Dolores Delgado García es una jurista madrileña de 57 años, casada y con dos hijos. Ha hecho sus incursiones en la política, tanto como diputada (lo fue, por el PSOE, en la efímera XIII Legislatura, entre mayo de 2019 y enero de 2020) como ocupando el puesto de ministra de Justicia, entre 2018 y ese mismo enero de 2020. Dejó el Ministerio para desempeñar inmediatamente, por designación del Gobierno, el puesto de Fiscal General del Estado. Eso fue en febrero pasado, ya con España invadida por la pandemia del covid-19 y al borde mismo del estado de alarma.
Pero su vocación, y la actividad a la que ha dedicado la mayor parte de su vida, es la de fiscal. Se formó en las dos grandes universidades públicas de Madrid, la Autónoma y la Complutense, y a los 27 años ganó la oposición a fiscal. La destinaron al Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, donde se dejó enseñar por su jefe, Carlos Jiménez Villarejo, y el teniente fiscal José María Mena. Luego pasó a la Fiscalía Antidroga y, desde 1993, a la Audiencia Nacional.
Es una mujer expansiva, alegre, de carácter jovial y de una fuerte personalidad. Dicho de otro modo: es de las que no se callan. Grandes amigos suyos son, desde hace años, los jueces Fernando Andreu y Santiago Pedraz, y también el exjuez Baltasar Garzón. La fiscal Delgado no ha ocultado nunca su feminismo, su carácter peleón, sus ideas progresistas que la llevaron a hacer suya la causa de la justicia universal sin recortes (recuérdese la detención de Augusto Pinochet en Londres, entre 1998 y 2000, que acabó con el regreso del “enfermo” dictador a su país). Tras el 11-M se hizo una experta en lucha contra el terrorismo yihadista. También participó Delgado en la causa contra Adolfo Scilingo, militar argentino arrepentido de sus crímenes durante la dictadura de 1976-1983 (era uno de los que arrojaba al mar, desde los aviones, a los detenidos). Es miembro de la Unión Progresista de Fiscales y desde 2018 pertenece al Consejo Fiscal.
Cuando Pedro Sánchez la nombró ministra de Justicia, en octubre de 2018, comenzó para ella un periodo de luces y sombras. Se dedicó a intensificar las relaciones internacionales de la Justicia española (de nuevo el principio de la justicia universal) y a mejorar en lo posible la digitalización de los organismos judiciales, que, en el aspecto tecnológico, continuaban no ya en el siglo XX sino, en muchos casos, casi en el XIX. Con toda certeza, Delgado aparecerá en los libros de historia porque ella, como Notario Mayor del Reino, fue una de las poquísimas personas que estuvieron presentes en el Valle de los Caídos, en la desolada exhumación del cadáver del dictador Francisco Franco, que se produjo el 24 de octubre de 2019. Pero antes y después de aquel célebre día fue objeto de varias reprobaciones (dos en el Congreso y una en el Senado) instigadas por el Partido Popular y por Ciudadanos, por diversos motivos de carácter innegablemente político.
Salió por una puerta y entró por otra
No tuvo ningún problema cuando el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, le propuso dejar el Ministerio de Justicia y ocupar inmediatamente la Fiscalía General del Estado. Podría decirse que salió por una puerta y entró por otra. Esto fue inmediatamente aprovechado por la oposición conservadora, quien cargó (y carga desde entonces) contra Dolores Delgado porque semejante prisa ponía en cuestión la necesaria imagen de independencia del Poder Judicial. Eso a pesar del que el Consejo General del Poder Judicial avaló su nombramiento por 12 votos contra 7, resultado que refleja con mucha aproximación las afinidades (o fidelidades) políticas de los miembros del CGPJ.
Podría decirse, sin mucho margen de error, que esta crítica, la falta de independencia del Fiscal General, es una de las más antiguas y respetadas tradiciones de la política española. Con unos u otros nombres, la figura del Fiscal General del Estado existe (en forma parecida a la actual) desde 1870. La Constitución de 1978 le encomienda (art. 124) promover la acción de la Justicia “en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la Ley, de oficio o a petición de los interesados, así como velar por la independencia de los Tribunales y procurar ante éstos la satisfacción del interés social”. Pero desde 1870, el Fiscal General del Estado es nombrado y destituido por el Gobierno de la nación. Es decir, que la sacrosanta independencia del poder judicial, al menos en este caso concreto, es, en España, una obvia ilusión; la famosa independencia es algo que está muy bien, pero vamos, sin exageraciones, porque todas las exageraciones son malas, como es bien sabido. Si el Fiscal General del Estado es nombrado por el Gobierno, es lógico pensar que se debe al Gobierno, por más ilusiones, ánimos, deseos, intenciones y voluntades que tenga de ser independiente, limpio y puro de corazón.
