Alfonso Fernando Fernández Mañueco nació en Salamanca el 29 de abril de 1965. Es el menor de los ocho hijos que tuvieron el magistrado Marcelo Fernández Nieto y su esposa, Pilar Mañueco Bocos. Alfonso pertenece a una de las familias “importantes” de Salamanca desde hace muchas décadas. Su padre, Marcelo (ya fallecido), sobre ser fraile dominico en sus años mozos, fue luego ferventísimo franquista, requeté, falangista más tarde, magistrado, abogado, alcalde designado de Salamanca, gobernador civil de Zamora y procurador en las Cortes de la dictadura. Uno de sus hermanos, José María, fue presidente de la Unión Deportiva Salamanca, que el Señor tenga en su gloria. Varios familiares de Alfonso, de distintas edades, han ocupado u ocupan cargos de lustre y relumbre en el Partido Popular salmantino. Jamás cupieron dudas, grandes ni pequeñas, sobre los respirares políticos de Alfonso.
Su formación es… bueno, pues la que es. Estudió en los colegios Francisco de Vitoria y Maestro Ávila, ambos de Salamanca. Se matriculó luego en Derecho en la Universidad salmantina. En algún momento debió de acabar la carrera y licenciarse, aunque no hay manera de saber cuándo. Su práctica del Derecho fue por demás breve y hay que admitir que poco llamativa: trabajó un par de años de pasante en el despacho de abogados de su padre. Pronto, muy pronto le llamaría la tradición familiar a más altos destinos.
Alfonso, hombre de carácter sosegado, paciente, moderadamente futbolero, vehemente taurino y poco dado a las alharacas, se afilió a las Nuevas Generaciones del PP en 1983, cuando tenía 18 años. Es un hombre que ha vivido siempre por, para, del, cabe, según y con el Partido Popular, dentro del cual ingresó en la orden cospedaliana y recibió bendiciones de personajes muy diversos, desde Rajoy hasta Fernando Martínez-Maíllo.
No hay tornillo, engranaje ni bisagra del PP de Castilla y León que no conozca este hombre. En 1993 le nombraron secretario general del PP salmantino, puesto que ocupó hasta 2001: muchos de esos engranajes y bisagras los ha puesto él. Empezó en política, como se debe, por la casilla de salida: fue elegido concejal del Ayuntamiento de Salamanca en 1995, cuando ya frisaba los treinta años. También, en la misma fecha, fue diputado provincial y vicepresidente de la Diputación. Al año siguiente, 1996, alcanzó la presidencia de la Diputación, donde estuvo cinco años.
Su primer salto importante lo dio en 2001, cuando Juan Vicente Herrera, el eterno, fue investido presidente de la Junta de Castilla y León en sustitución de Juan José Lucas, a quien habían hecho ministro. Herrera formó su gobierno y el paciente, sonriente y astuto Mañueco, cautelosos de pasos, fue designado consejero de Presidencia. La mano derecha del jefe. Cuando Herrera, muy poco después, fue elevado a la presidencia del PP castellanoleonés, Mañueco ocupó el puesto que este dejaba, la secretaría general. Ya era la mano derecha de Herrera y la izquierda también. Por llamarlo de alguna manera. Más tarde sería elegido diputado autonómico (en esas Cortes se llaman procuradores) y Herrera le haría consejero de Interior y Justicia.
Pero Alfonso Fernández Mañueco tenía una ambición secreta, una debilidad, una querencia: ser alcalde de su ciudad, Salamanca, como lo había sido su padre, fallecido en 1999. Pero yo te necesito aquí, debió de decirle Herrera. Ya, pero a ti qué más te da, si todo está bajo control y es solo por un tiempo, respondería Mañueco, que por entonces mantenía su fidelidad y su adhesión inquebrantable al presidente. Este consintió, cómo no –qué le iba a negar Herrera a su delfín–, y Alfonso Fernández Mañueco fue clamorosamente elegido alcalde de Salamanca (una mayoría absoluta espectacular) en junio de 2011. No dejaría la vara municipal en los siete años siguientes.
