Ya sabemos que la democracia, el menos malo de los sistemas políticos, tiene sus peajes. El principal que prima las políticas cortoplacistas, la sumisión a los intereses electorales inmediatos. Si a ello sumamos la, en general, liviandad de la clase política, la consecuencia es que se orillan los problemas complejos que exigen políticas mantenidas en el tiempo y cuya rentabilidad electoral a corto puede ser negativa. Se tiende a conllevarlos y sólo actuar en situaciones limite, cuando, en muchas ocasiones, el problema ya es irresoluble.
Si esto es un rasgo común a las democracias, en el caso español la cuestión se agrava por su especial idiosincrasia nacional, el artículo 2 de la Constitución reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de nacionalidades y regiones, y por el peso determinante que la ley electoral otorga a los partidos nacionalistas que los convierte a menudo en determinantes de la formación de gobiernos centrales.
Nunca habíamos llegado al grado actual en que se desafía diariamente al Estado, se dañan gravemente bienes públicos y privados, se impide trabajar o estudiar
Valga el preámbulo para explicar, que no justificar, la inacción del Gobierno y del Parlamento español ante un caso realmente insólito: una parte del Estado, el Govern y las Instituciones catalanas, en abierta rebeldía y unos líderes políticos en ejercicio de sus funciones constitucionales alentando la violencia y justificando el incumplimiento de las leyes. Es cierto que hemos llegado hasta aquí después de 40 años de inacción, cuando no connivencia, con el nacionalismo. De todos los partidos. En Madrid o en Barcelona.
Pero nunca habíamos llegado al grado actual en que se desafía diariamente al Estado, se dañan gravemente bienes públicos y privados, se impide trabajar o estudiar, se pone en riesgo la integridad física de la ciudadanía sin más reacción que la del Poder Judicial, normalmente a instancia de particulares. La declaración de rebeldía no parte de movimientos sociales revolucionarios, si no desde un poder político nada menor que forma parte del propio estado y que dispone de 17.000 hombres armados bajo sus ordenes.
Esta molicie crónica ya ha producido graves costes económicos y morales a toda Cataluña
Los políticos españoles están más preocupados por alcanzar el Gobierno, al fin y al cabo, Cataluña es sólo el 20% de su negocio, que por atender sus obligaciones cívicas, morales y constitucionales. Mientras el nacionalismo lleva 40 años dedicando todas sus energías, y buena parte del presupuesto público, a asegurarse el predominio ideológico y el control social, los gobernantes españoles le dedican un ratito cuando las llamas se ven desde la meseta y ponen en riesgo o son una oportunidad para mantener el poder o acceder al mismo.
Esta molicie crónica ya ha producido graves costes económicos y morales a toda Cataluña y en especial entre los millones de catalanes que no comulgan con el credo separatista. Por ejemplo la discriminación idiomática e ideológica limita gravemente las posibilidades de ascenso social de quien no se alinea con el secesionismo. La elevadísima presión fiscal y el abandono de los servicios públicos sirve para pagar un gasto público desaforado en sueldos, clientelismo, propaganda y financiación de la secesión. Pero ahora las cosas se han agravado en grado extremo. Ya hay confrontación social en las calles, en las universidades. Los grupos de asalto secesionistas campan a sus anchas. Si nadie lo remedia, y no parece, la molicie de nuestros políticos, de nuestra democracia, puede dejar de ser un rasgo definidor del país, más o menos folklórico y gravoso, para convertirse en el responsable de un conflicto social de imprevisibles consecuencias.