Domingo 4 de julio, 9:47 de la mañana. Recibo un mail. He dado positivo en covid después de un test de antígenos negativo y una PCR también negativa hecha hace cuatro días. Tengo 28 años y no cogí el virus en un macrobotellón. De hecho, fue trabajando. Recibo la noticia del positivo con cierto alivio, paradójicamente, pues ese era mi último día de confinamiento y decidí hacerme una tercera prueba porque no me encontraba del todo bien y porque no quería engordar la lista de contagios de esta maldita pandemia.
Paso el domingo con cierta tranquilidad y resignación. No pasa nada, me digo. Son unos días más y ya está. Llamo el lunes a mi centro de salud, 60 veces literales, y comunico el positivo. Mi enfermera no se lo puede creer, no tenía síntomas y había dados dos veces negativo. Pero bueno, “estas cosas a veces fallan”, me dice.
Siguiendo el protocolo, me propone hacerme un chequeo rápido para ver que todo está bien y yo acepto. Pienso que estaría bien salir de casa aunque sólo fuese media hora y así hacer un poco el paripé. Porque yo me encontraba bien. Y al final, la covid en los jóvenes es eso: paripé. ¿No?
Llego al centro de salud y la doctora aparece a eso de las 13.15. Yo tenía la cita a las 12.30. Me toma la tensión, me mide el oxígeno, me ausculta y salta la sorpresa. Me envía directamente a urgencias del Gregorio Marañón porque estoy “saturando un poco por debajo de lo que debería un chico de 28 años”. Me asusto porque soy asmático y en lugar de calmarme lo que hace la doctora es expulsarme de malas manera de la sala porque soy un “peligro público” y “altamente contagioso”. “No puedes estar aquí, vete”, me dice. Ese es el tacto con el que tratan a los pacientes covid.
Comienza la pesadilla
La situación no mejora cuando llego al Gregorio Marañón, en el que pasaré uno de los peores días de mi vida. Me hacen esperar en una sala con muchísimas personas con y sin covid. Ahí nadie mira nada. Se sienta una señora a mi lado y yo me levanto para no pegarle el 'bicho'. Me mira mal. Pero yo decido no darle más importancia y menos una explicación.
Me llaman y me vuelven a medir la saturación. Esta vez todo bien: 96%. Se supone que una persona sana está entre 96 y 97 siempre. La doctora me deriva a otro, que también me ausculta y me mide el oxígeno. “Está todo bien, pero vamos a hacerte una placa para descartar”. Me quedo más tranquilo. Me vuelven a derivar a otra sala. Esta vez sí es una sala de sólo pacientes covid. Menos mal. Comienzo a ponerme nervioso porque veo que la fiebre me está subiendo y no me dan ningún medicamento para bajarla. Tampoco me hacen la placa.
A eso de las 17.00, tras tres horas de espera, deciden hacérmela. Y a partir de aquí es todo cuesta abajo. Tengo una leve neumonía en el pulmón izquierdo. No me explican mucho más y sólo me dicen que es muy probable que me ingresen. Me muero de miedo y nuevamente nadie sabe decirme nada. ¿Es grave? Pregunto. Silencio por respuesta.
Me hacen una analítica y me toca esperar otras tres horas. Mientras, me estoy helando en una sala inhóspita con el aire acondicionado a tope y con la fiebre disparada; esto lo sé porque yo lo siento, no porque alguien se haya preocupado de tomarme la temperatura.
A eso de las 20 horas me dan la mala noticia. Me ingresarán en el Zendal al menos una semana para controlarme la neumonía. No sé dónde meterme. Me parece imposible que esto me esté pasando a mí. Sobre todo porque me iba a vacunar ese mismo sábado.
La cosa ya se va de madre cuando me hacen pasar la noche en el Gregorio Marañón. Me meten en una sala con otros enfermos de covid -todos mucho más graves que yo- y no me dejan salir de ahí. Me obligan a orinar en un bote delante de los otros enfermos, no me dan almohada para dormir y al día siguiente por la mañana me hacen asearme con una esponja húmeda y una toalla ahí mismo, delante de todos los pacientes, sólo tapado con un biombo.
Una de las peores noches de mi vida. Lo único que se salva es uno de los enfermeros. Por cierto, esa noche tuve 38,9 de fiebre. Después de tenerme todo el día sin tomarme la temperatura y sin preguntarme si estaba bien o si necesitaba algo.
