Cuatro títulos de Copa del Rey consecutivos después, la dinastía del Real Madrid se reinventa para seguir dejando una huella indeleble en el baloncesto español moderno. Un equipo que convierte a Pablo Laso en entrenador admirado e imitado a partes iguales y que sigue derramando sobre la cancha cápsulas de talento para no olvidar.
En Vitoria, quizá en la Copa más complicada con la que han tenido que lidiar en los últimos cursos, los blancos estuvieron incluso peligrosamente cerca de despedirse del torneo a las primeras de cambio frente a un correoso MoraBanc Andorra. Se sobrepusieron a caminar cerca del precipicio también frente a los anfitriones, y acabaron tirando a la cuneta igualmente a Baskonia, prórroga incluida. Un carácter ganador al que pocos ponen diques.
Son tantas las noches en las que este Real Madrid nos ha acostumbrado a victorias desbordantes de puntos en un baloncesto europeo rácano, que dejaba poco al libre albedrío del talento, que hemos terminado normalizando una excelencia pocas veces alcanzada en nuestras fronteras.
Un baloncesto total en el que todos hacen de todo y en el que los partidos mueren presos de un ritmo infernal en el que dos versos sueltos atraen todas las miradas. Lo que Sergio Llull y Luka Doncic ofrecen cada día se escapa de nuestros cánones y de nuestros registros deportivos preestablecidos.
El uno ofrece un carácter que apabulla y una colección de canastas imposibles para cualquier otro mortal que en él son el pan de cada día; el otro, una precocidad para la cual se nos acaban los adjetivos y los halagos. Disfruten mientras puedan de un lienzo, el de este Real Madrid de Laso, que deja trazos inolvidables.