La cultura rusa se han convertido en un doble chivo expiatorio. Por un lado, han sufrido en sus carnes el revés de su propia nación, que les mira como apestados al ver en ellos potenciales objetores de la guerra en Ucrania y, por otro, han sido expulsados de los escenarios europeos como sanción a Putin. Una sanción que ha acabado avivando el remordimiento en las conciencias por la controvertida pregunta de hasta qué punto la cultura rusa tiene un papel (si es que lo tiene) en la guerra. No es de recibo, como han demandado importantes figuras de la cultura como el director de orquestra, Semyon Bychkov, atentar así contra las artes rusas. El arte o, lo que es lo mismo, la expresión del ser de un pueblo, ahora mismo señalado por Occidente, ha saltado del refugio apolítico a la palestra de la persecución y en consecuencia, a la odisea del exilio. Y España es uno de los escenario de llegada.
Como confirman fuentes de la ONG Artist at Risk a este medio, el número de artistas rusos que han pedido asilo en países europeos ha ido in crescendo considerablemente desde el estallido de la guerra. Las cifras más actualizadas hablan de 270 artistas y trabajadores culturales que necesitan apoyo por huir de su país, para quienes la ONG cuenta con un repertorio de 350 alianzas con organizaciones anfitrionas para que puedan seguirse desarrollando. Sobre todo en Alemania, Suecia, Finlandia e Italia. En España, aunque aún no haya cifras oficiales, ya hay voces exiliadas recién instaladas que han visto en la guerra de Ucrania un punto de inflexión para su arte.
Uno de ellos, con quien ha hablado Vozpopuli, es Roman Valynkin, un prometedor fotógrafo que trata el concepto de masculinidad en su obra y lleva un mes en Madrid. Tras crecer en Rusia, Valynkin desarrolló durante dos años su fotografía en Georgia para luego regresar a Rusia. Un país del que se ha despedido para siempre por perder la "esperanza" de volver. Explica que solo le tomó dos semanas decidir si emigraba después del 24 de febrero, porque su única motivación era "estar a salvo" y expresarse de la forma que creía oportuna. "Me di cuenta que no tenía nada más que pedirle a mi país, así que me fui", detalla. Sus fotografías de desnudos, poses y escorzos son transgresoras, pero nunca habían supuesto un problema, porque su país le permitía interactuar así. Hasta ahora.
Una cultura bajo los efectos de la propaganda
El aislamiento de Rusia de la Comunidad Internacional la siente propia. "La interacción es importante en mi arte. He compartido mi tristeza con otros rusos que comparten mis intereses, que son progresistas, abiertos de mente, todos ellos interactúan con otras personas de países diferentes. El 80% habrá huido ya". Admite que no puede separarse de la globalización y los estímulos que el mundo ofrece para la expresión artística. El arte en Rusia, opina, como la comunicación, no escapa de las garras de la propaganda rusa, algo que, afirma, da mucho "miedo". "Toma muchísimo esfuerzo ahora mismo no sumarse a la mayoría y ser diferente, y el régimen ha creado una ilusión que la gente se cree. Es iluso pensar que, cuando acabe la guerra, todo será como antes", apunta.
Me hacen sentir culpable de lo que ha pasado, y es que todo el mundo espera de nosotros que aceptemos esta responsabilidad y lo hagamos colectivamente. Pero es arriesgar nuestras vidas
Desde marzo, las leyes impuestas por el Kremlin han tomado tintes medievales, endureciendo el código penal y anunciando nuevas restricciones. Valynkin podría haber estado 15 años en la cárcel y haber sido multado con 1,8 millones de rublos si se hubiera quedado en Rusia por no seguir la línea oficialista. Ahora, se escandaliza incluso más por nuevos reglamentos que restringen los contactos con extranjeros. "Mi vida personal hubiera acabado", añade. Aún así, en su fuero interno, hay una voz que le susurra que el exilio es "el precio a pagar por lo que se ha convertido Rusia", tal y como ha expresado en su Instagram, y lidia cada día con el goteo frío de la culpabilidad. "Creo que Europa no se ha acabado de dar cuenta sobre cómo funciona Rusia desde dentro. Me hacen sentir culpable de lo que ha pasado, y es que todo el mundo espera de nosotros que aceptemos esta responsabilidad y lo hagamos colectivamente. Pero es arriesgar nuestras vidas".
Además de la experiencia de este joven artista, en la Unión de Escritores Rusos de España, con sede en Madrid, Yuri Ivanovich explica al otro lado del teléfono su preocupación. "Me voy mañana a Rusia a reunirme con escritores y representantes culturales para mostrar apoyo", cuenta a este medio. Dice que su plataforma ya no está activa por la "complejidad" del escenario bélico y que media decena de escritores rusos conocidos ya se han instalado en España con la escalada del conflicto. "Algunos esperan volver pronto o tienen intención de ello", matiza.
La joya mancillada del ballet ruso
El mes pasado el New York Times publicaba que el ballet ruso, la joya de la corona de la cultura rusa se estaba convirtiendo en el símbolo de su aislacionismo. Y es cierto que la guerra ha hecho temblar el corazón del Gran Teatro de Moscú, conocido como Bolshoi. Occidente ha cerrado las puertas de sus representaciones en el histórico escenario, por lo que la institución, que había estado desempolvándose los restos de la URSS desde los 90 hacia la apertura cultural, ha cancelado actuaciones y limitado su repertorio, además de sufrir fugas. Las más sonadas han sido la de la bailarina de Olga Smirnova, ahora en Holanda y el coreógrafo Alexei Ratmansky, en EEUU. El retroceso de los teatros llega hasta Putin, quien ha propuesto unir el Bolshoi con el otro teatro más importante en Rusia, el Mariinski, con sede en San Petersburgo. Ambos centros han mantenido la tensión artística todos estos años y la elección a dedo de un líder que los aúne volvería a recordar a la época zarista.
En España, la Compañía Nacional de Danza ya ha acogido en su seno a varias bailarinas de ballet ucranianas que han huido del conflicto mientras que el Ballet Ruso de Barcelona también tramita casas de acogida para niñas bailarinas de élite. En la escuela, donde conviven niñas rusas con ucranianas, defienden que ambos pueblos son "hermanos" y que la cultura rusa está sufriendo un duro golpe. "Se mezcla una cuestión cultural con la política, aquí los niños conviven porque son amigos. Les prestamos todo lo necesario para que continúen con su formación", ha concluido Blanca Hartmann, directora del centro.