha desplegado una ambición tan desmesurada como su poderío. “No se ponía techo. Recuerdo que una vez me dijo: ‘Coach (entrenador), cuando yo NBA, yo compro coche a ti’. A ver si le veo para recordarle lo que me ‘debe’. Además, encima está jugando la final”.