Editorial

Las europeas y el proyecto de cambio que los españoles demandan

   

Por expreso deseo del Gobierno y de su partido, las elecciones del pasado domingo se han celebrado en clave nacional, teoría y práctica también respaldada por el primer partido de la oposición. Desde el punto de vista del Ejecutivo, el objetivo perseguido se centraba en lograr el respaldo ciudadano a las políticas de ajuste puestas en marcha en los casi 30 meses de mandato “popular”, fortaleciendo de paso el mantenimiento del statu quo, ello con la vista puesta en una posible dilución de los afanes independentistas de Cataluña que, como hemos venido sosteniendo, es el mayor reto al que se enfrenta la política española en el corto plazo. Se presumía que, con algún que otro arañazo, el modelo vigente iba a resistir con cierta comodidad a los resultados del envite, abriendo así la puerta a un final de legislatura relativamente pacífico para el Gobierno Rajoy, ello sin descartar un entendimiento más estrecho entre PP y PSOE. Sin embargo, los sufridos y pacíficos españoles han expresado globalmente su hartazgo, volviendo la espalda tanto a las políticas del Ejecutivo como a ese bipartidismo que encarnan los dos partidos mayoritarios, y al mismo tiempo alentando la aparición de alternativas al deprimente estado de cosas actual. 

El mensaje ha sido tan rotundo como inequívoco: una elevada abstención y una abrumadora retirada de la confianza a las dos formaciones que han gobernado España los últimos 35 años, cuya suma de votos no ha alcanzado el 50% de los emitidos. Descalabro en toda regla. Ignorar lo ocurrido y persistir en el “mantenella y no enmendalla”, echando mano de excusas de mal pagador, solo conseguirá hacer el porvenir aún más sombrío de lo que ya es, porque cuando se apela al voto sin decir qué se piensa del proyecto europeo, qué cambios serían convenientes y qué podríamos esperar de ellos, para tratar de conseguir de forma taimada el apoyo de los votantes a unas políticas y a unos comportamientos, corrupción incluida, que han sembrado la desilusión y la desesperanza entre la ciudadanía, no es aceptable llamarse a andana, como acostumbran a hacer los protagonistas de la política española. 

Es sabido que la asunción de responsabilidades está aquí muy mal vista, de modo que si en algún caso alguien reconoce y asume un fracaso, tal reconocimiento nunca va acompañado de la dimisión del confeso. La retirada de Alfredo Pérez Rubalcaba como secretario general del PSOE habla a las claras, por eso, del dramatismo de lo ocurrido, que no es otra cosa que la constatación de la crisis que afecta al sistema de la Restauración juancarlista. Rubalcaba, sin embargo, evita nombrar una gestora encargada de pilotar el partido hasta ese congreso extraordinario, sin duda con la intención de controlar sus resultados en línea con los deseos inconfesados del “establecimiento” patrio. Más escandaloso aún, por irresponsable, es el comportamiento de un Partido Popular que parece decidido a ignorar la realidad, repitiendo, como el avestruz, el mantra de que están muy contentos porque “han ganado las elecciones”, una victoria que puede conducirles pronto a la más amarga de las derrotas. Además de haber perdido 700.000 votos por su derecha, el PP ha mandado a la abstención a casi dos millones de ciudadanos de esa burguesía liberal que les votó en 2011 para que acometieran las reformas pertinentes.  

El consenso político ha quedado pulverizado 

Ni los unos ni los otros parecen caer en la cuenta de que la pérdida de apoyos que han sufrido, les sitúa en la frontera de la ilegitimidad para gobernar los destinos de un país acogotado por una crisis sin precedentes. Casi el 60% del censo, incluyendo el voto nulo y en blanco, no ha participado en la consulta, desdén por desdén, y los que lo han hecho han reducido el espacio de los dos partidos dinásticos a menos del 50% de los votos, porcentaje que representa poco más del 20% del censo electoral. Ello cuando hace apenas 5 años entre ambos sumaban el 80% de los votos. Estamos en el preámbulo de una gran convulsión nacional que, si se consolidara en municipales y autonómicas de mayo próximo, y en las generales de finales de 2015, conducirían a un escenario de inestabilidad institucional que terminaría por afectar a la sedicente recuperación económica. La realidad es que el consenso político, en tanto en cuanto depósito de confianza y garantía de estabilidad, ha quedado pulverizado por voluntad expresa de unos electores que reclaman otra forma de gobernar con políticas y comportamientos diametralmente opuestos a los actuales. 

La apuesta de este medio por la libertad nos obliga a reiterar que en democracia los problemas se resuelven con más democracia y con transparencia, mucha transparencia, dos cosas que en la política española brillan por su ausencia. La visión sectaria y aprovechada de quienes, en las últimas décadas, han ejercido el poder de espaldas a los valores de la exigencia civil y la responsabilidad, ha sido severamente castigada en las urnas. El cambio parece inevitable. Está por ver si será controlado o incontrolado. ¿Dispone este país del talento, el patriotismo y los recursos, fundamentalmente humanos, para encararlo de forma pacífica y consensuada? Es la hora de que nuestras elites, si de verdad existen, y fundamentalmente los partidos políticos afectados, con el Gobierno de la nación a la cabeza, se apresten a formular ese proyecto de cambio que los españoles demandan, para someterlo a su consideración en el menor tiempo posible. El peligro de no hacerlo así es que España se adentre en las turbulencias de una inestabilidad letal para los intereses colectivos. 

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