Tim Duncan era el reclamo de una portada de 'Sports Illustrated' el pasado año. "Duncan habla", como si fuese Garbo, venía a decir la revista. A decir verdad, tampoco contaba mucho, lo que se suponía el último intento de conocer realmente a la estrella se quedó en unas pocas frases de él y un montón más de sus allegados tratando de descubrir a la estrella de perfil más bajo que se recuerda.
Duncan es, por méritos propios, un emblema de su generación. Junto a Kobe Bryant batalla por ver quién ha sido el jugador más importante de su tiempo y la mayoría le designan como el más grande en su posición -ala pívot- de todos los tiempos. El problema, o quizá la ventaja, es que Duncan no es hablador fuera de la pista, pues siempre ha vivido en el terreno dela eficiencia más que en el de la publicidad.
Tiene, a pesar de todo, una historia que contar. Duncan es hoy un icono en el baloncesto. Lleva ya cuatro anillos ganados y, si vence el séptimo y definitivo partido a Miami, conseguirá el quinto. Acumula 16 años en la NBA en los que ha destacado por su tremenda eficacia y constante regularidad. Pero antes de todo esto era un chico en las Islas Vírgenes americanas con la ambición de ser algún día campeón olímpico de natación. No iba mal encaminado, aquel chaval espigado (mide 2.16) parecía en línea para conseguir el objetivo. Hasta que llegó un huracán, el devastador Hugo, y se llevó por delante las únicas instalaciones de su isla en las que podía entrenar.
Cambió al baloncesto y también triunfó. No son pocos los deportistas cuyo talento es válido para muchas disciplinas, no es tanto saber hacer como materia prima. Duncan terminó en Wake Forest, una universidad mediana, huyendo del frío de sus otras propuestas. No era un chico convencional, cuando casi todos los jugadores corrían a jugar en la NBA, muchos saltando directamente desde la escuela sin pasar por la universidad, él completó el ciclo de cuatro años de psicología. Podría haberse ido antes, nadie dudaba que su posición en cualquier draft iba a ser de las primeras, pero le había prometido a su madre, Ione, que murió cuando tenía 14 años, que él no sería como el resto y finalizaría su tiempo en la universidad.
Por fin le llegó la hora en 1997. Boston, la franquicia con más historia de la NBA, salía de una de sus peores temporadas y entraba en el sorteo del orden del draft con las mayores posibilidades de hacerse con el número 1, una posición que estaba destinada a Duncan. El jugador, sin embargo, prefería otras opciones, le daba pavor el frío de Boston. Tuvo suerte él y también los San Antonio Spurs, que consiguieron aquella plaza y la posibilidad de hacerse con un jugador llamado a cambiar el ritmo de la historia de la franquicia. San Antonio está muy lejos de ser una ciudad de referencia. Es el tercer mercado televisivo más pequeño dela NBA (por eso San Antonio, cada vez que llega a una final, hunde un poco los ratings televisivos) y ni siquiera es una de las dos ciudades más grandes de su estado, Texas. Un lugar que cualquier otra estrella evitaría, pero que a Duncan le va como anillo al dedo. Además, hace calor casi todo el año.
En los Spurs, Duncan se encontró con un entrenador que comprende a los jugadores, Gregg Popovich. Popovich habla alemán y ruso, estuvo en las fuerzas armadas y coqueteó con la CIA antes de dedicarse plenamente al baloncesto. Son amigos, se parecen, Popovich también evita a los medios en la medida de lo posible. Juntos han formado un tándem que ha ido cambiando con el tiempo pero que, con unas fórmulas u otras, siempre ha encontrado el éxito. Lo tuvo primero con David Robinson, pívot de altísimo nivel, y luego con Parker y Ginobili. Diferentes configuraciones de equipos que siempre tenían en común a Duncan, a Popovich y el éxito.