El Gobierno ha lanzado, como es sabido, un discutido plan contra las fake news. Ello no ha impedido, sin embargo, que solo una semana después haya anunciado la reactivación de una comisión de investigación sobre los atentados yihadistas del 17 de agosto en Barcelona y Cambrils. La medida, que el Gobierno ha negociado con Junts para lograr su respaldo a los presupuestos, supone desclasificar documentos del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) sobre aquellos crímenes y dar alas así a las distintas teorías de la conspiración que el secesionismo ha hecho circular estos años, acusando sin base al Estado de estar involucrado en los hechos —que costaron 16 vidas—.
Estas teorías defienden sobre todo que, dado que el imán de Ripoll Abdelbaki Es Satti mantuvo contactos con el CNI y la policía entre 2010 y 2014, el Gobierno conocía de antemano sus planes de atentar en Cataluña pero no lo impidió para desestabilizar al movimiento independentista. El mismo CNI admitió en 2018 dichos contactos, habituales en casos de radicalización islamista, pero que su error fue minusvalorar la amenaza que representaba y no seguirle la pista cuando salió de prisión. Sobre dicho imán, también se difundió que seguía con vida —planteamiento abonado por un diputado de Junts y abogado de una de las víctimas—. Sin embargo, las pruebas de ADN, cotejadas con sus familiares, confirman que murió en la explosión.
Otras supuestas incógnitas que han aportado combustible a las sospechas conspirativas residen en que tanto una cuenta de correo electrónico como un teléfono móvil de los terroristas fueron usados tras la muerte de los radicales en la explosión de Alcanar. Pero la sentencia arroja luz sobre ambas cuestiones. Por una parte, uno de los autores del atropello de las Ramblas —que fue abatido por los Mossos cinco días más tarde—, pudo acceder durante su huida al mencionado correo. Por otra, del móvil aludido nunca se encontró la tarjeta, por lo que ésta pudo ser usada por otras personas.
Asimismo, otra de las acusaciones recurrentes de estos grupos es que el Estado disponía de información sensible que ocultó intencionadamente a los Mossos d’Esquadra. De nuevo, es falso. Porque, después de que la CIA enviase una comunicación en mayo de 2017 alertando de que podía producirse un atentado en algún lugar emblemático de Barcelona, el Centro de Información del Terrorismo y el Crimen Organizado (Citco) también lo hizo. Así se refleja en un informe de los Mossos elaborado el 2 de junio de ese año —esto es, dos meses antes del atentado—.
Todo lo anterior, refrendado por los tribunales, no ha sido obstáculo para que políticos y medios nacionalistas hayan seguido proyectando sobre el caso una suspicacia de ribetes antiespañoles —recordemos que las organizaciones secesionistas, antes de que se propagasen estas teorías, ya convirtieron la manifestación contra el atentado de ese mismo agosto en un acto contra Felipe VI, al que culparon de lo sucedido por “traficar con armas” en Oriente Próximo—.
Con frecuencia, lo hacen bajo una aspiración de transparencia (“Queremos saber la verdad”). Es el caso de Puigdemont durante el aniversario de los crímenes el mes pasado, que reclamó acabar con los “secretos de Estado”, o de su compañera de filas Laura Borràs en la conmemoración de 2022, cuando se manifestó ante la sede de la UE de la capital catalana denunciando que “aún no se ha hecho justicia”. También es el prisma adoptado por medios como TV3, Rac1 o el diario Ara, que han cubierto estos días la reactivación de la comisión sacando de nuevo a colación unos interrogantes que, como se ha visto, no son tales.