Inicia hoy su andadura en este nuevo diario digital una sección titulada Observatorio Económico y Social de Cataluña (OBESCAT), o simplemente por brevedad elObservatorio.cat. Nace con la voluntad de presentar a los lectores de Eliberal.cat aspectos interesantes de la situación socioeconómica de Cataluña, examinándolos con profesionalidad y rigor. Permítanme en esta primera columna exponer algunas consideraciones breves de carácter general sobre los objetivos de la misma y algo más extensas sobre las siempre complejas interacciones entre las realidades económicas y políticas.
Aunque el foco de esta sección estará puesto en la evolución de la economía catalana, a ningún observador se le escapa que la evolución económica de la Comunidad Autónoma de Cataluña ha estado estrechamente ligada a la del resto de la economía española, que se quiera o no fue casi su único mercado en el siglo XIX y casi todo el siglo XX, y es todavía el principal mercado para sus exportaciones de bienes y servicios en las primeras décadas del siglo XXI. Y tampoco podemos olvidar que la globalización afecta también a Cataluña y al conjunto de España, y que asuntos tales como la guerra comercial desatada por el presidente Trump con China, la salida del Reino Unido de la UE (Brexit), la agudización del conflicto en Oriente Próximo, o incluso asuntos de menor entidad como la quiebra del turoperador Thomas Cook, aunque alejados aparentemente de nuestra realidad cotidiana, pueden tener efectos notables sobre nuestro bienestar. Tendremos necesariamente que ocuparnos también en esta sección de asuntos que afectan a España, a la UE y al mundo.
Política y Economía
En las economías mixtas de mercado a comienzos del siglo XXI, las relaciones económicas están muy lejos de determinar la acción política, y menos todavía de conformar las creencias y la ideología política de los ciudadanos, como han sostenido infinidad de pensadores e intelectuales marxistas desde mediados del siglo XIX. Aunque no cabe duda de que la cambiante realidad económica continúa conformando en buena medida las relaciones sociales y la vida política, e influyendo en nuestras creencias y decisiones más personales y cotidianas, me atrevería a decir que los papeles de causa y efecto en las sociedades actuales han intercambiado sus posiciones en la ecuación, siendo la política la que predetermina en buena medida la asignación de los recursos y los buenos o malos resultados económicos cosechados.
En España, por ejemplo, los parlamentos, los gobiernos Central y Autonómicos y los Ayuntamientos determinan directa o indirectamente buena parte de los bienes y servicios que producimos así como su destino final, y tanto la evolución de la economía como las relaciones y la conflictividad sociales dependen en gran medida de lo atinadas o inadecuadas que resulten las decisiones adoptadas por los responsables de esas instituciones. En pocas palabras, los políticos pueden asignar una fracción muy importante de los recursos de la sociedad con amplia discrecionalidad. En concreto, la descentralización administrativa puesta en marcha a partir de 1978 ha dejado en manos de élites locales ingentes recursos que pueden destinarse a producir bienes y servicios públicos o desviarse para satisfacer intereses partidistas y hasta personales, y a emplearlos para extender los tentáculos ideológicos en los sistemas educativos, en los medios de comunicación y en otras entidades–organizaciones sindicales y patronales, las ONGs, las asociaciones y fundaciones culturales, etc.– que conforman las relaciones sociales que no necesariamente promueven el bienestar de los ciudadanos.
La última década en Cataluña constituye un buen ejemplo de la pérdida de la debida neutralidad exigible a las Administraciones Públicas y del papel cada vez más preeminente que ha adquirido el sectarismo ideológico en las Administraciones Públicas. Es un hecho incontestable que los líderes políticos que han estado al frente de las instituciones de autogobierno (Parlamento y Gobierno de la Generalitat, Diputaciones y Ayuntamientos) desde 2009, han dedicado gran parte su tiempo no a administrar con tino los notables recursos de que disponían, sino a tensionar las relaciones con las instituciones centrales del Estado y a alimentar la confrontación ideológica entre los catalanes. La virulencia del proceso insurreccional vivido alcanzó su cénit en octubre de 2017 cuando el Gobierno y el Parlamento de Cataluña proclamaron la independencia de la república de Cataluña y el Gobierno de España, tras numerosas advertencias a sus responsables, aplicó el artículo 155 de la Constitución para restablecer el orden constitucional. La broma nos ha salido muy cara, y no me refiero únicamente a los 87 millones que el Gobierno Central destinó a sofocar la insurrección.
