¿Por qué, tras más de 5 años de crisis y cerca de 175.000 familias desalojadas, el drama de los desahucios se hace visible de manera oficial precisamente ahora? Para responder a esta pregunta hay quienes argumentan que todos hemos sido culpables del silencio oficial que, según ellos, hasta hace pocos días rodeaba el escabroso asunto de los desalojos forzosos por el impago de hipotecas. Y que el último caso de suicidio relacionado con este grave problema, el de Amaia Egaña en Barakaldo (Vizcaya), ha sido la gota que ha colmado un vaso ya de por sí rebosante de dramas personales, algunos de los cuales han terminado en tragedia.
Sin embargo, quienes así opinan olvidan que, durante no ya meses sino años, las noticias de familias puestas en la calle, junto con sus enseres personales, se han sucedido de manera incesante. Y que, desgraciadamente, tampoco es ninguna rareza informativa que alguien, generalmente un hombre o mujer de mediana edad y con personas a su cargo, decida poner fin a su vida ante una situación límite que cree insuperable, como es la pérdida de la vivienda familiar y la asunción de una deuda a priori impagable. Es decir, la información ha existido y, en consecuencia, la conciencia pública del problema también.
El matiz está en que no había un frente común respecto de esta cuestión en la opinión publicada. Súbitamente, todo ha cambiado a instancias del propio Gobierno de la nación. Y aquí es donde hemos de volver al principio y preguntarnos por qué el Partido Popular, con la inestimable colaboración del PSOE, ha decidido precisamente ahora elevar a cuestión de Estado este drama social y abrirlo a la opinión pública sin reparos, incluyéndolo a bombo y platillo en su agenda.
Hasta la fecha, tanto el anterior Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, como el actual de Mariano Rajoy, se habían volcado en otras cuestiones no tan populares o, tal vez, no tan populistas –el tiempo dirá si ésta termina en una categoría o en otra–, como en rebajar las nóminas de los funcionarios, rescatar el sistema financiero, aplicar recortes y subir impuestos y tasas, mientras se esforzaban en mantener a sus respectivos partidos y favoritos a salvo de los rigores de la crisis. Todo ello, sumado al goteo incesante de escándalos de corrupción, ha llevado a la clase política española a convertirse en una de las tres mayores preocupaciones de los ciudadanos, inmediatamente por detrás de la mala situación económica y el desempleo. Un signo muy preocupante al que hay que añadir los resultados de la última encuesta del CIS, en la que no sólo ningún líder político obtiene el aprobado, sino que, aún peor, sus ya pésimas puntuaciones precedentes se hunden a niveles nunca vistos. En este sentido, resultan especialmente reveladoras las calificaciones obtenidas por Mariano Rajoy y Alfredo Pérez Rubalcaba, que, con 2,78 y 3,7 puntos sobre 10 respectivamente, suspenden con un Muy deficiente.
Este imparable descrédito de la clase política, y en especial de los dos partidos mayoritarios, empieza a preocupar y mucho a los responsables de Génova y Ferraz. Máxime cuando, transcurridos más de cinco años desde que comenzó la crisis, la situación económica, lejos de mostrar síntomas de mejoría, sigue degradándose a un ritmo vertiginoso, como ha puesto de relieve la pérdida de empleo registrada en el tercer trimestre de este año, y la eventual solicitud del rescate soberano, circunstancia que, de confirmarse, a buen seguro vendrá acompañado de nuevos y dolorosos ajustes que, como es costumbre, recaerán sobre unas clases media y media baja cada vez más depauperadas y convertidas en blanco predilecto de los desahucios. Mezclados todos estos ingredientes y otros muchos, que, por cuestiones de espacio, obviaremos (como, por ejemplo, la reciente tragedia del Madrid Arena y el consiguiente escándalo político), la situación empieza a ser explosiva a ojos de los estrategas de los partidos. ¿Es pues simple casualidad esta repentina toma de conciencia de la clase política?
Abordar reformas legislativas de calado
A falta de comprobar en qué se traduce esta proverbial y súbita preocupación por el drama de los desahucios, conviene ser escépticos y, sobre todo, no caer en la trampa de un falso debate con muy corto recorrido, que bien podría ser un ejercicio más de prestidigitación. La experiencia indica que podríamos estar ante una maniobra de lifting político, es decir, de mejora de imagen de los dos partidos mayoritarios. Pues no sólo no hay que olvidar el hecho de que los cientos de miles de familias ya desahuciadas se dan por amortizadas (todo apunta a que ninguna medida tendrá carácter retroactivo), cuestión esta en la que casi nadie repara, sino que, as usual, no hay el menor indicio de que se vayan a abordar reformas legislativas de calado. Y aún menos se vislumbra, en un hipotético horizonte muy lejano, una futura ley de bancarrota personal. Para mayor prevención, las recientes declaraciones tanto del presidente del Gobierno como del secretario general del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, desprenden un preocupante aroma populista, que parece haberse propagado rápidamente al resto de líderes políticos.
Si aceptamos entrar en este debate en los actuales términos, podríamos terminar siendo cómplices, aún sin quererlo, del mencionado lavado de imagen de la clase política, merced a ese esquema de simples moratorias aplicadas a según qué casos. No debemos olvidar que la razón que subyace tras los desahucios es la existencia de una economía en recesión, y de un país a punto de embocar su sexto año de una brutal crisis que ha colocado la tasa de paro en el 25% de la población activa. Urge, pues, atacar el problema de raíz, es decir, empezar a sentar cuanto antes las bases del crecimiento. Y, de paso, no estaría de más depurar responsabilidades, como, por ejemplo, la contraída por el Banco de España a la hora de permitir que durante años bancos y cajas concedieran alegremente créditos hipotecarios a quien no iba a poder pagarlos.
Por encima de todo, el Gobierno está obligado a legislar como es debido, es decir, pensando en el largo plazo, sin dejarse arrastrar por la presión social y los fantasmas del momento. De otra forma, mejor sería que se limitara a instar a bancos y cajas a ser más flexibles y renegociar, para tratar de llegar a acuerdos con sus deudores en beneficio de ambas partes, tal y como es habitual en otros países de nuestro entorno. Liberado así de labores de intermediación que en el fondo no le corresponden, o no competen a un Gobierno sedicentemente liberal, podría dedicar todas sus energías, que no son pocas, a acometer las reformas de fondo que nuestro modelo político, verdadero origen de la actual crisis económica, viene reclamando desde hace ya demasiados años. De no hacerlo, no sólo los desahucios seguirán aumentando en número, sino también las quiebras empresariales, el desempleo, la pobreza y, con ellos, los dramas y tragedias de los españoles.