En su trabajo como alcalde hay un hecho llamativo: se negó en redondo, y varias veces, a retirar el medallón con la cara de Franco que había en la Plaza Mayor de Salamanca, donde están los reyes de España, Cervantes, Colón, Unamuno y hasta el masón Tomás Bretón, compositor salmantino. Mantener el medallón de Franco era incumplir la ley pero a veces son más fuertes las fidelidades familiares que ninguna otra cosa. Mañueco dijo que no lo quitaba. El medallón de marras aguantó hasta junio de 2017, nada menos, cuando fue retirado por las bravas tras una resolución de la Comisión de Patrimonio Cultural de la Junta de Castilla y León. Pero es que las relaciones de Mañueco con el presidente Herrera, el eterno, ya no eran las que habían sido antes…
Y otra curiosidad de la vida salmantina: en las elecciones municipales de 2015, Mañueco no logró la mayoría absoluta en “su” feudo. Fue elegido alcalde una vez más, sí, pero… gracias al apoyo de Ciudadanos. Esa fue la primera vez que pactaron. No sería la última, ay, pero sí la más dolorosa.
Ya en 2013, en una convención interparlamentaria del PP que se celebró en Salamanca, se produjo una anécdota más que parecía una profecía. Dolores de Cospedal, madrina política de Mañueco, se refirió a él, delante de todo el mundo, llamándole “alcalde de la ciudad y presidente autonómico”. Se oyeron algunas toses, algunas risas, alguna voz. Cospedal rectificó: “Perdón, secretario autonómico. Ya tenemos la broma de la convención. Lo siento, Alfonso”.
Pero no había mucho que sentir. Ya entonces se hablaba de la sucesión de Juan Vicente Herrera, que llevaba doce años al frente de la Junta y que parecía que iba a durar más que Isabel II de Inglaterra. Ya entonces Herrera miraba medio de soslayo a su perpetuo delfín, Mañueco, y empezaba a sugerir que había otros que podrían sucederle a él en el lejanísimo día en que se retirase: Rosa Valdeón, Antonio Silván y (ay, madre) un chiquito de Palencia muy inquieto, Pablo Casado. Herrera dudaba cada vez más y Mañueco ejercía su virtud más demostrada, la de la paciencia. Fulminó a Silván (alcalde de León) en las primeras primarias que celebró el PP en Castilla y León, en 2017. En ese mismo trance fue cuando Herrera decidió no presentarse más a la presidencia de la Junta. Se retiró, vamos a decirlo suavemente, por propia voluntad. Así no fue necesario usar, para reemplazarlo, ni la daga ni el acqua toffana, instrumentos ambos de demostradísima utilidad, a lo largo de los siglos, en circunstancias parecidas.
Así dejó Mañueco su alcaldía de Salamanca. Así dejó todo lo que hubo de dejar para lanzarse a su segundo gran salto: la presidencia de la Junta. Lo consiguió. El 8 de julio de 2019 fue investido como Alfonso VIII (octavo presidente) de Castilla y León, gracias a los 29 votos del PP, a los 12 de Ciudadanos… y a la abstención de Vox, que, caramba, entrañas no tendría, pero no podía votar con la izquierda. El vicepresidente fue Francisco Igea, de Ciudadanos. También heredó Mañueco la presidencia del PP de su comunidad.
Luego cayó la pandemia sobre los campos de Castilla (y sobre cualesquiera otros) y la vida de todos entró en una especie de amarga hibernación. Hasta que, hace apenas unos días, el presidente Mañueco pareció entrar en súbito furor y exasperación, cosas poco o nada frecuentes en él. Agarró por el cuello un micrófono y, airado como estaba, clamó muy teatralmente que los de Ciudadanos estaban a punto de traicionarle y que habían pactado cosas terribles con el PSOE. Los de Ciudadanos, con Igea a la cabeza, dijeron, perplejos, que eso era una pura estupidez, que de dónde había sacado aquello Mañueco. Así que uno de los dos mentía.
Pero Mañueco, al grito de “traición, traición”, destituyó inmediatamente a todos los consejeros de Ciudadanos que había en su gobierno autónomico, disolvió las Cortes y convocó elecciones en la Comunidad para el próximo 13 de febrero.
Los miembros del nutrido equipo de analistas habituales se quedaron perplejos. ¿Quién mentía? Muchos decidieron aplicar el viejísimo axioma latino: Qui prodest? ¿A quién beneficia todo este enredo?
En primer lugar, el “autogolpe” disolviendo las Cortes y echando a la calle a varios de sus consejeros, con el pretexto de una conspiración que jamás habría ocurrido, se parecía extraordinariamente a la maniobra urdida en Madrid, hace bien pocos meses, por la presidenta Díaz Ayuso y su mago personal, MAR, espejo se su corazón. A Ayuso le salió bien: obtuvo en las elecciones anticipadas de Madrid una mayoría espectacular y de inmediato se entregó a serruchar el suelo bajo la silla de su antiguo amigo, Pablo Casado.
