Montserrat Tomé Vázquez nació en Oviedo (Asturias) el 11 de mayo de 1982, pero desde los cuatro años vivió con su familia en el barrio de La Isla de Pola de Siero y se siente polesa por los cuatro costados. Es una de los tres hijos (dos chicas y un chico) que tuvieron José Ramón Tomé, trabajador durante muchos años en la Central Lechera Asturiana, y su esposa. Familia muy unida, de clase trabajadora, los cuatro, junto con los cuñados y los sobrinos, han sido siempre el apoyo fundamental de Montse, a quien familiarmente llaman “Mon”.
Montse Tomé estudió en el IES Río Nora, de Pola de Siero. Pero a los cuatro años alguien le puso un balón ante los pies y la cosa ya no tuvo remedio. A la cría le gustaba el fútbol más que ninguna otra cosa, lo cual provocó durante años miradas irónicas y frases no del todo agradables entre los “guajes” del barrio, porque el fútbol era cosa de chicos, todo el mundo lo sabía; Montse era la única chica que se empeñaba en jugar con ellos (algunos no querían), pero acabaron por respetarla y apreciarla de verdad, porque la niña le daba a la pelota mejor que muchos de aquellos arrapiezos.
Eso formó el carácter de Montse. Primero, se hacía querer. Segundo, era tenaz, obstinada y cabezota. No se rendía nunca. Si quería jugar, jugaba. Y tercero: puestos a dar patadas, ella la primera, lo cual es un valor fundamental cuando juegas al fútbol en la calle con chavales que te miran con cierta suficiencia y casi te desprecian por ser lo que eres. Ahí fue fundamental el apoyo de sus padres, verdaderos fans de la criatura desde siempre. Pero fans de los de verdad, de los de bufanda y camiseta y gorra, hasta hoy. El padre todavía recuerda los madrugones y los kilómetros que tuvo que hacer con el coche para que la niña jugara donde quería.
Montse acabaría diplomándose en Educación Física por la universidad de Oviedo, pero el fútbol era lo primero. El fútbol… y luego el ciclismo, deporte en el que también destacó: formó parte del Rocío Gamonal Team, pero eso fue mucho tiempo después.
A la cría le sacaba de quicio perder y echaba la culpa a todo el mundo; por ejemplo a su hermana Noelia, que se había apuntado con ella. Hubo discusiones familiares. No sirvieron de mucho porque siguieron perdiendo
El primer equipo “serio” en el que jugó fue el de su pueblo, el CD Romanón, uno de los primeros en apostar por el fútbol femenino. Montse tenía trece años. Fue un desastre. Su padre recuerda que aquello año empataron un partido y perdieron todos los demás. A la cría le sacaba de quicio perder y echaba la culpa a todo el mundo; por ejemplo a su hermana Noelia, que se había apuntado con ella. Hubo discusiones familiares. No sirvieron de mucho porque siguieron perdiendo.
Al año siguiente logró entrar en el que entonces se llamaba Oviedo Moderno (hoy, Real Oviedo Femenino), club con el que estuvo vinculada la friolera de 14 años. Al contrario que en el Romanón, en el que jugó en todas las posiciones para ver si lograban protegerse de la cellisca de goles que les caían en cada partido (no lo lograban), en el Oviedo ya se instaló con firmeza como centrocampista. En 2006 fichó por el Levante, que jugaba en la Superliga (la máxima categoría del fútbol femenino) y en la temporada siguiente, 2007-2008, lograron ganar la Liga: fue el único título que obtuvo en su carrera como futbolista. En el verano de 2010, ya con 28 años, se pasó al Barcelona. Y dos años después, en 2012, volvió a la “casa del padre”: el Oviedo Moderno, donde se retiró pocos meses después. En medio de todo esto jugó bastantes partidos con la selección nacional sub-18 (quedaron subcampeonas en Francia, en 2000) y jugó cuatro encuentros con la selección absoluta, entre 2003 y 2005.