A la mañana siguiente pregunto a qué hora me enviarán al Zendal. “Pues pueden venir a las diez, a las doce o las cuatro, según les dé”. Esa respuesta no me relaja. Quiero salir ya de esa habitación en donde a mi izquierda tengo a una mujer que se retuerce de dolor y a mi derecha una señora mayor sin conocimiento que se orina en el suelo sin darse cuenta.
Desayuno un vaso de leche con galletas de cara a esta segunda mujer. No ha sido nada agradable. Pero bueno, la pesadilla termina pronto. La ambulancia al Zendal llega a las 10.00, puntual. Me voy corriendo de allí.
Al subirme a la ambulancia comienzo a llorar sin parar. Entiendo que es de toda la tensión acumulada. ¿Por qué a mí? Se supone que esto no le pasa a la gente joven. Como bien, hago deporte, no fumo y bebo menos de lo que me gustaría…
Traslado el Zendal
Llego al Hospital Isabel Zendal y lo primero que me dicen es que si la saturación me baja del 95% me 'enchufan' oxígeno. En eso no hay discusión. Nunca en mi vida me he concentrado tanto en respirar y hacerlo bien. Este hospital creado para pacientes covid me pareció un hotel nada más llegar, en comparación con el horror que viví en el Gregorio Marañón, pero la sensación duró poco. Y no por culpa del equipo de profesionales que trabajan allí, que sin duda es lo mejor del lugar, sino por lo difícil que es olvidarse de que uno está enfermo cuando lo único que te separa del resto de pacientes es un biombo de 2x2.
La verdad es que el equipo humano del Zendal hace que la estancia se haga mucho más llevadera. Nunca tuvieron un mal gesto conmigo y siempre muy didácticos explicando absolutamente todo. E incluso, de vez en cuando, algunas palabras de ánimo, que nunca vienen mal. Sobre todo para alguien como yo, que tiene a su familia a cientos de kilómetros de distancia.
Finalmente estoy en el hospital sólo cuatro días de los siete iniciales. La neumonía que me habían detectado no se extiende y la fiebre comienza a bajar. Todo vuelve a la normalidad. Yo estoy bien, sobre todo si me comparo con el resto de enfermos, que no paran de toser o que están inmóviles en sus camas con el oxígeno enchufado.
Intentar dormir más de siete horas en ese hospital es una tarea imposible. Los focos y el ruido del aire acondicionado, que se mezcla con la tos persistente de los pacientes hacen que uno no pueda evadirse. Entiendo que la estructura diáfana ayuda a que los doctores tengan una mejor visión de todos los enfermos, pero para el que está encamado la sensación no es la mejor.
El viernes llega el doctor y me da el alta. Sigo con febrícula, pero nada más. Aún me queda cuarentena que hacer, pero la termino en mi casa, que para llegar a ella me tengo que costear yo mismo un taxi de unos 28 euros. Las otras opciones eran que me viniera a buscar una persona (y exponerla al virus) o esperar a una ambulancia que no me aseguran que saliera ese mismo día. El doctor, en petit comité, me aconseja la opción del taxi porque es la más rápida.
El resto de la cuarentena la paso en casa y ya todo va para arriba. Se termina la fiebre y no aparecen más síntomas. Ansiaba mucho volver a salir a la calle, respirar aire. Pero curiosamente, el día en el que puedo salir siento un poco de agorafobia. Tengo la sensación de que aún puedo ser contagioso. Nadie me hace una PCR de salida. Me tengo que fiar de que ya estoy bien, porque así son los protocolos. El alta médica me la dan a los dos días y por fin vuelvo a mi trabajo.
Parece que todo ha sido una pesadilla. Pero no. Todo esto ha ocurrido. Y me ha ocurrido a mí. A un chaval de 28 años. El virus sigue vivo y está por ahí. Que te toque es una lotería. Y las estadísticas hablan de que a los jóvenes no nos pasa nada, que somos más fuertes. Pero después de mi experiencia vivida no creo en los números. Al final del día seguro que en la cama 36 del Zendal hay otro David Cabrera, que tampoco cogió el virus en una macrofiesta y que está ahora mismo luchando por curarse. Yo tuve suerte. Otros no.