Esto es algo que saben todos los gobiernos y todos los partidos desde, repitámoslo, hace siglo y medio. Desde la recuperación de la democracia en España, en 1978 (antes, incluso de la aprobación de la Constitución), ha habido en España 18 Fiscales Generales del Estado. El primero fue el antiguo falangista Juan Manuel Fanjul Sedeño, fallecido en 1989 y nombrado por el Gobierno de Adolfo Suárez (UCD). Los ha habido discutidísimos, como Eligio Hernández o Cándido Conde-Pumpido, nombrados por gobiernos socialistas. Los ha habido duraderos, como Jesús Cardenal (nombrado por Aznar, siete años en el cargo), y también muy breves, como Ortiz Úrculo, también nombrado por el gobierno de Aznar: dimitió a los ocho meses. Los ha habido un tanto exóticos, como Eduardo Torres-Dulce, cuya verdadera vocación era el cine y que lo pasó mal por culpa del fútbol. Los ha habido dramáticos, como José Manuel Maza (objeto del odio feroz de los independentistas catalanes), que murió en el cargo. Los ha habido reincidentes, como Luis Navajas Ramos, que ha sido Fiscal General del Estado cuatro veces… aunque bien es verdad que de manera interina, como Teniente Fiscal del Tribunal Supremo, en los pocos días que pasaban entre la destitución o cese de un Fiscal General y la toma de posesión del siguiente.
Pero todos, todos sin excepción (la única posible es este último, Navajas Ramos; y tampoco, como se ve en estos días) han sido sujetos protagonistas de la vieja tradición antes mencionada: sacudirle de lo lindo desde la oposición, primero porque hay sobrados indicios de su falta de independencia (pero qué independencia va a haber si lo ha nombrado el gobierno) y luego por lo que toque, por las batallas concretas de la pelea política, a las que el Fiscal General no logra sustraerse.
Dolores Delgado se enfrenta ahora a las críticas (que incluyen la petición de su cese por parte del PP) por, entre otras cosas, su actuación ante las diecinueve querellas presentadas por la actuación del Gobierno frente a la pandemia de la covid-19. En bastantes de ellas, instadas por la extrema derecha y de carácter llamativamente propagandístico, se pretende sentar al presidente del Gobierno en el banquillo, por homicida. El veterano Teniente Fiscal Luis Navajas instó la no admisión de todas esas querellas, en bloque, sin consultar a la Junta de Fiscales de Sala, lo cual ha sido causa de acerbas críticas. El informe de la Fiscalía (es decir, Delgado) consideraba llamativamente “idónea” la actuación del gobierno para contener la pandemia de la covid-19, y numerosos fiscales, con Cristina Dexeus a la cabeza, clamaron al cielo por la “falta de imparcialidad” de la Fiscal General, que desde luego “se veía venir”. Y tanto que se veía venir. Se lleva viendo venir, Fiscal General tras Fiscal General, desde 1870. Pero el estrépito, sobre todo el mediático, ha sido considerable. Otra entrañable tradición.
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El pez payaso, de la familia de los Amphiprioninae, se llama así por sus llamativos colores, en algunos casos naranjas y blancos, pero es un pez como hay tantos. Se hizo muy famoso al protagonizar la película de animación 'Buscando a Nemo'. El pez payaso, en ocasiones, llega a una especie de acuerdo con las peligrosas anémonas marinas, que mandan mucho en los fondos de los arrecifes, y se instala a vivir entre sus tentáculos, que son muy urticantes. Al principio, el pez no es inmune a esas toxinas: mantiene su sensibilidad al dolor y su independencia, por así decir. Pero poco a poco, pinchazo tras pinchazo, se va acostumbrando (o inmunizando) al veneno de quien lo aloja, y llega un momento en que ni siente ni padece: parece darle todo igual y se mueve entre los tentáculos con toda naturalidad. El pez trabaja diligentemente para la anémona y la anémona protege y alimenta al pez con lo que le sobra. Llega un momento en que esa relación se rompe y el pez payaso deja la anémona. Si no se alberga en otra parecida (es que hay muchas anémonas, y de muy diversos tipos), el pez payaso no tarda en perder su insensibilidad a las toxinas y vuelve a ser, judicialmente hablando, un pez como los demás, con su trabajo de pez, sus ilusiones y sus desengaños comunes y corrientes.