Tengamos en cuenta que el fútbol femenino, hace veinte años, es verdad que existía, pero era un exotismo no solo para los “guajes” de Pola de Siero: lo era para la inmensa mayoría de los españoles, que apenas iban a los campos para ver jugar a las chicas y, en muchos casos, las miraban con una sonrisa de conmiseración. Los posibles logros, tanto en las competiciones nacionales como en las europeas, apenas tenían repercusión pública: no se enteraba casi nadie. Montse Tomé, en aquellos partidos internacionales, se daba cuenta de que, en el plano táctico, la selección nacional de España era quizá levemente inferior a sus competidoras europeas, pero en el plano físico a las españolas les daban sopas con honda. Eso era lo que había que cambiar.
En 2018 se hizo entrenadora “de verdad” después de algunos pinitos anteriores (por ejemplo, en el CD Romanón de sus inicios): sacó la licencia profesional de la UEFA tras formarse con compañeros como Juan Carlos Valerón, Pier Cherubino o Javier Saviola. Esa formación se impartía en Las Rozas (Madrid): Montse cambió de residencia y sustituyó las cabalgadas ciclistas en los puertos asturianos por las cuestas de Navacerrada y La Cabrera.
En la Prensa y en el mundillo futbolístico, más de uno pensó que el “tándem” Rubiales-Vilda buscaba una mujer para añadirla al staff para callar bocas
Y pronto, en 2020, sonó el teléfono. Era Jorge Vilda, al que no conocía personalmente. El seleccionador del equipo nacional femenino de España le propuso a Montse convertirse en su “segunda”, trabajar con él. La asturiana, que estaba dirigiendo a las muchachas de la selección sub-17, se preguntó por qué. No se habían visto nunca. Ninguno de los dos tenía ni idea de si se llevarían bien o mal. En la Prensa y en el mundillo futbolístico, más de uno pensó que el “tándem” Rubiales-Vilda buscaba una mujer para añadirla al staff para callar bocas: que no se dijese que quienes dirigían a la selección nacional femenina, cada vez más seguida por la afición, eran todos varones. Pero Montse aceptó. En una cosa sí coincidía con Vilda: ninguno de los dos había entrenado en su vida a un equipo “de verdad”.
En agosto de 2023 ocurrieron dos cosas a la vez. Una, que España ganó el Mundial de Fútbol Femenino que se celebró en Australia. La otra, que el presidente de la Federación Española de Fútbol, el sanguíneo Luis Rubiales, le atizó un beso no deseado a la jugadora Jenny Hermoso allí mismo, en pleno estadio, delante de la Reina, de la infanta Sofía, del presidente de la FIFA y de todas las cámaras imaginables. Las jugadoras se plantaron firmemente y el “caso Rubiales” concluyó con la dimisión de este y con su inhabilitación por la FIFA para ejercer “cualquier cargo o actividad relacionada con el fútbol” durante tres años. Poco después fue destituido también su hombre de confianza, Jorge Vilda.
No es cosa de detallar si Montse Tomé, que acudió a aquella reunión obligada, aplaudió dos veces, como ella aseguró, o aplaudió siete (porque aplaudió siete)
Fue un momento muy duro. En aquella vergonzosa asamblea de la Federación la del “no voy a dimitir”, hubo quien contó con detalle las veces en que cada cual aplaudió el patético discurso de Rubiales. Está claro que todos, hasta los más conspicuos rubialistas, estaban allí profundamente incómodos (o eso dijeron después), y no es cosa de detallar si Montse Tomé, que acudió a aquella reunión obligada, aplaudió dos veces, como ella aseguró, o aplaudió siete (porque aplaudió siete). Los nuevos responsables de la Federación hicieron de la necesidad virtud y la nombraron a ella, precisamente a ella, para reemplazar a Vilda y dirigir la selección absoluta del fútbol femenino español, la campeona del mundo. A ella, que tenía muy poca experiencia como entrenadora. A ella, que había sido durante varios años la “mano derecha” del ahora detestado Vilda.
Lo tenía muy difícil. Muchas jugadoras (la mayoría, en realidad) estaban en su contra. Y no les faltaban motivos. Pero ahí apareció la obstinada y paciente cría que le daba patadas al balón, rodeada de chavalotes, en las calles de Pola de Siero. Obtuvo de la levantisca hueste de jugadoras un voto de confianza, más o menos sincero. Y se puso a trabajar duro. El siguiente reto importante era una competición de nuevo cuño: la UEFA Women’s Nations League, una competición europea por países y no por equipos. Seamos sinceros: como ocurrió con los chicos tras el memorable triunfo en el Mundial de Sudáfrica, nadie esperaba que el equipo español volviese a tener el santo de cara como lo tuvo en Australia.
