Baltasar Garzón Real nació el 26 de octubre de 1955 en Torres, municipio del sur de Jaén. Es el segundo hijo de los cinco que tuvieron Ildefonso Garzón Cruz (agricultor, más tarde trabajó en una gasolinera) y María Real Burgos (“sus labores”, que se decía entonces). La familia tenía lo que también por la época se llamaba “un pasar”: Baltasar, que salió muy listo, no tenía necesidad de trabajar para estudiar, como tantos de entonces. Aunque acabaría haciéndolo.
Es curioso que su primera vocación fuera la Iglesia. A los once años ingresó en el Seminario San Felipe Neri, de Baeza (un majestuoso edificio que cerraría sus puertas como centro docente eclesiástico tres años después), y después en el Seminario de Jaén. Pero, como dice el propio Garzón, “yo quería ser misionero y trabajar por la justicia social para ayudar a otras personas”. Debían de ser, cabe imaginar, los vientos del Concilio recién clausurado en Roma. En el Seminario aprendió Baltasar Garzón la disciplina del estudio, porque los chavales hincaban los codos durante once horas diarias.
Pero poco más aprendió allí. Al tiempo que estudiaba en el Seminario hizo el bachillerato en el instituto Antonio Machado, también de Baeza, y a los 17 años colgó la sotana. Se había emperrado en ser cura, en contra de la opinión de su familia. Ahora se emperraba en no serlo y en hacerse abogado. Ya asomaba uno de los rasgos fundamentales de su carácter: la obstinación, el tomarse la vida como una hazaña en la que él era siempre el caballero andante que pelea contra el mundo equivocado. Se matriculó en la Facultad de Derecho de Sevilla en 1973. Y ahí sí: trabajó –dice él mismo– en la construcción, hizo de camarero, echó gasolina como su padre…
Se licenció en 1978 y entonces comenzó el viaje profesional hasta el infinito y más allá. Hasta sus más enconados críticos lo reconocen: este hombre es la obstinación hecha persona y no se arredra ante nada, no le tiene miedo a nada. Y añaden: el ego de Baltasar Garzón no cabría por el Paseo de la Castellana. Ni a lo ancho… ni a lo largo.
El caballero andante se subió a su corcel y empezó a derribar gigantes, molinos y lo que se le pusiese por delante, uno tras otro. Aprovechando los hábitos de estudio del seminario (¡once horas diarias!), sacó las tremendas oposiciones a juez dos años después de acabar la carrera, en 1980. Juez de instrucción en Valverde del Camino, Huelva. Seis meses después, lo mismo en Villacarrillo, Jaén. Poco después, magistrado en Vitoria. En noviembre de 1984 estaba en Almería y en febrero de 1987, dos años y medio después, fue nombrado inspector delegado del Consejo General del Poder Judicial para todos los tribunales de Andalucía. Ya estaba a las puertas de Camelot.
Esas puertas se abrieron el 16 de febrero de 1988, cuando aquel brillante jovenete de 32 años tomó posesión de su cargo de magistrado en el Juzgado Central de Instrucción número 5 de la Audiencia Nacional. Tenía competencias en terrorismo, narcotráfico, blanqueo de dinero, delincuencia económica organizada y extradiciones. “Es algo que no olvidaré nunca…”, dijo entonces.
Ni él ni casi nadie. Garzón, caballero sin miedo, de adarga antigua y galgo corredor, se convirtió muy pronto en uno de los jueces que más quebrantos causó a la mafia vasca, ETA. Arremetió duramente contra el narcotráfico en Galicia con las operaciones Nécora y Pitón, que casi asfixiaron al poderoso Laureano Oubiña y al no menos poderoso “clan de los Charlines”. Pero ya entonces causó cierta alarma la facilidad con que aquel juez ordenaba escuchas telefónicas con escaso control. Ya entonces el Tribunal Supremo (y más tarde el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo) censuraron aquella forma tan “despreocupada” de proceder, porque Garzón sabía a dónde quería llegar, pero parecía olvidar, a la hora de la instrucción, que el camino correcto exige un escrupuloso respeto a los procedimientos previstos en la ley.
Su paso por la política
Fue en aquel tiempo cuando se inventó (para él) la expresión “juez estrella” y los caricaturistas le sacaban en los periódicos vestido de Superman. Pero no hay caballero que carezca de ensoñaciones y puntos débiles, y el juez Garzón tenía uno: la vanidad. Felipe González le tentó: cuelga la toga, vente en mis listas y todo esto te daré si me adoras, vino a decirle. Garzón se pasó a la política. Fue en las elecciones generales de junio de 1993, las últimas que ganaría el político sevillano. Garzón, que pidió la excedencia en la Judicatura, fue, sin ninguna duda, el “fichaje estrella” de los socialistas, que lograron vencer aunque seguidos a muy pocos pasos por el PP de Aznar.
