España

Iker Jiménez y los monstruos del sueño de Goya

Jiménez está inscrito en la mejor tradición española del “misterismo”, que procede, como mínimo, del siglo XVII

  • Iker Jiménez y los monstruos del sueño de Goya


Iker Jiménez Elizarri nació en Vitoria el 10 de enero de 1973. Es hijo de Pedro Ramón Jiménez, galerista de arte, y de su esposa, María Elizarri, restauradora. Por las venas de Pedro Ramón, que es pintor además de llevar la galería Theotokópulos, corre sangre gitana. La madre, sin embargo, es vasca-vasca, o por mejor decir vasconavarra de Villava, donde un tío de Iker –Joaquín– llegó a ser concejal. ¿Quiere esto decir que Iker Jiménez es gitano, como tanta gente susurra con cierto regusto racista? No. Quiere decir que tiene un poco de sangre gitana, algo que le sucede a una enorme cantidad de gente. Él no suele hablar de eso, pero afirmar que Iker es gitano es tanto como decir que Barack Obama es massai o bantú, porque su padre nació en Kenia. Una inexactitud y una exageración. Y además, ¿a quién le importa eso?

En Vitoria estudió en la ikastola Umandi. No puede decirse que llamase la atención salvo, quizá, por su portentosa imaginación. Muchos años después llegó a afirmar que un día, cuando tenía nueve años, se compró la camiseta de la selección nacional de fútbol (concretamente, la de Jesús María Zamora) y se la llevó puesta a clase. Pero que un cura, muy abertzale él, le atizó la gran bronca y le echó de clase por llevarla. Todo muy bien, salvo por un pequeño detalle: la ikastola Umandi era laica y no había curas, como atestiguan varios antiguos alumnos más del mismo centro. Así que la historia es inventada. Pero da muchas pistas sobre la personalidad de Iker Jiménez, a quien con cierta frecuencia le cuesta trabajo distinguir entre sus ensoñaciones y la realidad de los hechos. Eso, además de un ego elefantiásico, son dos de los más notorios rasgos distintivos de su personalidad.

Cuando tenía diez años –dice él, ¿eh? Dice él– sucedió un hecho que le marcaría para siempre. Estaba en casa de sus tíos, por lo visto con fiebre, y se las arregló para colarse en el desván, “donde había libros que no nos dejaban leer”, asegura. Encontró uno, en francés, sobre ovnis, y allí vio uno por primera vez. Afirma Iker que quedó aterrorizado, es posible que por la fiebre. Aquel desdichado episodio marcaría para siempre la personalidad del niño, sobre todo porque al día siguiente –de nuevo lo dice él– se publicó la noticia del único avistamiento de ovnis (estamos en 1984) que se ha producido en Vitoria. El chiquillo se entusiasmó y se empeñó en hablar con todo el mundo que pudo encontrar relacionado con el caso: comenzó a jugar a periodista, aunque fuese sobre algo tan difícilmente constatable. Nunca ha dejado de hacerlo.

Se trasladó a Madrid para estudiar Ciencias de la Información, cosa que hizo en la Universidad Complutense y en la por entonces recién fundada –pero ya prestigiosa, y privada, y carísima– Universidad Europea de Madrid. No es posible hallar datos fiables sobre la brillantez del alumno Jiménez ni sobre sus habilidades periodísticas. Pero sí se sabe, y esta vez por fuentes fiables, que a los 17 años empezó a trabajar en la radio, en una emisora municipal de la localidad de Torres de la Alameda. Luego pasó a otras emisoras no demasiado mayores, como Radio Enlace y Onda Verde. Los títulos de los programas en que intervenía o que dirigía lo dicen todo: “Al filo de lo imposible”, “La otra dimensión”, “Al final de la escalera” y alguno más.

Iker Jiménez no es, ni mucho menos, el primer comunicador que se dedica, en radio o televisión, al escurridizo mundo de “lo oculto”. Antes que él tuvieron un notable éxito Antonio José Alés y Fernando Jiménez del Oso. Pero Jiménez, que asegura haber aprendido mucho de la forma de hablar de este último tanto como de Félix Rodríguez de la Fuente, tenía algo diferente: llegaba a la gente. Dijera lo que dijese. Hablaba con tanta convicción que hacía suyo (o esa impresión daba) lo que decía, fenómeno al que no es en absoluto extraño su inmenso ego y su afán de protagonismo personal. Lo suyo ha sido siempre, desde la adolescencia, la primera persona del singular. El yo. Esa es una de las más claras razones de su éxito.

