La recién bautizada como Cora o Comisión para la Reforma de las Administraciones Públicas ha sido presentada como el gran bálsamo de Fierabrás, el curalotodo de cualquier sector público, incluso del español. Sin embargo, en su corta andadura, ya se vislumbra una serie de críticas cuando menos razonables:
1) En su comparecencia durante las jornadas del IESE sobre la Cora, el autor intelectual, el subsecretario de Presidencia Jaime Pérez Renovales, cometió un desliz muy significativo y que explica buena parte del corazón de esta reforma. Cuando fue interrogado respecto a la rebelión que provocaría entre las Comunidades Autónomas, contestó que si las autonomías se siguen ajustando al ritmo actual, el 95 por ciento de la reforma ya estaba hecha. Y se quedó tan ancho. Renovales afirmó que las medidas más efectivas habían sido, por un lado, la no reposición de funcionarios y, por otro, la ley de estabilidad presupuestaria, que obliga a las Administraciones a reconducir el déficit y la deuda. Es decir, nos están vendiendo de nuevo el mismo perro con distinto collar.
2) Otra pata esencial de la flamante reforma estriba en la revolución tecnológica que pregona. La aspiración de informatizarlo todo para que el acceso y la información sean mejores resulta, desde luego, loable. Estos sistemas pueden representar grandes avances a la hora de controlar las facturas y la deuda comercial. No obstante, incluso si a medio y largo plazo puede deparar ahorros significativos, hay que decir que en un comienzo la instauración de estos sistemas electrónicos cuesta mucho dinero y suele conllevar la contratación de empresas con el know-how para ponerlas en marcha. No en vano, el documento propone la creación de un puesto directivo que centralice estas compras y deslocalizaciones de corte tecnológico.
3) Cuatro niveles de administración son demasiados y las diputaciones no tienen experiencia en la gestión de servicios. La reforma de la Administración Local ha sido una muestra indudable de los mejores talentos de los políticos. ¿No habíamos quedado ya en que las diputaciones servían para poco? Pues por si acaso mejor las reforzamos con la excusa de los ahorros que pueden brindarnos en la gestión. Auténtico doublespeak en la terminología orwelliana.
En lugar de suprimir las diputaciones, fusionar ayuntamientos y quitar estructuras administrativas como se ha hecho por ejemplo en Italia, Dinamarca Francia o Grecia, se han sacado de la chistera el coste estándar, por el cual la gestión de un servicio pasará a la diputación si el ayuntamiento no consigue hacerlo a un determinado precio. A lo mejor supone una mejora…
O a lo peor no. Siempre que se les recrimina esto, los políticos se defienden con un “vaya usted al pueblo a decir que se carga el ayuntamiento si se atreve”. En todo lo que llevamos de crisis, sólo dos municipios sitos en Galicia han iniciado los trámites para fusionarse. Cuando esta unión se culmine cual cruce interplanetario, habremos rebajado el número de 8.117 a 8.116 consistorios.
4) La Administración Pública aspira a modernizarse y contar con registros electrónicos, ¿no debería saber entonces cuántos empleados tiene, uno por uno? Tan sólo contamos con dos estadísticas, que además difieren. La EPA arroja unos 3 millones, mientras que el boletín estadístico del personal al servicio de las Administraciones nos revela unos 2,6 millones. Aunque uno cuente los trabajadores de las empresas públicas y el otro no, la diferencia es demasiada y cuestiona la voluntad de los políticos de querer controlar de verdad este capítulo.
Cualquier gestor hospitalario asegura que el principal ahorro para un hospital privado respecto a uno público reside en que los trabajadores no sean funcionarios. ¿Queremos tener un bedel funcionario? ¿Y un médico? La reforma no plantea qué estructura se busca para el funcionariado. ¿Acaso queremos una con menos funcionarios pero mejor pagados y más formados? ¿Qué número de empleados públicos consideramos idóneo?
5) Hay que modificar la Constitución para que esta reforma funcione. El principio de 'una administración, una competencia' es esencial para acabar con las duplicidades. Sin embargo, el ejercicio de limpiar toda la distribución competencial se antoja todavía más complicado cuando aquí nunca se deroga nada al tiempo que proliferan los Boes. Y cuando el Tribunal Constitucional ha hecho una interpretación de la carta magna según la cual tanto las corporaciones locales como las CCAA pueden legislar por doquier. Así resulta imposible saber qué competencias son exclusivas.
6) A todas luces, existe una terrible falta de cooperación entre las Administraciones, algo básico para aprovechar sinergias y racionalizar tareas y prestaciones. En parte porque no existen los mecanismos, en parte porque el entramado institucional se ha desarrollado como una carrera a ver quién ganaba más competencias, carecemos de una cultura de colaboración. Y si a eso añadimos las tensiones entre una parte de la población que aprueba un grado mayor de centralismo y otras que quieren mayor autonomía o incluso independizarse, los conflictos están a la orden del día.
Se alega, por ejemplo, que la ley de estabilidad presupuestaria y los mercados proporcionan ahora poderosas herramientas para controlar una comunidad díscola en sus dispendios. Sin embargo, el mejor ejemplo está en la eliminación de entidades públicas. A principios de 2013, Cataluña y Andalucía aún retenían 435 y 350 empresas públicas, respectivamente. ¿Alguien cree que se vaya a meter mano en Cataluña, donde cualquiera de estas entidades son consideradas auténticos signos identitarios? El Ministerio de Hacienda ni siquiera se ha atrevido a blandir la ley de estabilidad presupuestaria e intervenir o multar a las incumplidoras. En vez de ello, como recompensa por no hacer los deberes, negocia con las autonomías rebeldes los nuevos términos del déficit a la carta.
7) El documento de la reforma niega de plano que el tamaño de la Administración sea grande. La mayor parte del ajuste del sector público está hecho, afirmaron Montoro y Santamaría en la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros. O sea, los presuntos ahorros no serán para tanto. Pero claro, por más que se intenten vender edificios en un mercado inmobiliario deprimido, por mucho que se establezcan presupuestos de base cero o procedimientos para optimizar el gasto, el problema de fondo hoy día consiste en que hay que legitimar el gasto público, condición sine qua non si se pretende reclamar esfuerzos, recaudar más y combatir la economía sumergida. Y esta reforma carece de la contundencia necesaria para lograrlo. En definitiva, se parece más a los típicos programas de Gobierno anunciados en campaña, y bien sabemos qué puede pasar con ellos.