Garzón se veía de ministro. No lo fue. Le hicieron secretario de Estado y encargado de una cosa que se llamaba Plan Nacional sobre Drogas, pero tenía por encima de él al superministro Juan Alberto Belloch, que gobernaba Justicia y también interior. Se enfadó. Lo tomó como un desaire. Se sintió utilizado, seguramente con razón. Y no había pasado un año cuando, fiel a sus maneras un tanto operísticas de proceder, dio el portazo, dejó el escaño y acusó a González de no hacer nada frente a la corrupción. Comentó aquello, tiempo después, con una frase envenenada: “He pecado de soberbia al creer que yo podría hacer algo”.
Naturalmente, es imposible demostrar que, ya de regreso a “su” Juzgado nº 5 de la Audiencia Nacional, Garzón se pusiese de inmediato a investigar el “terrorismo de Estado” (los GAL) tan solo y nada más que como venganza contra Felipe González, José Barrionuevo, Rafael Vera y los socialistas en general. Eso habría sido una utilización torticera de la Justicia. Pero fue exactamente lo que hizo, y aquella investigación provocó una tormenta de tales dimensiones que acabó con la carrera política de González y con la de bastantes de los demás. La Prensa, que hasta 1993 lo había adorado, empezó a dividirse sobre aquel tipo lanzao que parecía empecinarse en que sus amigos desconfiasen de él. Porque de los enemigos no hace falta hablar.
Siguió apretando las manos en torno al cuello de ETA con todo éxito. Pero no había charco en el que no se metiese el valeroso caballero andante, y se metió en el caso Sogecable. Su actuación, muy larga de contar, favoreció al grupo Prisa, pero hizo aullar de ira a la prensa “de la derecha” y sobre todo indignó a muchos jueces y magistrados, tanto del Supremo como de la propia Audiencia Nacional, que llegaron a no dirigirle la palabra. De “Superman” pasó a ser motejado de traidor, vendido y, burlonamente, “Robespierre”. Se dieron casos chuscos. Un diario que un día ponía por las nubes a Garzón por sus acciones judiciales contra ETA y su entorno (él fue quien ilegalizó durante tres años a Batasuna), al día siguiente lo injuriaba sin misericordia por ser un “lacayo de Polanco”. El caso es que el “juez estrella” seguía batiendo récords en el campeonato mundial de ganarse enemigos.
Caso Pinochet
Pero el juez Baltasar Garzón está definitivamente en la historia universal del Derecho por el caso Pinochet. El viejo dictador chileno procuraba hacer lo mismo que Franco: no cruzar las fronteras de su país porque podía tener problemas. Pero se confió y lo hizo. En el otoño de 1998, con 82 años, viajó calladamente a Londres con uno de sus nietos para tratarse de una hernia discal. Garzón lo supo. Y, con el principio de la justicia universal por bandera o gallardete, dictó orden de detención contra el viejo espadón acusándolo de los delitos de genocidio, terrorismo internacional, torturas y desaparición de personas ocurridos en Chile durante la dictadura.
Ahí ya no fueron unos cuantos jueces, unos políticos locales o algunos periodistas los que temblaron. Ahí tembló el planeta. Garzón aparecía en la Prensa del mundo entero en el papel de San Jorge embistiendo al dragón, lanza en ristre. Ahí tuvo que retratarse todo quisque, desde los directores de periódico de colmillo retorcido hasta presidentes y primeros ministros, porque se trataba, a ojos del público, de la lucha del bien contra el mal, de la justicia contra la tiranía. La ex primera ministra Margaret Thatcher tomó partido por el anciano déspota y le visitaba para tomar el té, pero muy pocos más (el expresidente Bush “padre”, de EE UU, por ejemplo) la siguieron. Alemania, Suiza, Bélgica, Francia, desde luego el Gobierno español, varios comités de la ONU e incontables organizaciones internacionales, encabezadas por Amnistía Internacional, apoyaron a Garzón, que pretendía extraditar a Pinochet, nada menos.
Tuvo que ser el desdichado ministro del Interior del Reino Unido, el laborista Jack Straw, quien se tragase el tremendo sapo de liberar al sátrapa aduciendo que “por su estado de salud, no estaba en condiciones de ser juzgado”. Gran Bretaña no sabía cómo librarse del problema y Blair decidió cortar por lo sano. Pinochet, que estuvo detenido en Londres casi año y medio con aspecto de estar casi agonizante, subió a un avión en silla de ruedas. Cuando llegó a Chile, ya en la pista del aeropuerto, se puso en pie, abrió los brazos, olvidó la silla y caminó sin la menor dificultad a abrazar a quienes le esperaban. Hubo quien llegó a hablar de milagro.
Garzón intervino, antes y después, en muchos casos más “de campanillas”. La causa contra los represores de la dictadura argentina. Lo de Guantánamo. Varios más. Y la que emprendió, tomando el modelo del caso Pinochet, sobre la represión del franquismo, que hizo pensar a no pocos jueces y magistrados que aquel hombre se había vuelto loco, porque los “acusados” estaban todos muertos.
