"Luché contra Hitler y fui yo quien ganó", dice a Efe el escritor Stephan Hessel ante la publicación mañana en español de sus memorias. Para el autor de "¡Indignaos!" la vida es "la búsqueda activa de la felicidad" y la muerte, confiesa a sus casi 94 años, algo que espera con "un cierto apetito".
En "Mi baile con el siglo", Hessel cuenta que la muerte casi le atrapa en Buchenwald, un campo de concentración nazi, donde fue internado en tanto que miembro de la Resistencia francesa.
Fue condenado a morir en la horca, pero "in extremis" cambió su identidad por la de otro preso fallecido de tifus. Fue el mismo día de su 27 cumpleaños.
Antes había sobrevivido a la tortura de la Gestapo en París y, tras Buchenwald, fue deportado a Rottleberode y después a Dora, un campo de "exterminio sistemático", donde vivió el "horror puro, absoluto" al pasar un día desnudando cadáveres, cubiertos de sangre y excrementos, a cambio de dos rodajas de salchichón.
De Rottleberode y de Dora consiguió fugarse. La primera vez le atraparon, la segunda no.
La poesía, que considera junto con el "optimismo" y la "alegría de vivir" uno de sus puntos fuertes, fue su tabla de salvación.
Y lo fue, puntualiza Hessel (Berlín, 20 de octubre de 1917), porque, por un lado, "los que sabían contar tenían más posibilidad de sobrevivir" y, por otro, porque "en situaciones dramáticas, cuando uno posee el don de la poesía, ayuda a seguir fuerte".
"Para mi fue maravilloso poder recitarme y recitar poemas a mis camaradas en alemán, inglés y francés", cuenta Hessel, y aclara que para él, un hombre "nada religioso", la poesía es "espiritualidad".
La poesía, continúa, es "un poco como el amor, algo que te invade el alma", y sin solución de continuidad durante la entrevista declama en francés "Sensation", de Arthur Rimbaud.
Esa pasión por la poesía que trufa las más de 400 páginas de "Mi danza con el siglo", le fue inoculada por su madre, Helen Grund, una berlinesa "excepcional" que vivió rodeada de pintores e intelectuales y tuvo una "enorme influencia" sobre él, no en vano la considera su "ángel guardián".
Su padre, Franz Hessel, un escritor judío alemán le inculcó su "gusto por el politeísmo", y cuarenta años después de su muerte se convirtió para él en "una figura iniciática".
Sus progenitores, ambos de familias adineradas, formaron con el artista francés Marcel Duchamp (amigo de Franz y amante de Helen) el célebre trío reflejado en la película "Jules et Jim" (1962), de François Truffaut, una de las joyas de la "Nouvelle vague".
A sus padres debe la "suerte", una constante en su vida, de haber recibido una educación elitista en Francia, donde llegó con apenas siete años, y poder adquirir a los 20 la nacionalidad francesa.
También considera una suerte haber podido luchar contra los nazis en las filas de la Resistencia, en los círculos más próximos al general De Gaulle: "Luché contra Hitler y fui yo quien ganó", dice.
El destino le volvió a sonreír cuando entró, con apenas 28 años, en Naciones Unidas, la organización "más importante, gracias a la cual no ha habido una tercera guerra mundial", asegura.
Como último "padre" vivo de la Declaración de Derechos Humanos, Hessel señala que esta está ahí "para indicarnos el camino" y aboga por una reforma que abra el Consejo de Seguridad a más países.
Sabe que cambiar el mundo no es fácil, pero considera que "no hay que desanimarse jamás" e insta a los ciudadanos a que se impliquen.
"El mundo es menos injusto hoy que cuando yo era joven, pero sigue siendo demasiado injusto", razona Hessel, quien ve tres desafíos para las próximas décadas: "La gran diferencia entre los muy ricos y los muy pobres", "la ecología" y "el terrorismo".
Para él, quien no concede ninguna importancia al hecho de haber sido propuesto para el Nobel de la Paz, y lleva "con gran modestia" el éxito y la notoriedad cosechados con su opúsculo "¡Indignaos!", "la vida es la búsqueda activa de la felicidad y del amor".
"Hay que aprender a amar y a admirar. Una vida en la que hay amor es maravillosa", subraya Hessel, casado en segundas nupcias, tras morir su primer amor Vitia, una rusa judía madre de sus tres hijos.
Ante la inminencia de la muerte, muestra "mucha simpatía" y "un cierto apetito". "Pienso que lo mejor que nos puede pasar al final de la vida es morir", mantiene.
Y cuando llegue el momento, que "puede ser mañana o dentro de tres años", lo que sí está seguro es de que "la muerte acogerá a alguien que ha aprovechado bien su vida, a alguien que ha sido muy feliz", concluye