Una de las cosas buenas de los Juegos Olímpicos es que cada cuatro años, en este caso cada cinco por la pandemia, rebrotan estas cosas de la deportividad en la derrota, el compañerismo entre rivales, la importancia del esfuerzo de los competidores o incluso el uso de la competición para denunciar determinadas injusticias sean del ámbito estrictamente deportivo o del político. Es aquello del célebre espíritu olímpico. Los valores inmutables y universales.
En esta ocasión, además, la valiente denuncia de la gimnasta Simone Biles sobre sus problemas de salud mental ha generado una ola de comentarios elogiosos hacia ella y, de paso, ha servido para acabar con un tabú sobre los deportistas de élite. Bienvenidos sean estos interesantes debates. Sin embargo, en el deporte en general y en el fútbol en particular -lo que aquí nos ocupa- siguen vigentes otros tabúes. Uno de ellos es la Copa del Mundo de Fútbol que se celebrará en Qatar el próximo año.
A estas alturas nadie duda que Qatar es la sede del Mundial de 2022 gracias a triquiñuelas no especialmente deportivas durante las votaciones en las que su candidatura se alzó con la victoria. Todo el mundo sabe también que sólo el valor de los petrodólares permitió llevar tamaño evento a un país tan pequeño como carente de tradición futbolística, amén de desértico y especialmente caluroso, con lo que esto último implica para la salud de los futbolistas. Hasta la tradición de jugar en verano ha tenido que cambiarse. El poder de la pasta es infinito.
Es igualmente conocido que el respeto a los derechos humanos no es su fuerte. Tampoco a las libertades políticas ni nada que se le parezca. Qatar está bastante lejos de ser una democracia, puesto que es una teocracia islámica. El feminismo, tan en boga, no está entre sus preferencias. En cambio gente como el exfutbolista Xavi, regado por los millones de los mandamases del cotarro qatarí, defiende que se trata de un país maravilloso. Habría que preguntárselo a sus residentes. O, mejor aún, a los migrantes que llegan allí para trabajar, porque representan el 90% de la mano de obra del país.
Lo que mejor ejemplifica cómo funcionan las cosas en Qatar tiene que ver precisamente con la construcción de los estadios donde se celebrará el Mundial
Porque lo que mejor ejemplifica cómo funcionan las cosas en Qatar tiene que ver precisamente con la construcción de los estadios donde se celebrará el Mundial. Diversas organizaciones internacionales denuncian abusos extraordinarios, acaso imposibles de creer, así como cifras mareantes de migrantes fallecidos durante las obras de estas infraestructuras deportivas. Ya en 2014 se hablaba de 1.200 fallecidos durante los trabajos. Una investigación de The Guardian publicada en febrero de este año elevaba la cifra a 6.500 personas muertas en las obras.
Poco después, en mayo, el informe 'Detrás de la pasión', elaborado por Fundación para la Democracia Internacional, insistía en esa cifra -6.500 muertos, es para volver a leerla- y exponía que algunos de los migrantes empleados en estas obras viven en condiciones que rozan la esclavitud, con jornadas de 16 horas de trabajo durante los siete días de la semana, soportando temperaturas de 50 grados y hacinados en cuchitriles infectos. Las autoridades qataríes niegan que se cometan dichas barbaridades pero hacen gala de la opacidad tan habitual en aquellos lares.
La verdad es que pasamos olímpicamente de todos estos datos que nutren una verdad que parece no importarle a nadie. En Qatar se jugará el Mundial de Fútbol de 2022 pese a semejantes atropellos, pase lo que pase, por encima de cualquier valor deportivo. Pensé en todo ello este lunes al ver, como medio planeta, la hazaña del qatarí Mutaz Essa Barshim, que decidió compartir una medalla de oro.
Fue un gesto hermoso, en efecto, que asombra a ese medio planeta deslumbrado hoy por el caso de Biles pero que mañana llamará loco a cualquiera con problemas mentales. Ese mismo medio planeta crédulo y contradictorio donde habitamos los defensores de la libertad que disfrutaremos de una Copa del Mundo edificada sobre la desvergüenza. Así de fugaz es el espíritu olímpico. Así de grosera es nuestra hipocresía.