Fue el pasado lunes cuando Pablo Echenique presentó en las redes sociales la última ocurrencia de Podemos: un pasquín llamado ‘La mitad del camino hacia un nuevo país’. “Entre tanta intoxicación de OKcloacas, Inda y Villarejo, os presentamos POR FIN un periódico que dice la verdad y no huele a caca”, escribió el portavoz del partido morado, siempre dispuesto a utilizar palabras gruesas con todo aquello que se niega a pasar por el filtro que establece su superioridad moral. La publicación de marras, como cabía esperar, es pura propaganda del partido, con su ración de maniqueísmo, de publicidad de sus líderes y de sus causas; y sus pertinentes dardos hacia el contrario.
Transmitir -e incluso creer- que la verdad absoluta de las cosas está en la posición en la que uno se encuentra es propio de quienes conciben la política como un mal necesario, en su estrategia para imponer en el país su criterio, inamovible. Es el mensaje que difunden los mal llamados 'partidos del cambio', afectados por obsesiones que hacen sospechar que padecen la hemiplejía moral que definió Ortega. Hace unas semanas, Santiago Abascal, líder de Vox, la emprendió contra los medios “del establishment progre y la derechita cobarde” ante su descontento por la forma en la que se había tratado en la prensa una manifestación constitucionalista en Barcelona. Este viernes, Juan Carlos Monedero publicaba en Público un terrible artículo en el que la emprendía contra los "panfletos de extrema derecha" y aseguraba que la derecha parlamentaria "querría pasar por las armas a los independentistas" y "ejecutar a Podemos".
El objetivo de este tipo de discursos es demonizar lo establecido para justificar un cambio 'de brocha gorda'. En ambos casos, cargado de ideología revenida. Es decir, contrario al interés general. Afirmó el otro día Íñigo Errejón en Chile que lo de Venezuela no está tan mal, que allí la gente come tres veces al día. Habla Abascal de acabar con la España de los privilegios autonómicos, cuando ha vivido muy bien, durante años, en el regazo del aguirrismo. En los períodos de agitación, resulta más fácil hacer comulgar a los ciudadanos con ruedas de molino, está claro.
El objetivo de este tipo de discursos es demonizar lo establecido para justificar un cambio 'de brocha gorda'.
Decía el viejo blues titulado When the levee breaks que, si no para de llover, la presa cederá tarde o temprano. Entonces, más valdrá tener piernas para correr para no ser arrastrado por la corriente. Las precipitaciones que se han registrado en España en los últimos años han sido abundantes y la crisis, el nepotismo, la corrupción, la desigualdad territorial y la falta de higiene de las Instituciones -politizadas- y los medios de comunicación no han ayudado, precisamente, a asegurar la empalizada. El problema con el que se encuentra el ciudadano es que los partidos tradicionales se niegan a reconocer su desfachatez para no perder su cuota de poder, mientras que los populistas prometen medidas que sólo empeorarían la situación. La prensa, lejos de desbrozar el camino, contribuye a la confusión, pues la decencia no genera audiencia en los tiempos del cólera.
Hace dos lunes, la prensa más sectaria atribuía la victoria de Jair Bolsonaro en Brasil, en parte, a las fake news que se difundieron a través de WhatsApp durante la campaña. Una burda manipulación que ocultaba una realidad, y es que en un país en el que 14,5 millones de personas sobreviven con menos de 1,90 dólares al día, y en el que se producen 175 asesinatos diarios, la desvergüenza con la que han actuado los líderes del Partido de los Trabajadores ha caído como una losa sobre los ciudadanos que confiaron en que, al apoyar esa opción política, iban a vivir en una sociedad más justa. La alternativa es inquietante, pero, una vez más, no puede decirse que el populismo se haya impuesto por las fake news.