Condena del Supremo
Este asunto fue el que provocó que el Consejo General del Poder Judicial decidiese, por unanimidad, suspenderle como juez, acusándolo de prevaricación. Garzón tenía abiertas varias querellas contra él en diversos tribunales, pero esta vez le suspendieron. Las reacciones fueron extremas. José Antonio Martín Pallín, magistrado del Tribunal Supremo, dijo que “la suspensión de Garzón es la crónica de una ignominia anunciada”, y otros lo interpretaron como una victoria de la extrema derecha judicial y un “golpe comparable al del 23-F” (Carlos Jiménez Villarejo).
Eso fue en 2010. El Supremo lo absolvió en febrero de 2012, pero la grieta en la armadura del caballero andante quedaba abierta. La lanzada entró por allí mismo a propósito del caso Gürtel, con el que también se echó a cabalgar el juez. A Garzón se la tenían jurada, eso es una obviedad; y sus enemigos, que eran muchos, vieron la grieta ante (una vez más) el poco cuidado del impetuoso magistrado al ordenar escuchas telefónicas y las grabaciones de las conversaciones entre los presos y sus abogados. Eso pudo costarle un serio disgusto en sus batallas contra ETA y su mundo, años atrás. Pero ahora era el PP. Y el 9 de febrero de 2012, el Tribunal Supremo condenó por unanimidad al juez Garzón por prevaricación: “Once años de inhabilitación especial y separación definitiva del cargo que ostenta”, dice la sentencia. El pleno del Consejo General del Poder Judicial, convocado el 23 de febrero de 2012, ratificó, con el apoyo de 20 de sus 21 miembros, la expulsión de la carrera judicial del juez Garzón. Ya no le podía ver nadie. El caballero andante había sido derribado no por el caballero de la Blanca Luna, sino por toda la cúpula de la Justicia española, formada por jueces de diferentes querencias políticas.
Se pidió el indulto para él. A buen sitio iban a pedirlo los Magistrados Europeos para la Democracia y las Libertades (MEDEL), porque gobernaba el PP, objetivo de Garzón en la trama Gürtel. El ya exjuez anduvo de acá para allá, “sin peto y sin espaldar”, que habría dicho León Felipe. Se habló de él a propósito de unos dineros americanos. La cosa quedó en nada. Intentó una prestidigitación política, Actúa, con Gaspar Llamazares. No fueron sino devaneos, verduras de las eras. Dicen que desde 2012 su empleador es Julian Assange, otro amadís, este de Wikileaks. Estaba, como juez, muerto y extinguido.
Hasta que, hace unos días, el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas ha dictaminado que la sentencia del Supremo que, hace nueve años, inhabilitaba a Garzón como juez fue “arbitraria e imprevisible”. Reclama del Estado español una "reparación integral" a Garzón, que borre sus antecedentes penales y que le proporcione "una compensación adecuada por el daño sufrido". El dictamen da a España seis meses para "garantizar una reparación efectiva". Es decir, que se le restituyan su título y su empleo de juez, a los 65 años.
¿Estaba muerto este hombre o no estaba tan muerto, judicialmente hablando? El Supremo ya ha dicho que los dictámenes de ese Comité de Naciones Unidas no tienen valor de ley y que no son de obligado cumplimiento. Garzón, por su parte, ya ha anunciado que pedirá su reintegración en la carrera judicial. Solo una cosa está clara: habrá mucho ruido con esto.
Será lo que sea, pero muerto, lo que se dice muerto, no estaba el “juez estrella”. Si acaso, mal rematao.
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El leopardo negro (panthera pardus) es un felino africano que no se distingue absolutamente en nada del leopardo “normal”, salvo por una inusitada cantidad de melanóforos en su piel (células en una de las capas del pelaje) que hacen que su color no sea el amarillo moteado habitual sino negro o casi negro.
Es uno de los “cinco grandes” de África junto con el león, el elefante, el búfalo cafre y el rinoceronte (habría que ir pensando en añadir al hipopótamo). Es un animal altivo, orgulloso, elegante, certero cazador, gran corredor y carente (salvo excepciones) de miedo, porque está en uno de los puestos más altos de la cadena alimentaria. Es un animal osado. Y, consecuentemente, peligroso.
Pero hacía casi un siglo que nadie en África veía un leopardo negro. Se le daba por extinguido, es decir, por expulsado de la carrera biológica. Esto ha resultado no ser del todo cierto. Las tribus kenianas sabían de su existencia y, en los dos últimos años, “cámaras trampa” de visión nocturna han constatado fehacientemente que sigue ahí. Muy escaso, como es lógico, porque el melanismo es una rareza, pero sigue.
Es decir, que no estaba extinguido. Ni tampoco de parranda. Estaba ahí, oculto, al acecho, esperando su momento. En eso los leopardos son los mejores.