Cicatrices
La continuada confrontación ideológica vivida en Cataluña estos últimos años ha dejado cicatrices muy visibles en la vida política, en la sociedad y, cómo no, también en la economía. Primero, se rompió la otrora todopoderosa coalición Convergencia i Unió (CiU), que gobernó Cataluña desde 1980 hasta 1993. Luego, se deshizo la propia CDC, cuyos continuos cambios de nombre dan idea de su avanzado estado de descomposición. En los últimos meses, hemos visto agudizarse las tensiones entre los dos socios del actual gobierno, ERC y JxC, que se disputan ahora el control de los recursos de la Generalitat. Ante la creciente inestabilidad política, antiguos miembros de CiU están intentando formar nuevos partidos para recuperar el ‘seny’ del catalanismo moderado, no se sabe bien si avergonzados por haber participado en el proceso insurreccional o acaso temerosos por de la pérdida de vigor de su economía y el clima inhóspito (y hasta violento) que se ha adueñado de algunos segmentos de la sociedad catalana.
La fractura social, la paralización económica y la cada vez más evidente pérdida de relevancia de Cataluña en España son rescoldos todavía humeantes del fallido ‘proceso’ insurreccional. La confrontación social ha rebasado en mucho la natural discrepancia política y resultará difícil restañar las heridas abiertas en una sociedad dividida en bandos estancos. Pocos españoles ven ya en Cataluña el foco de atracción y modernidad que a tantos de nosotros nos atrajo y cautivó unas décadas atrás. Por otra parte, la inestabilidad política ha llevado a varios miles de empresas a trasladar sus sedes sociales fuera de Cataluña y a los inversores extranjeros a replantearse si conviene apostar por desplegarse en un territorio cuyo gobierno cuestiona la legalidad vigente (‘the rule of law’), y está sostenido por partidos que no ocultan su intención de alterar las fronteras de Estados miembros de la UE.
Mirar al futuro
El futuro político y económico de Cataluña depende de los votos de sus ciudadanos y en sus manos está el reorientar la política por cauces más civilizados de los que ha discurrido desde 2009. No va a resultar fácil aceptar, a quienes todavía hoy se jactan de que volverán a hacerlo, que la base de la civilización occidental y del progreso económico de que disfrutamos reside en el sometimiento al imperio de la ley y el respeto a las decisiones de los tribunales de justicia, dos principios que pese a sus imperfecciones en la práctica han propiciado el período más largo de paz, estabilidad y bienestar a los ciudadanos catalanes, españoles y europeos. Ni tampoco les resultará sencillo olvidar lo ocurrido a quienes han sido excluidos, vilipendiados y hasta acosados por los medios de comunicación locales y las organizaciones independentistas más fanáticas.
Ambos sectores tendrán que hacer un serio esfuerzo de contención para alejar la inestabilidad política, despejar la incertidumbre económica y recuperar la convivencia cordial. Ojalá la próxima sentencia del Tribunal Supremo marque un punto de inflexión que haga recapacitar a unos y a otros, y nos lleve por fin a aceptar que España es una democracia plena y una economía mediana bastante próspera, y Cataluña una Comunidad Autónoma cuyas autoridades respetan las reglas del juego y gobiernan para todos los catalanes. Sería un primer paso hacia el restablecimiento de la normalidad en la vida política y social y para situar de nuevo el progreso económico y la mejora del bienestar de los ciudadanos en los primeros lugares de la agenda política.