A finales de los años 10 del presente siglo probó suerte con otra cosa: la música. Siempre fue muy bueno eligiendo fondos musicales para las historias que contaba, truculentas o no; músicas que se parecían siempre bastante y que estaban compuestas por Vangelis, Jean-Michel Jarre, Tangerine Dream, alguna pieza de Pink Floyd y cosas parecidas. Pero el innegable éxito de sus programas, su afición por la composición y edición musical –tiene un estudio propio en su casa– y, de nuevo, su enorme ego, le llevaron a elaborar su propia música para sus apariciones televisivas. La imitación que hizo de los maestros era muy aceptable y nadie pareció rechazarla. En Spotify tiene una modesta cantidad de seguidores que disfrutan con sus composiciones siempre instrumentales, casi siempre electrónicas y de aire más bien tenebroso o evanescente. Él dice que lo de la composición es, para él, una experiencia “chamánica”. Sabe perfectamente qué lenguaje usar para mantener encandilados a sus fieles.

Pero volvamos al siglo pasado. Jiménez trabajó en numerosas emisoras de radio, colaboró con el legendario Jiménez del Oso en su revista Enigmas, escribió varios libros “divulgativos” de gran éxito (“Enigmas sin resolver”, de 1999, fue el primero de ocho) y por fin dio con la gallina de los ovnis de oro cuando le llamaron de la cadena SER, primero para llevar una sección en un programa que dirigía Marta Robles y luego para dirigir su propio espacio, el famoso “Milenio 3”. Este espacio duró varios años en antena (hasta 2015) con un innegable éxito.

En 2005, por fin, entró el la berlusconiana Mediaset, concretamente en Cuatro, que había de convertirse en su hábitat natural. Su programa “Cuarto Milenio”, heredero directo de “Milenio 3” (este llegó a emitirse en varios países americanos, incluido EE UU), lleva en antena desde entonces con un éxito incontestable. Jiménez ha logrado éxitos parecidos con otros espacios, todos muy semejantes entre sí, como “Horizonte”. En internet protagonizó hasta hace poco programas como “Milenio Live”, que terminó en 2021, o el más combativo y radical “La estirpe de los libres”, que se mantiene hoy. Hace muy pocos días, “Horizonte” lograba la mayor audiencia de toda su trayectoria, un 13,2%, solo superado por… Gran Hermano, que pasó del 17%.

El formato de los programas de Jiménez siempre es muy parecido. Un plató penumbroso en el que abundan los objetos misteriosos cuando no abracadabrantes, pero con una magnífica puesta en escena que controla por completo el propio Jiménez. La música “mistérica” de los compositores citados, incluido desde luego él mismo. Monólogos de larga duración del protagonista absoluto –que es él– en los que el tema fundamental a tratar es él mismo, aunque con los más variados pretextos. Una cuadrilla de colaboradores en la que se mezclan absolutos charlatanes con gente muy seria del mundo de la historia, de la cultura o del periodismo, como Juan Eslava Galán, Antonio Piñero o José Manuel Vidal; estos últimos sirven, además de para mantener el interés del espectador por la evidente sabiduría de lo que dicen, para “lavar la cara” a los otros y evitar así que el programa se convierta en un desfile de saltimbanquis.

Todo esto tiene una explicación relativamente sencilla. Jiménez está inscrito en la mejor tradición española del “misterismo”, que procede, como mínimo, del siglo XVII. España, ya entonces, no era un país que produjese comerciantes, industriales o banqueros, sino santos, místicos y “alumbrados” de toda laya y condición. Era asombrosa la cantidad de gente que oía voces y veía visiones, fantasmas y aparecidos. La propia Inquisición, tan denostada, estaba desbordada: se las veía y se las deseaba para tratar de distinguir, entre aquella muchedumbre que con tanta frecuencia caía en éxtasis, a los locos de atar y a los farsantes de aquellos en los que pudiese haber un hálito de sincero misticismo religioso. Los españoles, sometidos a los rigores de la Contrarreforma, acentuaron (y en lo esencial no hemos cambiado demasiado) la natural propensión humana a la credulidad. Y en ese territorio Iker Jiménez y su ego se mueven como nadie. De ahí las audiencias y el éxito.

Cuando se pisa el movedizo terreno de lo indemostrable, en el que las hipótesis serias sobre el pensamiento de los neandertales se mezclan con la niña de la curva, se suele resbalar. Los resbalones de Iker Jiménez han sido muy sonados. Este hombre, al que no le caben los premios en casa porque gana y da a ganar muchísimo dinero, es el divulgador de la muy famosa historia del Niño de Boisaca, un muchacho arrollado por un tren de quien llegó a decirse que era un “temponauta” o viajero en el tiempo; era todo un cuento, el chico fue perfectamente identificado porque llevaba un mes desaparecido de su casa y lo estaban buscando.

Iker Jiménez es uno de los mayores difusores de las ya añosas “caras de Bélmez”, una patraña que ha sobrevivido a todas las demostraciones de su falsedad desde hace más de medio siglo porque los creadores de los programas “mistéricos” y “paranormales”, como Jiménez y otros anteriores, lo desentierran sin la menor preocupación cada cierto número de años. También es autor del no menos famoso caso del “cosmonauta desaparecido”, un tal Ivan Istochnikov que supuestamente se habría matado en una nave espacial soviética que resultó ser… un personaje de ficción inventado por el fotógrafo español Joan Fontcuberta.