Nadie salvo las jugadoras… y salvo Montse Tomé. No tardó en quedar claro que al mando, otorgado por la Federación, se había unido la auctoritas que se había ganado por sí misma la propia entrenadora asturiana. En septiembre de 2023 se ganó, con dificultades, a la temible Suecia. Poco después, entre septiembre y octubre, se le administró a Suiza una doble paliza de escalofrío: doce goles a favor y uno en contra. Se doblegó, también por duplicado, a Italia. En las semifinales, el pasado 23 de febrero, se derrotó con toda contundencia a Países Bajos.
El equipo funcionaba como una colmena perfecta dirigida por su líder indiscutible, “Mon”, la entrenadora asturiana. La chica en la que nadie creía
Y en la final de Sevilla, el pasado 28 de febrero, después de una memorable filípica de la entrenadora a sus chicas, Aitana Bonmatí y Mariona Caldentey le atizaron a la selección francesa los dos golazos que hicieron a España campeona de la primera edición de la Liga Femenina de Naciones. Y a Montse Tomé la llevaron a la gloria en los brazos de las jugadoras. De sus jugadoras, que ya lo eran sin reserva alguna. La magia del Mundial australiano seguía intacta. España continuaba siendo el equipo más poderoso del fútbol femenino en el mundo. De las negras tormentas que agitaron los aires de la selección, apenas unos meses atrás, no quedaba ni el recuerdo. El equipo funcionaba como una colmena perfecta dirigida por su líder indiscutible, “Mon”, la entrenadora asturiana. La chica en la que nadie creía.
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Las abejas domésticas (Apis mellifera, por ejemplo) es un insecto himenóptero apócrito de la familia Apidae, lo cual, si bien se mira, está muy bien pero no es a lo que vamos. Es la especie de abeja con mayor distribución en el mundo y de los primeros animales en ser clasificados: lo hizo el mismísimo Linneo en 1758. Y son las responsables directas de más de la mitad de los alimentos que consumen los seres humanos. Puede afirmarse que sin las abejas no existiría la vida tal y como la conocemos.
Sabemos prácticamente todo de las abejas. Su impresionante habilidad para orientarse, según la posición del sol, en las condiciones más adversas y en los terrenos de juego más difíciles. Su increíble y venturosa habilidad para polinizar flores y obtener el néctar del que se alimentan. Su sofisticado sistema de comunicaciones, que solemos llamar “danza de las abejas”. Su pasmosa facilidad para elaborar miel y meterle goles a Suiza y a quien se ponga por delante. Su mala leche cuando se las incomoda, porque su picadura es dolorosísima… aunque ello les cueste la vida, que es verdad que se la cuesta.
En la selección nacional de las abejas melíferas, los machos cuentan poco y se les llama zánganos, dimitan o no: por algo será, ¿verdad?
Pero lo más notable es que son una de las especies animales del mundo que constituyen un matriarcado absoluto. En la selección nacional de las abejas melíferas, los machos cuentan poco y se les llama zánganos, dimitan o no: por algo será, ¿verdad? La creadora, impulsora y, en realidad, madre de toda la colmena es la abeja reina, a la que todas las demás cuidan con esmero porque saben que sin ella no existirían. Tiene, pues, no tanto el mando efectivo (ella no vuela ni poliniza ni fabrica miel ni mete goles) como la auctoritas que permite a las 80.000 abejas de una colmena formar una sociedad perfecta.
¿Cuál es el secreto? El trabajo. La perfección en el trabajo, que consiste en que cada una de las abejas sabe lo que tiene que hacer… y lo hace. Parece fácil, ¿verdad? Sí, eso decía el entrenador de Francia al final del partido: qué fácil parece lo que hacen estas abejitas españolas.
PijoListo
Hay cambios que son significativos pero no el cambio climático que mast parece un camelo a lo Koldo