Un tribunal desacreditado
El último episodio infausto que ha acercado a España un poco más hacia ese precipicio es el que tiene que ver con la reciente resolución del Pleno del Tribunal Supremo, que corregía la decisión tomada unos días antes por la Sala Tercera, relativa a quién debe pagar el 'impuesto de actos jurídicos documentados sobre las hipotecas'. El asunto es de sobra conocido: la Sala emitió una sentencia en la que condenaba a los bancos a abonar esta tasa, estas empresas se desplomaron en bolsa ante la perspectiva de que tuvieran que desembolsar miles de millones de euros en este concepto, el presidente del alto tribunal, Carlos Lesmes, y los jueces que emitieron la primera sentencia decidieron que el tema se debatiera en el plenario, ante la controversia que había creado, y, el pasado martes, sus 28 miembros adoptaron una postura contraria a la de la Sala.
Entretanto, este órgano volvió a quedar desacreditado, el cielo se nubló y ha vuelto a llover. "Lo que está sucediendo con la banca en este país es absolutamente infame. La banca está demostrando que está por encima de la ley", dijo Rafa Mayoral, uno de los líderes de Podemos. “Hay que desmontar este sistema de crédito inmobiliario hecho a medida de las entidades financieras, para proteger a la gente”, afirmó Pablo Iglesias.
Antes de eso, los principales partidos habían aprovechado para decir que es injusto que el ciudadano tenga que asumir es carga. Por su parte, el Gobierno anunció el jueves que tramitará por la vía urgente una reforma de la ley hipotecaria para que los clientes se libren de pagar este impuesto. Desde luego, estas formaciones se lo ponen muy fácil a los populistas cuando actúan de esta forma atropellada, entre otras cosas, porque copian sus peores dejes. Aprovechan el ruido que ocasionan determinados escándalos -amplificados en determinados medios y tertulias, con un claro fin- para proponer medidas improvisadas, sin reparar en su legitimidad ni en sus consecuencias.
No abundan el análisis ni la prudencia en España, que vive al borde del ataque de nervios; y el asunto del Tribunal Supremo lo ha vuelto a demostrar.
Pedro Sánchez es especialista en ese equilibrismo atroz, pero también han demostrado esa habilidad Pablo Casado y Albert Rivera, que se han acostumbrado a reprobar los dislates del Gobierno con una rotundidad que es tan innecesaria como inefectiva. No abundan el análisis ni la prudencia en España, que vive al borde del ataque de nervios; y el asunto del Tribunal Supremo lo ha vuelto a demostrar.
Es lógico que un país que ha pasado una década ominosa de crisis económica y que observa que la recuperación está amenazada por una próxima recesión, reaccione a la defensiva. Máxime si en el problema está inmiscuida la banca, a la que la izquierda radical ha utilizado de pelele en su batalla ideológica, pero que no deja de ser parte y, a la vez, cómplice, de algunos de los fenómenos que han llevado a España a su actual depresión. Ahora bien, en esta situación, más valdría la reflexión que encender el altavoz y activar la máquina del fango. Eso no ayuda en absoluto.
El despiste mediático
Lejos de apostar por el análisis y por esforzarse en dibujar los diferentes escenarios que se planteaban ante la decisión del Tribunal Supremo y sus consecuencias, una buena parte de los medios ha decidido coger la garrafa de gasolina y la caja de cerillas. Ahí está, cada mañana, en su televisor, Rubén Sánchez, el portavoz de FACUA, siempre presto a transmitir que los consumidores siempre son victimas. O Echenique. O el juez que diga lo que la audiencia -encendida- quiere escuchar. No me digas lo que es, sino lo que quiero oír. Lo importante es el share y lo importante es el clic. El populismo ha obtenido esta semana su rancho con el lamentable paso en falso del Tribunal Supremo. La semana pasada, con la 'Villarejología', la que cada día hace que unos cuantos se despierten con un nudo en la garganta, por si hoy toca. La anterior, fue con Franco. Y, la siguiente, con cualquier material que sea inflamable.
Los principales partidos han entrado en este juego, al igual que los medios. Todos se llenan la boca con la necesidad de regenerar el país, pero casi nadie pierde la oportunidad de participar en este insoportable aquelarre. Por el voto, por el clic o por el share. Cuando el dique ceda y el agua inunde el país, la culpa se la echarán a las fake news. O al WhatsApp. O a Alemania, como siempre. La culpa siempre es del contrario.