Pero la especialidad de Jiménez es mezclar los cuentos que vende con grandes conceptos admitidos por todos, como la libertad de expresión, de opinión, de investigación y de creencias. Esta es la especialidad de sus vibrantes monólogos televisivos. Habla muy bien, eso desde luego, y logra que muchísima gente se crea de verdad lo que dice cuando habla de los “chemtrails”, las estelas de vapor de agua que dejan los aviones que vuelan a gran altura. Jiménez llegó a dedicar once minutos de una de sus homilías a defender su derecho a decir (al menos a sugerir) que esas estelas de vapor son en realidad perversas fumigaciones químicas que “los poderosos” arrojan sobre la humanidad con el avieso propósito de controlarnos a todos. Es una mentira como una catedral, y él lo sabe perfectamente, pero… hay mucha gente que se lo traga. Y eso hace subir la audiencia. Y quienes le critican por mentir con semejante cara dura son, en sus palabras “periodistas serviles” o “servidores” del poder.

Ese fenómeno, el de confundir sus ensoñaciones con la realidad, parece haber derivado, en los últimos años, hacia terrenos mucho más tenebrosos. Ya no se trata de ver ovnis o resucitados o niñas en la curva. Se trata de que las teorías de la conspiración (de conspiración sobre lo que sea) han entrado hace ya tiempo en el terreno del navajeo político, y su intención es siempre la misma: desacreditar lo que suelen llamar la “verdad oficial” y desde luego a la ciencia. Lo vimos con los antivacunas y lo estamos viendo todos los días con los negacionistas del cambio climático, que son indiferentes a toda evidencia, a la realidad de los hechos y a toda demostración científica.

Para un hombre con el ego colosal de Iker Jiménez, acostumbrado a colar en sus programas las más delirantes maguferías (mezcladas, esto desde luego, con debates de muy estimable altura), el territorio de la “conspiranoia” es casi natural. La desconfianza de la “verdad oficial” acaba por contaminarlo todo. Gracias a ese fenómeno, el mundo del “misterio” se ha ido convirtiendo en un refugio para la gente más reaccionaria. Y así, con ocasión de la catástrofe que se ha abatido sobre Valencia en forma de dana o gota fría, Jiménez no ha tenido el menor pudor en difundir bulos, falsedades y mentiras inventadas por otros, eso es cierto; por los extremistas antisistema que buscan esparcir la desconfianza hacia las instituciones y organismos públicos que trataban, como todos, de salvar vidas. Ahí sobrevino la patraña del párking del centro comercial de Bonaire, donde, según aseguró Jiménez, había “muchos cuerpos. Muchos”, cuando luego se demostró que no había ninguno. O aceptar como colaboradores de su “Horizonte” a redomados farsantes que no dudaban en embarrarse los pantalones a propósito para dar mayor dramatismo a sus más que dudosas narraciones.

El posicionamiento “de facto” de Jiménez con los bulos propalados por la extrema derecha y sus tuiteros más tenebrosos ha ido, quizá, demasiado lejos. Hay empresas que han retirado su publicidad del programa de Jiménez, como el banco ING, uno de los principales sostenes del espacio. Puede que no sea la única, aunque eso no está claro aún.

Pero el riesgo de que el programa desaparezca, diga lo que diga Jiménez con su proverbial victimismo, es escaso. El monólogo en el que el factótum de “Horizonte” explicaba altisonantemente que todo habían sido un error debido a su credulidad, a su bonhomía y a la manía que le tienen sus malvados enemigos (un don Quijote redivivo), logró la mayor audiencia en la historia del programa. Y eso es lo que importa, al parecer. La verdad de los hechos es secundaria.

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Francisco de Goya dedicó la estampa nº 43 de sus “Caprichos”, en 1799, a una escena espeluznante que se ha convertido en una de las más famosas de toda la serie. El título es “El sueño de la razón produce monstruos”. En el aguafuerte puede verse a un hombre durmiendo sobre una mesa mientras, desde el fondo, se abalanzan sobre él los símbolos del terror, al menos en los tiempos de Goya: murciélagos enormes, lechuzas, búhos, otras aves rapaces nocturnas de difícil identificación… y dos felinos: gato negro y un lince.

En el texto que Goya había previsto para la publicación de los “Caprichos”, de los que este “Sueño de la razón” iba a ser el primero y frontispicio, podía leerse: “El autor soñando. Su intento solo es desterrar vulgaridades perjudiciales, y perpetuar con esta obra de caprichos, el testimonio sólido de la verdad”. La Fundación Goya añade, en su explicación, algo más: “Goya subraya la importancia de la razón, sin la cual afloran toda clase de sentimientos irracionales que desembocan en la ignorancia”.

Es difícil decirlo mejor y más claramente, pero hay algo difícil de comprender: ¿Por qué el lince? ¿Qué culpa tenía el lince, caramba?

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