Desde posiciones contrarias a la independencia de Cataluña se suele reprochar a los mantenedores del procés su nivel económico por encima de la media, para así poderlo desacreditar como: una revuelta de privilegiados, la última revolución burguesa, minoritarios e insolidarios, subversivos con segunda residencia… Como si los ingresos fueran un obstáculo para encabezar un movimiento revolucionario. El lapsus, si es que lo fue, de Pilar Rahola al decir que quien gana 6.000 euros al mes es de “clase media apurada” ha contribuido al cachondeo. El último en intervenir ha sido Thomas Piketty, economista de moda, que ha escrito en su último libro, Capital e ideología: “Es extremadamente chocante comprobar que el nacionalismo catalán es mucho más acusado entre las categorías sociales más favorecidas que entre las más modestas”.
El incremento de las expectativas
Detrás de este reproche debe de haber la vulgarización de una idea marxista sobre quién protagonizará la revolución: “Los proletarios no tienen nada que perder en ella más que sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo que ganar”, proclama el Manifiesto Comunista en 1848. Es una idea errónea, que la historia desmiente. Los protagonistas de los grandes cambios no son los que no tienen nada que perder sino los que tienen bastante que ganar. Es el incremento de las expectativas en un sector importante de la sociedad lo que provoca su movilización y su enfrentamiento al sistema establecido. Y nunca son los muertos de hambre quienes llevan la iniciativa.
Precisamente, al procés le haría falta encontrar más seguidores en los estratos altos y medios para poder convertirse en un auténtico movimiento nacional. Ya tiene bastante apoyo entre dirigentes autonómicos y locales, entre el funcionariado y las clases pasivas, pero genera desconfianza a empresarios, emprendedores y muchos trabajadores, conscientes de que las aventuras de unos comportan riesgos que afectan a todos. La huida de empresas a raíz de la declaración de independencia de 2017 no fue una anécdota sino un síntoma revelador. Cambiaron de sede las que pudieron; otras, más pequeñas, no pudieron ni planteárselo. Lo peor, para todos, fue descubrir que el gobierno business friendly que prometió Artur Mas al inicio de la década se había convertido en algo más bien chaos friendly.
Los protagonistas de los grandes cambios no son los que no tienen nada que perder sino los que tienen bastante que ganar
La apuesta por la revolución
Aseguraba Joan Barril, en otros tiempos, que creería en la independencia cuando viera al presidente de la Caixa defendiéndola. Era una manera de decir: a mí no me líen hasta que no lo tengan claro. Al presidente de la Caixa se le supone la capacidad de comprender y aceptar proyectos sólidos y con perspectivas de éxito, y por consiguiente la de rehuir las ensoñaciones nocivas y las exclamaciones viscerales. Una prueba de que el proceso estaba condenado al fracaso ha sido su incapacidad de dirigirse a los electores moderados, gracias a los cuales CiU había obtenido mayorías absolutas, con argumentos solventes y contrastables. En cambio, han acabado apelando al simpatizante de extrema izquierda con el tópico de las políticas sociales y calificando de residuo del franquismo a cualquier obstáculo que se pusiera en su camino.
Incomprensible falta de oposición a los desastres promovidos por el gobierno municipal barcelonés de Ada Colau
Ese desprecio por el votante centrista y centrado que constituía, y tal vez constituye aún, el segmento mayoritario del país y la decantación hacia el extremismo izquierdista deben ser fruto también de aquella idea errónea sobre el sujeto revolucionario. Están intentando, por un lado, seducir a los que imaginan que no tienen nada que perder —de ahí la devoción por el insurreccionalismo de la CUP o la incomprensible falta de oposición a los desastres promovidos por el gobierno municipal barcelonés de Ada Colau— y, por otro, alienándose a sus seguidores tradicionales mediante ruinosas subidas impuestos, ante las que muchos —ilusionados por los cantos de sirena republicanos que les sirven los medios públicos y concertados— aún no han sabido reaccionar.
La renuncia a los viejos ideales
Volviendo al principio, los dirigentes procesistas están fracasando no por estar demasiado bien situados en la escala social sino por no estarlo lo suficiente; no por no ser el sujeto revolucionario correcto, sino por no haber podido cohesionar en torno a su aventura a la población necesaria. Sus expectativas eran tal vez suficientes para intentarlo, desde un punto de vista subjetivo; siendo una casta autonómica podían llegar a convertirse en dirigentes, si no de un país del todo independiente, sí de unas nuevas estructuras de Estado —era el término mágico usado durante los meses previos a la proclamación— que satisfarían sus ambiciones durante una generación.
Los dirigentes procesistas están fracasando no por estar demasiado bien situados en la escala social sino por no estarlo lo suficiente
No tiene nada de extraño, contra lo que cree Piketty, que un movimiento de esta envergadura tenga más arraigo “entre las categorías sociales más favorecidas”. Lo extraño es que haya llegado tan lejos a pesar de que el incremento de las expectativas ha sido mucho menor en el grueso de la población que entre sus dirigentes. Las promesas de prosperidad subsiguiente a la independencia han sido irreales; contradictorias con la gestión irresponsable y despilfarradora en la administración autonómica y local, y, por su dimensión mítica, comparables al advenimiento del comunismo en la propaganda de todas las facciones marxistas. Todo esto no tiene nada que ver con los ideales mesocráticos que antaño había cultivado el catalanismo político, más bien va en dirección contraria. Por ahí el daño puede ser irreversible.