En segundo lugar, la “traición” de los de Ciudadanos a Mañueco sonaba rarísima: habría supuesto el suicidio político inapelable de todos los presuntos conspiradores, porque lo que queda de su partido (algo parecido a la célebre Santa Compaña gallega, pálida y evanescente), con Inés Arrimadas al frente de los restos, pretendía y pretende aproximarse todo lo posible al PP, no apuñalarlo por la espalda. No tenía sentido.
Y en tercer lugar, lo que sí cuadraba en todos los diseños era que el todavía presidente del PP, Casado, hubiese urdido con su amigo Mañueco (y con García Egea removiendo la marmita) ese “autogolpe” que lograría devolverle a Ayuso la jugada maestra de las elecciones del pasado 4 de mayo, las de su gloria; si las elecciones de Castilla y León se ganan, el próximo febrero, Casado demostrará que quien gana elecciones en España es el PP, es decir él, no Ayuso; y Mañueco, de paso, tocaría la gloria con los dedos. Pero si esas elecciones se pierden, el que se irá por el despeñadero será Mañueco, no Casado. Si todo eso es verdad, lo inaudito es que Fernández Mañueco, que como jurista no habrá sigo gran cosa pero que estudió en el colegio Francisco de Vitoria y tonto del todo no parece que sea, se haya dejado liar en semejante engatada (la vieja frase de Mateo, 4:9: “Todo esto te daré si, postrado, me adorares”) y haya aceptado ir en una última edición (política) del Toro de la Vega, pero haciendo de toro. Que es el casi nunca gana.
¿Quién miente? ¿Mañueco o los de Ciudadanos? Las últimas declaraciones del todavía presidente autonómico de Castilla y León son contundentes: le echa la culpa de todo, nerviosamente… a Pedro Sánchez. Que es lo que suele decirse en el PP cuando ya no queda ninguna otra cosa que decir que sea mínimamente creíble.
A todo esto los ciudadanos de a pie, los contribuyentes, los que pagan la luz y los que padecen restricción por causa de la pandemia, contemplan estos bailes de salón, estos navajeos por lograr el poder y por ninguna otra cosa más, y se preguntan: Y de nosotros, ¿quién coño se ocupa? ¿Le quedará tiempo libre a esta gente, aunque sea poco, para hacer lo que se supone que tienen que hacer?
Los sueño del caracal
El caracal (caracal caracal) es un felino no demasiado grande ni demasiado listo que vive, entre otros lugares, en las sabanas y semidesiertos de África. Su tamaño y su aspecto recuerdan al lince. Pero no es un lince, pobrecito, qué lo va a ser.
El caracal es un carnívoro depredador que, en el hábitat que hemos descrito, convive y compite con otros felinos depredadores: el león, el leopardo, incluso el guepardo. Pero estos tres tienen un tamaño muchísimo mayor que el caracal y características que este no tiene: mucha más fuerza, o elasticidad, o velocidad, o desde luego inteligencia. Así pues el caracal lo tiene muy difícil porque, aparte de muy buen oído (sobre todo para la gestión municipal), no puede rivalizar con los grandes felinos depredadores de su entorno. Le ganan en todo.
Lo que pasa es que él no lo sabe. Se dice el caracal a sí mismo: si este pelanas, que es un pelanas y todo el mundo sabe que es un pelanas, ha llegado hasta donde ha llegado, ¿por qué no yo, que soy hijo de una estupenda familia? Y se lanza el caracal, con sus característicos grandes saltos, su inveterada paciencia y su no poca astucia, a la caza de presas apetitosas, como antílopes y gacelas y presidencias diversas.
Pero no suele tener éxito. Pica demasiado alto para sus hechuras. Y cuando por fin abate alguna gacelilla, es frecuente que no tarden en presentarse los leones, los leopardos e incluso las malignas hienas, y el caracal tiene que huir y dejarles lo ganado. Porque, si no lo hace, el que acabará con el espinazo partido y devorado por los otros (incluidos buitres y cuervos) será él, que lo único que pretendía era cumplir sus sueños de ser un gran felino… y medrar.
Una característica que favorece al caracal: es muy fácil de domesticar. Suele cazar para otros. Pues al menos eso no se le da mal del todo, no.